23 jul 2021

1970- YOKO TSUNO - Roger Leloup (8)


(Viene de la entrada anterior)

“El Cañón de Kra” (1985) supone el retorno de Yoko Tsuno al mundo del espionaje de altos vuelos y las operaciones de comando en el que tan bien se había desenvuelto en “Mensaje para la Eternidad”. En esta ocasión, la encontramos finalizando un contrato para probar, en unas instalaciones privadas de Suiza, el Colibrí, prototipo de un nuevo avión experimental monoplaza a reacción y de pequeñas dimensiones. Su empleador, cuya identidad había permanecido oculta, resulta ser Peter Hertzel, el millonario filántropo que había aparecido en el volumen anterior, “El Fuego de Wotan”. Éste, junto al coronel Tagashi (al que los protagonistas habían conocido en el volumen 9, “La Hija del Viento”), les proponen a ella, Vic y Pol una arriesgada misión en el estado –ficticio- de Kampong.

 

Ésta es una nación situada en la costa oriental del golfo de Tailandia, en el istmo de Kra; y aunque no se nos dice mucho de ella, parece inspirada a partes iguales en Singapur (es básicamente una ciudad –estado) y el sultanato de Brunei (su principal recurso es la exportación de petróleo). Acoge una importante cantidad de refugiados procedentes de países con régimen comunista y su gobierno se encuentra en lucha contra una facción rebelde que está siendo apoyada por un traficante japonés exiliado, Sakamoto.

 

El servicio de inteligencia del ejército japonés ha averiguado que Sakamoto está adquiriendo proyectiles de gran calibre, que se sospecha están destinados a ser disparados por un enorme cañón que fue instalado por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial en alguna isla cercana a Kampong, pero cuyo emplazamiento exacto se ha olvidado. Se cree que el traficante podría tener la intención de chantajear al gobierno con bombardear Kampong con obuses radioactivos y apropiarse del país. La misión de los tres amigos consistirá en investigar a Sakamoto y, utilizando como fachada una empresa de Hertzel encargada de transportar por vía aérea residuos radioactivos de la central nuclear de Kampong, sobrevolar el archipiélago cercano para buscar tanto el cañón como los depósitos de armamento del traficante.

 

La idea de un gran cañón que pueda exterminar poblaciones enteras (quizá con proyectiles nucleares o con carga bioquímica) a distancia y sin necesidad de enviar aviones a territorio enemigo, no es una fantasía y, de hecho, ha sido motivo de preocupación para los servicios de inteligencia de muchos países durante décadas. Aparecido en 1984, “El Cañón de Kra” se inspira directamente en la artillería de largo alcance que el diseñador y traficante canadiense afincado en Bélgica, Gerald Bull, estaba por entonces desarrollando y vendiendo, burlando las sanciones internacionales, a países como Sudáfrica, China o, especialmente, Iraq, que bajo la dictadura de Saddam Hussein se hallaba inmersa en una larga y cruel guerra con Irán (Bull acabó asesinado en 1990, posiblemente por agentes israelíes, ya que su proximidad a Iraq y la peligrosidad de las armas que salían de su cerebro eran consideradas una amenaza directa contra Israel).

 

Los cañones de gran tamaño han tenido presencia tanto en la ficción como en la historia militar del siglo XX. Julio Verne imaginó en “De la Tierra a la Luna” (1865) uno ideado con el pacífico propósito de disparar una cápsula tripulada a nuestro satélite; pero en “Los 500 Millones de la Begun” (1879) hizo que un perverso científico alemán con aspiraciones de tirano mundial fabricara cañones para bombardear con gas la capital de su adversario. Durante la Primera Guerra Mundial, la Gran Bertha alemana y sus cañones hermanos castigaron París desde una distancia de 120 km. “Los Cañones de Navarone” (1961) se inspiró en las baterías artilleras de gran calibre con las que los alemanes defendían las costas ocupadas en la Segunda Guerra Mundial. En el caso de “El Cañón de Kra”, Leloup se basó sobre todo en los cañones de la isla de Corregidor que defendieron el puerto de Manila de los japoneses.

 

No es éste quizá uno de los mejores volúmenes de la serie, principalmente por el embrollado marco de fondo sobre el que transcurre la acción, en el que se mezclan de manera un tanto desordenada los múltiples intervinientes y situaciones. Las escasas 48 páginas que limitan el formato de álbum le impiden a Leloup explicar suficientemente quién es, qué quiere y dónde está cada bando así como su relación con el resto: el gobierno oficial de Kampong, los rebeldes, los refugiados de países limítrofes, Sakamoto y su ejército privado, los militares japoneses, la fundación y empresas de Hertzel, la explotación del petróleo, la central nuclear, los residuos radioactivos...

 

El autor prefiere explayarse en sus escenas de aviones ficticios o auténticos antes que dedicar espacio a profundizar en alguno de los muchos temas y personajes que introduce. Se podría haber dicho mucho de la relación de iguales/opuestos que mantienen Sakamoto y Yoko, ambos unidos por su amor a la aviación pero separados por el objetivo al que han consagrado sus respectivas vidas: el uno, un antiguo imperialista nipón reconvertido en capitalista sin escrúpulos que trafica con la guerra; la otra, una aventurera humanista y entregada a la causa de la paz. También hubiera sido interesante saber más del juego en las sombras que libran las potencias internacionales y los hombres de negocios, más interesados en su propio beneficio que en el del pueblo; o de la difícil situación de los refugiados camboyanos, que como el capitán Onega, han huido de las purgas de los jemeres rojos para integrarse en el ejército de un país que también maltrata a sus compatriotas.

 

Por otra parte, el universo que Leloup había ido edificando para la serie ya era lo suficientemente amplio como para recuperar personajes de álbumes anteriores –más allá de los vineanos, claro. Así, encontramos aquí a uno extraído de las “aventuras alemanas” (Hertzel) y otro de las “japonesas” (Tagashi), integrándolos de forma natural en la nueva peripecia. Ahora bien, es precisamente la profusión de aliados lo que lastra este decimoquinto álbum. Hertzel pone su fortuna al servicio de Yoko, proporcionándoles además tecnología aeronáutica de primera línea: Tagashi les aporta información y contactos sobre el terreno; Onago y los rebeldes de Kampong, se ponen de su parte… Aunque es el villano nominal de esta historia, Sakamoto está claramente en inferioridad de condiciones y da la impresión de que Yoko lo tiene demasiado fácil.

 

Por último y aunque es una pega menor, Leloup parece sentirse obligado a hacer que sus personajes asiáticos se expresen con ese tópico lenguaje florido y salpicado de metáforas poéticas propio de los pulps y los viejos seriales que ha envejecido tan mal.

 

Como de costumbre, el trabajo de documentación de Leloup es muy minucioso. Aparte de volver a demostrar su pasión por la aeronáutica en el dibujo de los aviones reales que toman parte en la acción (como los F-16 o los F-5), Leloup diseña, con la pericia y técnica de un auténtico ingeniero, una nueva aeronave, el Colibrí (de la que además hizo una completa maqueta de madera de balsa para poder dibujarla desde todos los ángulos), que reúne las mismas características de su piloto: ágil, resistente y rápida. Diseñó el tipo de avión que a él le hubiera gustado pilotar de haber seguido una carrera en la aviación.

 

Por eso no pudo sino sentirse algo desilusionado por la tibia recepción que obtuvo “El Cañón de Kra”. En los años 80, la juventud ya no sentía la misma fascinación por los aviones que a mediados de los 40. Recordemos, por ejemplo, que la serie de aviadores por antonomasia del comic francobelga, “Buck Danny”, nació en 1947, fruto del interés que entonces existía entre la gente joven –incluido Leloup, que contaba 14 años en esa época- por los avances en aeronáutica. Interés que se mantuvo durante años, dando lugar a series como “Dan Cooper” (1954, en “Tintín”) o “Tanguy y Laverdure” (1959, en “Pilote”). En los 80, sin embargo, los aviones se daban por supuesto, formaban parte de la vida y la experiencia cotidiana de mucha gente, un fenómeno de caducidad que también había afectado a los comics centrados en el automovilismo. La electrónica, los ordenadores y sus maravillosas posibilidades eran lo que más atraía la atención de la juventud.

 

En esta ocasión y siguiendo con el apartado gráfico, cabe cierto grado de decepción por cuanto, no pudiéndose poner ninguna pega en el aspecto técnico y que sus escenas de aviación son impecables, también es cierto que Leloup asume pocos riesgos en cuanto a perspectivas o narrativa. Se echan de menos, por ejemplo, grandes panorámicas que den una mejor idea de la geografía de Kampong.

 

Un álbum, en fin, en el que Leloup recicla su mensaje preferido: el progreso tecnológico puede resultar fascinante, pero también peligroso si cae en las manos equivocadas. Aunque no es la aventura más representativa de la colección y adolece de más ambición de la que puede abarcar, es una lectura agradable en la que Yoko exhibe todas sus habilidades como guerrera, diplomática, investigadora, piloto y líder.

 

“El Dragón de Hong Kong” (1986) se abre con Yoko en el Hong Kong previo a la devolución a China, para visitar unos parientes de la rama materna de su familia. El junco en el que viaja es atacado por un gran reptil marino, pero todos a bordo sobreviven sin sufrir daños. La criatura ha dejado incrustada en la borda una de sus garras y Yoko la lleva a un laboratorio para que la analicen. El resultado es desconcertante: se trata de un animal manipulado genéticamente y no es el primer caso que ve el técnico de laboratorio. Siguiendo la pista, Yoko llega al anochecer a una piscifactoría abandonada en la cercana isla de Lantau, donde descubre que una niña huérfana, Rocío de la Mañana, ha hecho amistad con la criatura.

 

Yoko la salva de un secuaz que a punto está de secuestrarla y la lleva con su abuelo, con quien vive desde la reciente muerte de sus padres. El anciano, sabiéndose gravemente enfermo, confía la niña a Yoko y le desvela el origen del monstruo. El difunto padre de Rocío era un biólogo especializado en provocar mutaciones que aumentaban el tamaño de diferentes especies que criaba en la cercana piscifactoría, ahora arrasada por un tifón. Un productor de cine le encargó la creación de un lagarto gigante para utilizarlo en una película, pero finalmente optó por una criatura mecánica. El reptil creció tanto que rompió las barreras del criadero y escapó a alta mar, pero regresaba periódicamente a ver a Rocío, que jugaba con él desde que era un renacuajo.

 

Las pesquisas de Yoko le conducirán hasta el productor, que la secuestrará junto a Rocío para que le acompañen al interior de un sofisticado submarino con forma de dragón y con el que pretende sembrar el terror en Hong Kong.

 

La historia tiene ya más de treinta años pero lo que la ancla más a su época no es tanto que el Hong Kong que vemos en las viñetas sea el británico (la colonia fue devuelta a China en 1997) como los ordenadores del banco que utiliza Yoko para rastrear la identidad del hombre de negocios que se esconde tras la turbia situación. En esta ocasión, para resolver el misterio y conjurar la amenaza de turno, Yoko no utiliza ninguna de sus múltiples habilidades electrónicas o de pilotaje. Le basta tan solo con su aguda inteligencia, su tenacidad, su curiosidad y su espíritu generoso.

 

Quizá el mayor cambio que se introduce aquí en el entorno de Yoko es la incorporación como personaje regular de Rocío de la Mañana. Al término de “El Cañón de Kra”, había aflorado –una reacción bastante llamativa- el espíritu maternal de la heroína. Hasta entonces y como mucho, había adoptado el rol de hermana mayor para niños que de una u otra forma participaban en sus aventuras, como la vineana Poky o Monya de “La Espiral del Tiempo”. Pero en esas últimas viñetas que menciono, parecía invadirle cierto anhelo que la llevaba a confesar a sus compañeros “Me imagino acunando a mi hijita”. Y en “El Dragón de Hong Kong”, pasa a ejercer de madre putativa de Rocío, a quien adoptará legalmente.

 

En cierto modo, este giro respondió a intereses comerciales. Como he apuntado, por entonces Leloup intentaba introducir su personaje en el mercado asiático y viajó dos veces a Hong Kong a tal fin. Se llegó a un acuerdo con un editor, pero con dos condiciones que facilitaran el acercamiento de la serie al público local. Por una parte, presentar a Yoko como china; por otra, hacer una historia más ligera y apta para los lectores de menor edad. En relación a esto último, Leloup rebajó el discurso tecnológico e incorporó un monstruo y un robot que se enfrentarían en un espectacular clímax. A la bestia mecánica, además, le dio forma de dragón, un animal mítico de gran simbolismo en los países asiáticos.

 

Sin embargo, no quería modificar el origen de Yoko, ya bien establecido desde hacía más de veinte años y a lo más que llegó fue a darle una rama familiar china. Optó en cambio por incorporar un nuevo personaje, Rocío de la Mañana. Durante algún tiempo, incluso consideró la posibilidad de realizar comics o libros ilustrados protagonizados exclusivamente por ella.

 

Fue una decisión ésta muy arriesgada por parte de Leloup porque las heroínas de ficción han de renunciar a las posibilidades de evolución cuando eligen la vida familiar y, consecuentemente, el establecimiento de un hogar. Los lectores esperan de ellas que estén siempre inmediatamente disponibles para emprender la siguiente aventura. A decir de Leloup: “Siempre me habían asegurado que Yoko nunca se casaría ni tendría hijos. Esta soledad era algo que los lectores exigían de las heroínas. Sin embargo, me parecía necesario que Yoko tuviera responsabilidades, un pequeño ser que proteger y que le pusiera los pies en el suelo cuando se embarcara en iniciativas demasiado peligrosas, así que le di la misma experiencia que yo había tenido cuando adopté a Keum-Sook”.

 

Efectivamente, la inspiración directa de Rocío de la Mañana fue una niña coreana de cinco años, Keum-Sook, que él mismo había adoptado en 1973 dándole el más occidental nombre de Annick. “Le dí a Rocío ciertos atributos que había observado en mi hija, quien razonaba con una sabiduría que me impresionó. Annick reaccionaba a los problemas cotidianos de forma bastante distinta a mi hijo Eric”.

 

Pero esa apuesta de Leloup por hacer avanzar a Yoko, a la hora de la verdad, se quedó muy diluida. A pesar de haber asumido una gran responsabilidad, haberse convertido en una madre de hecho, no la veríamos en álbumes sucesivos cambiar de vida, costumbres o personalidad. Aún peor, de forma flagrantemente irresponsable –tal y como le afean de vez en cuando algunos personajes- se llevará a Rocío consigo en sus aventuras, por muy peligrosas que éstas sean.

 

Pero sin ninguna duda, lo peor de este álbum es el villano y sus inverosímiles motivaciones, más propias de un niño caprichoso que de un magnate. La loable intención de Leloup fue la de fusionar en una sola aventura dos géneros tan netamente orientales como son los de kaijus (ejemplificado por el lagarto gigante) y los mecha (el dragón mecánico). Su propósito, ya lo he dicho, era encontrar un lugar para su serie en el mercado oriental, pero la excusa a la que recurre es absolutamente implausible: un productor de cine que quiere atraer inversores para su película de monstruos haciendo que su enorme ingenio mecánico destruya y aterrorice por doquier. Por lo demás, la trama –muy bien dibujada, como de costumbre- alterna momentos conseguidos –como aquel en el que Yoko miente a Rocío para ahorrarle la tristeza por la muerte de su amigo- con otros torpes –el abuelo relatando la muerte de su hijo con la misma emoción que si leyera el manual de una tostadora.

 

“El Dragón de Hong Kong” es una historia a mitad de camino entre la fábula infantil y los films de monstruos de la Toho. Su origen obedeció a un propósito muy concreto y, de hecho, se publicó en primer lugar en Hong Kong antes de su tradicional serialización en “Spirou”, entre septiembre y noviembre de 1986. En cierta medida y accediendo a los deseos de los editores chinos, Leloup renuncia a la ciencia ficción y el thriller tecnológico que habían sustentado los argumentos de la colección hasta ese momento para construir una aventura más sencilla, con un ritmo más acelerado de lo habitual y reduciendo los diálogos todo lo posible. Es, también, la confirmación de que el escenario asiático va a pasar a rivalizar en importancia con los predilectos de Leloup hasta ese momento: la atmósfera de misterio y leyenda de las aventuras alemanas y las culturas alienígenas de Vinea.

 

(Continúa en la siguiente entrada)


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