20 jun 2020
1985- JON ROHNER – Alfonso Font
El mar siempre ha sido sinónimo de aventura, antes incluso de que la literatura lo abrazara como decorado de muchísimos relatos que han quedado grabados a fuego en generaciones de lectores desde hace doscientos años. Piratas, bucaneros, contrabandistas, corsarios, grumetes, capitanes o balleneros a bordo de todo tipo de navíos a vela, simbolizaron el riesgo, el heroísmo, la masculinidad (porque los personajes eran siempre hombres), la libertad, la lucha del ser humano contra los elementos… Y el exotismo, claro.
En la época anterior a los transportes públicos, la mejora de infraestructuras y vehículos y el turismo de masas, no eran muchos los que salían de su localidad natal, no digamos ya de su país. Si los marinos eran objeto de admiración y respeto era en buena medida porque se les consideraba hombres de mundo, curtidos en mil y una lides, gente que había entrado en contacto con fascinantes culturas en tierras lejanísimas, casi inaccesibles. Y de entre ellas, una de las que generaba más interés eran las islas de los Mares del Sur, con sus bellas mujeres semidesnudas, playas de arena fina, aguas cristalinas y cálidas, exuberancia vegetal y gentes cordiales. Un lugar mágico que parecía encarnar los ideales occidentales del paraíso perdido, si bien la realidad humana era con frecuencia más dura de lo que el idílico entorno natural podría dar a entender.
Y esos dos elementos, el mar y las islas del Pacífico, son los que sirven de fondo a la serie “Jon Rohner”, de Alfonso Font, que empezó su andadura en la revista “Cimoc” aunque bajo otro nombre: “Jann Polynesia” (el cual no utilizaré en el artículo para evitar confusiones).
La Aventura era un género que Font había abordado desde el comienzo de su carrera y por el que es evidente que sentía un cariño especial, cultivándolo bajo diferentes formas: la ciencia ficción en “El Prisionero de las Estrellas” o “Clarke & Kubrick”; el espionaje en “Tequila Bang”; o el periodismo de investigación en “Taxi”. En esta ocasión da un giro hacia su vertiente más clásica y marinera y mirando a referentes literarios como Jack London, Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad o Herman Melville, Font adapta y fusiona dos relatos, “La Isla de las Voces” de Stevenson, y “Las Terribles Salomón” de London, integrando en ellas un personaje común, el capitán Jon Rohner.
En algún momento del siglo XIX, Bertie Arkwright, un “gentleman” inglés arquetípico, llega a las islas Salomón en busca de aventuras. Su intención es sorprender y causar envidia a los socios de su club de caballeros londinense, narrando a su vuelta las aventuras, exotismo y peligros que vivió en su viaje. Es el típico inglés condescendiente con lo que no pertenece a su propia cultura y con aire de superioridad, aunque bienintencionado y de buen carácter.
Un capitán con el que se cruzó en una etapa anterior del viaje le entregó una carta de recomendación para Jon Rohner, un patrón de navío –occidental pero bien integrado en la cultura nativa-, para que le sirva de guía en su aventura. Lo que ignora es que, al mismo tiempo, ese capitán también le ha escrito a Rohner animándole a que le de una lección de humildad al inglés poniendo en escena un paripé para turistas.
Y de eso tratan las dos primeras historias del personaje, publicadas por separado en “Cimoc” en blanco y negro y más tarde coloreadas y compiladas en un álbum de 1985 titulado “La Isla de las Voces”. La primera presenta los personajes y básicamente consiste en una historia sobre hechicería nativa narrada por Rohner a un progresivamente más aprensivo Arkwright. En la segunda, mientras están navegando, Rohner escenifica un motín con ayuda de su tripulación haciéndole creer al sugestionado Arkwright que está a punto de sucumbir comido por los caníbales con los que comparte viaje.
En el fondo, ambas historias son anécdotas alargadas que no tienen mucha sustancia. Aunque tienen un trasfondo humorístico –tanto el relato como el motín son embustes destinados a asustar al inglés que quería presumir de aguerrido aventurero y, por tanto, nunca llega a existir una verdadera amenaza- están narradas de tal forma que llegan a transmitir auténtica tensión (el aspecto siniestro del timonel, las escenas nocturnas en el barco o los angustiosos apuros del yerno nativo para librarse de su suegro, un hechicero de desasosegante apariencia).
Los personajes están perfilados rápida y eficientemente, pero no tienen demasiados matices. El único que registra una evolución es Arwkright, que olvida su arrogancia británica y su impostada flema para caer en la angustia y el terror antes de encontrar en su interior al héroe que no sabía que era y, finalmente, comprender que ese no es su mundo y regresar al suyo. Rohner, por su parte, no tiene demasiado desarrollo. Se nos presenta como un blanco de nacionalidad indefinida pero claramente occidental –aunque más tarde se nos concreta que no anglosajón-, perfectamente integrado en el mundo indígena, buen vividor y con un juguetón sentido del humor. El final sí se aporta algún matiz a su personalidad no evidente al comienzo. Y es que aun cuando acepta el encargo de su colega –escarmentar al aspirante a aventurero- tanto por dinero como por la diversión que le va a procurar el engaño, cuando su estratagema tiene éxito y Arwkwright regresa a su país, deja entrever que en realidad ha obtenido genuina satisfacción de cambiar a ese hombre a mejor, de forzarle a hacer cosas de las que se sentirá orgulloso el resto de su vida y que podrá contar a sus nietos con orgullo.
Unos años después, en 1994, Rafael Martínez, de Norma Comics, le pide una nueva serie y Font, algo harto de ir creando continuamente personajes para dejarlos rápidamente atrás, decide recuperar al marino rubio pero esta vez con un enfoque menos ligero, tanto en el dibujo como en el guion. Lo primero que hizo fue cambiarle el nombre, ya que Jann Plynesia sonaba demasiado juvenil. Y a continuación, decide sacarlo de esa especie de burbuja genérica de unos Mares del Sur un tanto idealizados para integrar sus aventuras en un contexto espacio-temporal mucho más definido y realista aunque no del todo exento de romanticismo. Para ello, integró a Robert Louis Stevenson como personaje con el que Rohner interactuaba; y también se embarcó en un extenso proceso de documentación sobre esa región del mundo en una época concreta: finales del siglo XIX.
¿Por qué Stevenson y por qué Samoa? El escritor escocés es uno de los principales representantes de la novela de aventuras del siglo XIX y uno de los más traducidos de la Historia. Autor de clásicos inmortales como “La Isla del Tesoro”, “La Flecha Negra” o “El Doctor Jekyll y Mr.Hyde”, a pesar de su siempre precaria salud fue un gran viajero y amante de la aventura. Recorrió Francia y Bélgica, Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda. El aire fresco del mar aliviaba su dolencia pulmonar crónica y durante casi tres años recorrió el Pacífico deteniéndose a veces durante extensos periodos de tiempo en las islas de la región, como Hawaii, Gilbert, Tahití o Samoa. En 1890 compró un terreno en Vailima, una aldea de Upolu, isla de Samoa, donde vivió hasta su muerte cuatro años después, con tan solo 44 años.
El famoso escritor y el lugar en el que residió al final de su vida encarnaban el antedicho espíritu de la aventura marítima y el exotismo polinesio. Así que Font lo utilizó como perfecta excusa para ambientar una serie de historias protagonizadas por Rohner y rememoradas o narradas por éste a Stevenson. De esta forma, el escritor, al que los nativos apreciaron enormemente y a quien apodaron “Tusi-Tala”, “Contador de Historias”, delega su función para convertirse en ávido oyente de las experiencias de un auténtico aventurero. No es difícil imaginar que Stevenson se inspirara para varios de sus cuentos en historias que oía de boca bien de los locales, bien de occidentales tan libres e individualistas como Rohner.
En lugar de optar por el formato de aventura larga, Font recupera para “Rohner” el de cuento, que fue utilizado tantas veces por tantos escritores y que se ajusta perfectamente al contenido real de lo que se cuenta. En muchas ocasiones son peripecias breves que no hubieran mantenido su pulso ni ofrecido la misma intensidad de haberlas alargado más allá de las seis u ocho páginas que duran. Font era ya un consumado narrador en el difícil arte de la historieta corta, gracias a haberse bregado en las revistas mensuales para las que colaboró durante años y que exigían precisamente ese formato. Ya demostró su habilidad en “Historias Negras”, “Cuentos de un Futuro Imperfecto” o “Clarke & Kubrick” y aquí vuelve a condensar en una extensión muy ajustada el desarrollo de una trama, la construcción de personajes, la inserción tanto de momentos emotivos como de acción y exposición y, si corresponde, la llamada a la reflexión sobre temas importantes. Un ejercicio de síntesis, por tanto, del que hoy muchos autores no son capaces.
“Mi amigo Tusi-Tala” es el título de la primera historia de esta segunda etapa más realista de Jon Rohner y que consta de siete capítulos (reunidos en álbum primero por Norma y años después por Planeta-DeAgostini). El marino visita la tumba de su recientemente fallecido amigo Stevenson y rememora una de sus primeras vivencias comunes recuperando también otro hecho histórico: el compromiso del escritor con la política interna de Samoa y su desconfianza hacia la intromisión de las potencias extranjeras.
Con los alemanes, los británicos, los franceses y los rebeldes samoanos peleándose unos con otros por el control de las islas, Stevenson convence a Rohner para que secuestre a la novia de una inminente boda de conveniencia entre facciones locales que tendrá consecuencias políticas. Rohner es un comerciante independiente e individualista reacio a involucrarse en estas trifulcas aun cuando ve con desagrado la llegada de los militares europeos. Pero basta un elocuente discurso de Stevenson para que se lance a una misión realmente peligrosa que a punto está de costarle el cuello.
En “Los Dientes del Tiburón”, cómodamente aposentado en el salón de la casa de Stevenson en Vailima, le refiere a aquél y a su mujer Fanny otra de sus peripecias, de nuevo abordando la ruina del paraíso provocada por la llegada del capitalismo y la rapacería de los occidentales. Rohner se está jugando la vida buceando entre tiburones para recoger esponjas con las que las aristócratas europeas se frotarán cómodamente sus cuerpos, cuando el representante de una compañía americana le informa de que esa zona del océano ha sido comprada por ésta y que todo lo que extraiga ha de vendérselo a precio fijo. Este conflicto empeorará con la intervención de los militares estadounidenses apostados en la isla y la requisa bajo amenaza de su cargamento. Pero Rohner no está dispuesto a dejarse pisotear tan fácilmente por tan agresivo monopolio y aunque tenga algo de pírrica, se cobra su personal victoria.
Aunque en las dos historias iniciales todavía queda espacio para el romanticismo, la intrusión de varios elementos externos apunta ya a un fin de época. Con la llegada de las potencias occidentales y sus puntas de lanza (militares, comerciantes, misioneros), la cultura nativa empieza a desintegrarse y se entablan conflictos de una virulencia no conocida en el pasado. El asentamiento de grandes compañías comerciales arrincona a los operadores independientes; y la ecológica navegación a vela va retrocediendo ante el empuje de la contaminante tecnología del vapor. Por primera vez, la basura se apiña en las orillas del paraíso y las ratas hacen acto de presencia desembarcando de los navíos europeos y americanos. Rohner, testigo de ese cambio, es uno de los últimos hombres libres de ese mundo al borde de la extinción.
El protagonista tampoco es un aventurero con ese aura de poeta romántico y más bien de secano que rodea al Corto Maltés de Hugo Pratt (con quien algunos críticos desatinados lo compararon desfavorablemente), sino un hombre de negocios pragmático y con un punto de rudeza, un marino de verdad que tanto comercia con perlas, cosecha esponjas con escafandra o hace contrabando. No carece de educación y sabe apreciar la belleza y los placeres de la vida, pero también tiene los pies en el suelo, comprende lo que ocurre a su alrededor, es un buen analista de la naturaleza humana y, aunque prefiere adoptar el papel de observador, cuando es necesario actúa. Como todo buen aventurero, buena parte de su encanto reside en encarnar la libertad, la ausencia de ataduras sentimentales o laborales, la autonomía absoluta respecto al orden establecido, el compromiso con un código de valores propio, la vida al aire libre y alejada de los agobios de las grandes ciudades y la asunción gustosa de los riesgos que todo lo anterior conlleva.
El resto de las historias, dentro del marco de la Aventura, integran también otros géneros. “La Sangre del Volcán” es una tragedia sobre un hombre occidental cuya obsesión enfermiza por una mujer nativa le lleva a la desgracia primero y a la muerte después. “El Diablo del Infierno” puede encuadrarse claramente en el thriller: Rohner y su tripulación sobreviven a duras penas a un tsunami en alta mar, arribando a una isla recién creada de la solidificación del magma. Allí coinciden con dos grimosos individuos que resultan ser convictos psicópatas escapados de un navío prisión y cuyo propósito es apoderarse del bote de Rohner, llevárselo a él para que pilote y abandonar a su suerte al resto de sus hombres. Un capítulo intenso y pesadillesco que, merced al talento de Font, parece transcurrir verdaderamente en el averno.
“El Ladrón de Almas” es más bien una comedia. Rohner accede a llevar como pasajero a un hombrecillo de aspecto apocado que dice llamarse Celestin Katzourakis y ser doctor. Aunque sus métodos son cuestionables incluso para esa época, ejerce en tierras tan alejadas de los centros de conocimiento europeos que nadie los cuestiona. Pero cuando se ofrece con entusiasmo a tratar el dolor de muelas de un jefe tribal mediante el hipnotismo, pierde el control de la situación y se pone a sí mismo y a Rohner en peligro de muerte. Es una historia divertida y ligera pero que cuenta con un buen trabajo de caracterización en la figura de Katzourakis, quien al final se revela no como un truhan codicioso sino como alguien esencialmente bueno que trata de sobrevivir como puede en un mundo difícil y cuyas buenas intenciones de ayudar al prójimo son neutralizadas por la peligrosa mezcla de ignorancia médica e injustificadamente alta autoestima.
“El Espíritu de las Tinieblas” es uno de los mejores y más descarnados relatos de la colección. Durante una de las agradables veladas que organiza Stevenson en su residencia de Vailima y a las que invita tanto a occidentales como a nativos, Fanny, su esposa, le comentar a Rohner: “Aquí, entre esta gente, en estas islas, se hace difícil pensar así… Esto es el paraíso perdido”. Rohner le pregunta con cierta sorna: “¿Cree en el mito del buen salvaje, Miss Belle?”. “¿Mito, Señor Rohner? Estas gentes son… ¡Como niños grandes! Inocentes y generosos”. “Los niños pueden tener juegos muy crueles”, responde Rohner. Ella le replica “¿Es usted racista?” a lo que el marino contesta: “Precisamente porque no lo soy no considero a los polinesios ni mejores ni peores que el “civilizado” hombre blanco”. Y a continuación, le refiere una aventura que ilustra su afirmación.
Durante una tormenta, recaló con su goleta en la laguna interior de un atolón para ponerse a salvo. Allí, presenciaron en la playa un festín caníbal antes de ser ellos mismos atrapados por la feroz tribu y preparados para servir de alimento. Son escenas en las que Font no ahorra violencia y que resultan muy impactantes, dejando claro que esa imagen occidental del noble salvaje es totalmente infundada, que la diversidad cultural es inmensa dentro del mosaico tribal humano y que entre los indígenas pueden encontrarse parecidos vicios a los de los europeos (algo que también estaba presente en la historia “La Sangre del Volcán”. Es más, Rohner y sus hombres son rescatados in extremis y accidentalmente por una cañonera inglesa que disparaba al poblado indígena “porque han oído decir que las habitan caníbales. Había disparado porque supuso que podía tratarse de algún poblado. Que de cierto lo habitaran caníbales o no, creo que en el fondo le daba igual, porque en realidad se trata de un puro y simple acto de desprecio por la vida de los demás”. La crueldad es equivalente en ambas culturas aunque se manifieste de distintas formas.
Un tema este que vuelve a repetirse en la última historia de la serie, “Los Sembradores de Estrellas”, en la que Rohner rememora un episodio de su juventud, cuando se embarcó como primer piloto en el Sultana, al mando del capitán Frank Bates. El argumento reúne elementos clásicos del género de aventuras marineras: el joven inexperto que se alista en un barco capitaneado por un individuo irascible y cruel; el cocinero negro y supersticioso, un cargamento misterioso al que no se deja acceder a nadie, terribles tormentas, una tensión explosiva a bordo… Pero termina como una tragedia, cuando Rohner descubre el secreto que se escondía bajo cubierta, un secreto cuyas víctimas no pueden sino despertar compasión en el lector. Como dice el protagonista: “Las peores deformidades del ser humano son precisamente aquellas que no se ven”.
A estas alturas de su carrera, Font ya era un consumado profesional del comic, un narrador y artista maduro, versátil y diestro en todos los aspectos de la elaboración de una historieta: el guion, los diálogos, la ambientación, la caracterización, el ritmo, el dibujo…Nos encontramos en “Rohner” con un tebeo de factura gráfica impecable, bien documentado, con personajes notablemente construidos y muy expresivos y una narración dinámica que mantiene el ritmo incluso en escenas dominadas por los diálogos. Es posible que para el gusto actual sobren cuadros de texto, algunos de ellos redundantes con la imagen, aunque también es cierto que en aquellos años aún era un estilo de hacer historietas que no había perdido vigencia.
Tratándose de aventuras ambientadas en los Mares del Sur, la Naturaleza cobra una importancia especial y Font regala la vista del lector con unos paisajes perfectamente recreados y coloreados con gusto por él mismo para evocar no sólo entornos paradisíacos sino el terrible poder de fenómenos meteorológicos como las galernas, las erupciones volcánicas o los maremotos. Con todo lo intensas y bellas que son muchas de esas viñetas y escenas, Font nunca cae en el efectismo vacío ni se sirve de experimentaciones compositivas que hubieran desentonado con el tono y espíritu clásicos de las historias.
“Jon Rohner”, en definitiva, es un cariñoso homenaje al alma de las novelas de aventuras de antaño, que recupera su sabor pero tamizado por una sensibilidad moderna que no desentona con la época en la que transcurren las historias. Gracias a ese enfoque y apoyado por un cuidadoso trabajo de documentación, las historietas conjugan perfectamente realidad y ficción para recobrar parte de la magia que ha seducido a tantos lectores en los dos últimos siglos. Un comic ejemplar que tuvo la injusta suerte de no calar lo suficiente en los aficionados como para asegurar su supervivencia.
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