Cualquiera familiarizado con el trabajo de Brian K Vaughan, ya sea gracias a sus comics mainstream o a los independientes, sabe que su fortaleza como guionista consiste en desarrollar historias a partir de premisas al tiempo sencillas y fascinantes. Por ejemplo, “Y, el Último Hombre”: todos los varones de la Tierra mueren súbitamente excepto un joven aprendiz de mago, Yorick, que viaja por el mundo para encontrar a su novia, topándose por el camino con diversas mujeres que lo ven o bien como un fenómeno anómalo o bien como una curiosidad; “Saga”: un romance galáctico entre dos alienígenas cuyos pueblos están enfrentados y que huyen de la guerra con su bebé; “El Orgullo de Bagdad”, una fábula inspirada por un hecho real sobre tres leones escapados del zoo de la ciudad del título durante la guerra con Estados Unidos…
Pues bien, “The Private Eye” se apoya en otra de esas ideas intrigantes y la desarrolla hasta sus últimas conclusiones lógicas, a saber: una historia de detectives en una sociedad en la que todo mundo lleva máscaras y asume identidades falsas tras la desaparición de internet a causa de una catástrofe que dejó al descubierto los más íntimos secretos. La situación es tan peculiar y la premisa tan prometedora que es fácil abandonarse al talento de Vaughan como narrador y zambullirse en esta historia tan inteligente como entretenida sobre una distopía al tiempo extraña y familiar.
La propia génesis del proyecto fue un proceso muy interesante. Inicialmente, iba a titularse “La Sociedad Secreta” y luego “Máscaras” para adoptar, a sugerencia de Martín, su título final reformulando la propuesta que le había enviado Vaughan: de “The Private I” –“El Yo Privado”- jugó con la sonoridad para pasar a “The Private Eye”, que suena igual pero que en inglés hace referencia a un detective privado. El dibujante, además, imaginó una forma muy original y apropiada de desarrollar lo que había sido pensado inicialmente como una miniserie: dado que la trama discurre en un futuro en el que Internet no existe, ¿por qué no serializarla online? Aún más rompedor: dejar que el lector pague el precio que le parezca justo o se pueda permitir… o incluso no pague nada si no lo desea. Vaughan teme que la propuesta sea demasiado arriesgada y radical, que no sean capaces de generar ningún ingreso. Pero accede cuando Martín le asegura que podrá sostener a su familia con el dibujo de portadas para las grandes editoriales que vaya realizando simultáneamente a la serialización de “The Private Detective”.
Así nació la plataforma PanelSyndicate.com, que luego albergaría comics de otros nombres prestigiosos de la industria, desde Albert Monteys (“Universo”) a David López (“Blackhand Ironhead”) pasando por Ed Brubaker (“Friday”) o Víctor Santos (“Paranoia Killer”). Así, “The Private Eye” fue uno de los primeros comics firmados por un equipo creativo mainstream que vio la luz en este formato digital. Fue una apuesta atrevida pero que, quizá contra todo pronóstico, fue un éxito desde el primer día. Los lectores estaban más que dispuestos a pagar y, de hecho, Vaughan y Martin obtuvieron los ingresos suficientes como para llevar el proyecto a término y finalizar los diez episodios previstos. Al término de la serialización, en 2015, el comic fue galardonado con un Premio Harvey y otro Eisner.
Durante la publicación digital de “The Private Eye”, Vaughan insistió repetidamente en que nunca existiría una versión en papel, pero probablemente las perspectivas de ingresos adicionales y las presiones de los fans le llevaron a modificar su postura. Y así, Image Comics, que es la editorial que gestiona los proyectos personales deVaughan (“Saga”, “Paper Girls”…) lo lanzó como lujoso volumen en formato apaisado con interesantes extras que documentan la génesis y desarrollo del proyecto.
La acción nos traslada a 2076. Hace décadas que la “Nube” –espacio virtual de almacenaje de todo tipo de información visual y escrita- “explotó” diseminando todo su contenido y revelando los secretos más o menos inconfesables de todo el mundo. Aquel hecho dejó una profunda huella en la sociedad, que ha aprendido a vivir sin internet pero cuya necesidad de privacidad no sólo no ha desaparecido sino que se ha convertido en una necesidad enfermiza. Así, todo el mundo viste llamativos disfraces y lleva unas “máscaras” holográficas -llamadas ónimos- cuando salen de sus casas, lo que les permite de alguna forma asumir nuevas identidades equivalentes a sus ya extintos avatares de las antiguas redes sociales.
En esta nueva sociedad, los periodistas de prensa escrita, conocidos como “El Cuarto Poder”, han reemplazado a la policía, mientras que los reporteros de la TV ocupan el lugar del antiguo FBI. En cambio, los paparazzi son forajidos que se ganan la vida poniendo sus habilidades al servicio de particulares como detectives privados. Ése es precisamente el trabajo del protagonista de este comic, al que solo conoceremos por sus iniciales, PI.
PI tiene su residencia y “oficinas” –no oficiales, claro, dado que actúa fuera de la ley- en el edificio del antiguo Hotel Chateau Marmont (establecimiento auténtico que sirvió de hospedaje de lujo a las antiguas estrellas de Hollywood). Allí recibe la visita de Taj McGill, una joven que dice estar aspirando a un puesto importante (probablemente en el ejército) para el que se le hará una minuciosa investigación de su pasado. Lo que quiere de PI es que hurgue en él y recupere cualquier documento comprometedor que encuentre. Cuando regresa a su hogar en un lujoso edificio, Taj se sorprende al encontrar allí a su colega, Khalid Deguerre, quien, sospechando que le pueda revelar algo sobre un proyecto secreto a la prensa, la asesina y le roba la máscara.
PI no tarda en enterarse del crimen y decide no seguir adelante con el encargo pese a las protestas de Melanie, una chica de 16 años que trabaja como su conductora (PI no quiere sacarse permiso de conducir para así no figurar en los archivos de tráfico y mantener el perfil público más bajo posible). Strunk, reportero del Cuarto Poder, recibe el caso de asesinato e interroga a Raveena, la hermana mayor de Taj, pero ésta oculta que fue ella quien le recomendó los servicios de PI. Y mientras tanto, Deguerre chantajea a Nebular, un experto en ordenadores que conocía a Taj, para que colabore en ese tan secreto proyecto.
Raveena, enfurecida, ataca a PI en su apartamento acusándolo del asesinato de su hermana, pero cuando los dos llegan a una tregua y empiezan a conversar, son a su vez asaltados por dos individuos armados con pistolas. In extremis y heridos, PI y Raveena consiguen huir y refugiarse en la casa del abuelo de aquél, donde se enteran de que el Chateau Marmont se ha quemado en un incendio. Furioso por haber perdido todos sus recuerdos, PI decide reanudar la investigación del asesinato de Taj. Mientras tanto, Deguerre le revela a Nebular su misión: reparar un cohete para que pueda ser lanzado y puesto en órbita.
Desde los primeros cinco capítulos (que son más largos que el resto, alrededor de treinta páginas), la intriga se sigue con el máximo interés. Vaughan comienza con una magnífica e impactante escena de apertura en la que PI, mientras ejerce de paparazzi fotografiando a una celebridad que no es lo que parece, es sorprendido por el reportero Strunk y tiene que escabullirse espectacularmente para mezclarse con la disfrazada multitud que pulula por las calles y desaparecer. Inmediatamente después, el guionista coloca sus peones: el caso que encarga Taj al protagonista, su posterior asesinato, la presentación e intervenciones de los diferentes personajes próximos a PI (la hermana de la víctima, su chófer, su nostálgico abuelo, los asesinos que le pisan los talones). Y la intriga no hace sino ir ganando intensidad y ritmo gracias a sucesivos giros y revelaciones que apuntan a una inteligencia visionaria en la sombra con una misión que cambiará el mundo y para cuyo cumplimiento sacrificará a quien se interponga. Llegada la mitad del comic, sigue resultando imposible predecir hacia dónde nos llevará Vaughan.
Cada autor acaba desarrollando, más o menos conscientemente, un “sistema” o método a la hora de plantear y desarrollar su obra. En el caso de los guionistas de comic, éste vendrá determinado por su estilo de prosa o sus temas predilectos. Pero ese sistema también subrayará inevitablemente sus limitaciones. Así, nos encontramos con muchos guionistas brillantes y, al mismo tiempo, convencionales: sus historias son accesibles y se leen con sumo agrado, pero también se dejan atrás con facilidad y no dejan el poso que inicialmente prometían (algunas veces incluso acaban recortando su valoración con sucesivas lecturas). Otros guionistas apuestan por historias más provocadoras que favorecen la sorpresa y el impacto sobre el desarrollo pausado de una trama. Son comics de los que se recuerdan las líneas generales y las sensaciones que estimularon con sus ideas o escenas. Y luego están los guionistas capaces de desenvolverse en ambas categorías y que, proponiendo algo que no sea necesariamente muy rompedor, sí elevan el conjunto por encima de lo que hubiera sido esperable. Sus comics permanecen en la memoria durante largo tiempo y el lector vuelve a ellos una y otra vez para encontrar los detalles y mensajes escondidos bajo la superficie o estudiar su mecánica narrativa. Y, por último, claro, está la gran masa de guionistas “del montón” y cuya única pretensión es la de entretener a sus lectores. Nada hay objetable a su trabajo en tanto no caigan en pretensiones que su talento no pueda satisfacer.
Brian K.Vaughan es, sin duda, un autor brillante y con inventiva. Sus obras hablan tan claramente en su nombre que no necesita diseccionarlas en entrevistas para que los lectores comprendan lo que quiere transmitir en ellas. Forma parte de la generación de aficionados para la que el descubrimiento de “Watchmen” (1986) supuso una revelación, un punto de inflexión a la hora de entender el potencial del comic-book para narrar historias adultas. Habían existido pioneros antes en la industria (Steve Gerber o Howard Chaykin, por nombrar sólo dos de ellos) pero su proyección había sido demasiado marginal y puntual como para modificar el rumbo de aquélla. Moore (junto a otros como Frank Miller o Neil Gaiman) llevaron al comic-book a su madurez utilizándolo como formato de historias reflexivas, intelectuales y duras o experimentos metatextuales que ponían en cuestión y jugaban con los códigos narrativos tradicionales.
Los descendientes de Moore y compañía acabaron haciendo cosas muy diferentes. Los menos, se lanzaron a imitar o tratar de superar al británico (caso de Grant Morrison); otros, mucho más numerosos, se limitaron a explotar superficialmente ciertos aspectos de “Watchmen”, creyendo que lo importante era su visión cínica, oscura y violenta de los superhéroes –corriente que se hizo mayoritaria y que llevó a Moore, disgustado con la degeneración a la que habían llegado sus colegas, a reaccionar escribiendo comics más ligeros y positivos que exaltaban los valores contrarios-.
Vaughan, aunque menos asertivo que Morrison en su ambición, también aspira a rivalizar con Moore. De hecho, su carrera imita a la de éste: iniciándose en los comics mainstream al servicio de las editoriales más poderosas para pasar luego a realizar creaciones más personales pero sin retener los derechos sobre ellas (caso de “Runaways” para Marvel) y, por fin, acumular el suficiente prestigio como para emanciparse en las editoriales independientes. En muchas ocasiones, el guionista tanto sufre de las limitaciones que le imponen las editoriales como encuentra la forma de superarlas y dar con algo diferente. No es infrecuente que los mejores comics de los autores más dotados hayan sido cocinados en los rígidos moldes de editoriales que les prestaron sus “juguetes”. Después de todo, “Watchmen” fue un comic editado por DC que, aunque con nombres, apariencias y pasados cambiados, estaba protagonizado por personajes adquiridos por esa compañía.
¿Y entonces? Bajo mi punto de vista, Vaughan es básicamente un escritor de seriales, formato que se ajusta a su estilo de forma natural. Para testificarlo ahí están, por ejemplo, “Y, El Último Hombre”, una historia en 60 episodios que es al tiempo extensa e íntima, que suscita cuestiones interesantes y ofrece una lectura al tiempo sencilla y emocionante. Su otra fortaleza es que claramente sabe dónde quiere ir a parar y cómo terminar la historia.
Así que teniendo en cuenta estos dos elementos (la extensión necesaria para desarrollar convenientemente una trama y el conocimiento de su final), diez episodios (y un epílogo) que totalizan 300 páginas se quedan en esta ocasión un poco cortas. El fallido despegue del cohete (que da cierta impresión de “¿tanto para esto?”) ilustra lo que puede considerarse el “fracaso” (con las comillas bien marcadas) del proyecto, pero, sobre todo, las limitaciones del formato. Es como una película que se desarrolla con una sorprendente fluidez pero que al mismo tiempo carece de ese algo difícil de definir que la hubiera convertido en una auténtica obra maestra.
Por ejemplo, en “Y, El Último Hombre”, todas las facetas de la premisa inicial acababan explicadas, explotadas y rematadas con un gran lirismo. En “The Private Eye”, por el contrario, hay muchos elementos que quedan sin explicar debidamente (por ejemplo, cómo es posible que la prensa y la televisión hayan suplantado completamente a la policía y el FBI); ciertos puntos están poco sutilmente introducidos para explotar luego su faceta más espectacular (el cohete y su misterioso propósito); y (Atención: Spoiler) la forma en que se maneja la trama es algo decepcionante en tanto en cuanto insiste más en los esfuerzos de Deguerre por ocultar su proyecto y suprimir a aquellos que amenacen con destaparlo que en las razones que le han llevado a idearlo. ¿Por qué quiere restaurar internet y, con ello, la sociedad tal y como era antes de la explosión de la Nube? ¿Quiere enriquecerse con ello, añadirlo a su imperio mediático? ¿O tiene motivos más idealistas? ¿Es un visionario o un villano?
Vaughan no toma partido al respecto de si la sociedad estaría mejor con o sin internet y alimenta por igual ambos puntos de vista. Valga como ejemplo este diálogo entre uno de los personajes y Deguerre:
-(…) Las mareas crecientes, la hambruna, el caos… es mucho mejor mirar el mundo desde las estrechas aberturas de una máscara de Halloween que abrir los ojos a la verdad.
-¿Y tu plan brillante para arreglarlo consiste en volver a darnos internet? ¿Para convertirnos en una pandilla de retraídos narcisistas que se pasan el día masturbándose con sus propias historias?
-¿Eso es lo que os han enseñado sobre nuestro pasado? ¿Ese Cuarto Poder monolítico en el que confiáis ciegamente?
-No. Es lo que he aprendido leyendo algo que desaparecerá cuando conviertas todas las teles en un gran círculo pajillero.
-Pronto verás lo equivocada que estás. La Red unirá a las mejores mentes para derrocar dictaduras y liberar a poblaciones enteras.
O este otro:
-¿Y qué pasó luego? Pues que los científicos se volcaron a explorar el ciberespacio y se olvidaron del espacio de verdad.
-No me dirás que te has creído esos bulos. Hace décadas que desapareció internet y, en cambio, hace más de un siglo que este país no viaja a la Luna.
-Puede ser. Pero hubo más avances científicos en los cinco años que siguieron a la explosión de la Nube que en los cincuenta anteriores. Qué casualidad.
-Coches magnéticos y nanopíldoras. Eso no son avances sino distracciones para un país que prefiere esconderse detrás de una máscara a mirar la realidad a la cara.
No es que el lector necesite una respuesta a las preguntas que se plantean, pero sí hubiera sido deseable una exploración algo más profunda de ambas posturas, algo que podría haberse hecho sin disminuir la intensidad dramática de la historia. Al fin y al cabo, “The Private Eye” aborda varios de los miedos y problemáticas con los que convivimos hoy y, de hecho, lo que lo hace inquietante es lo plausible que resulta en su premisa inicial. Con los hackers exhibiendo músculo y ambición y un internet cuya seguridad está en entredicho, no hace falta mucha fantasía para imaginar un mundo que revierte a un estadio previo a la interconectividad, las redes sociales y la descarga de contenidos de la nube.
Marcos Martín realiza una labor extraordinaria insuflando vida a un mundo tan particular como el que Vaughan cocina en su mente. Libre de su contrato de exclusividad con Marvel, se vuelca en la experimentación narrativa y visual. Para empezar, para ajustarse al formato de las pantallas de ordenador y tablet que, en principio, serán el soporte de lectura, recurre a un formato de página horizontal (o 16:9 en lo que a una televisión se refiere). Esta decisión condiciona a su vez todo el montaje de página, que no va a parecerse al habitual de los comics impresos. Una apuesta holgadamente ganada porque la lectura se desenvuelve con absoluta fluidez y dinamismo sin necesidad de sacrificar figuras o fondos. Es más, Martín sabe sacar el máximo provecho del espacio horizontal para conseguir mayor profundidad en los escenarios y movimiento en las escenas de peleas o persecuciones.
Bebiendo de multitud de fuentes que van desde los diseñadores de alta costura a las estrellas del rock, Martín diseña con extraordinario detalle, diversidad y originalidad una multitud de pintorescos personajes que pueblan las calles de ese Los Ángeles del futuro. El urbanismo, los edificios, el interior de los apartamentos… mezclan diseños clásicos y modernos para reinventar la actual metrópolis californiana como una urbe ecológica y futurista. Absolutamente fundamental en el brillante resultado final es la participación de la colorista Muntsa Vicente (que también es la esposa de Martín), que opta por alejarse de las trilladas influencias de distopías futuristas cinematográficas (“Blade Runner”, “Brazil”, “Matrix”) aplicando una paleta de colores alegre pero no chirriante.
“The Private Eye” es un comic cuya lectura sin duda puedo recomendar, pero al que hay que reconocer que le pesa aquello que precisamente llevó a sus autores a realizarlo: la experimentación. Experimentación con la economía de los comics, con el formato de publicación, con la paciencia de los lectores… Una vez que el experimento ha terminado y ha sido imitado por otros, ese matiz diferencial pierde su originalidad. Con todo, lo que queda tras ello es un comic con el que, evidentemente, los autores se han divertido mucho, que tiene una premisa fascinante –su desarrollo, como he dicho, no está a la misma altura-, un ritmo intenso que compele a pasar página tras página y unas excelentes ilustraciones.
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