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En el nº 219 y durante cinco episodios, Kubert adapta la segunda novela de la serie, “El Regreso de Tarzán” (1913). Es una aventura bastante inusual que arranca con Tarzán en París, tratando de adaptarse a la vida del hombre civilizado. Ha renunciado a sus derechos nobiliarios y patrimonio en favor de su primo, William Cecil Clayton quien, además, va a casarse, como dije, con Jane Porter. Una noche, su galantería natural le lleva a acudir en auxilio de una mujer sólo para encontrarse con una emboscada que más tarde averiguará es obra de un espía ruso, Nikolas Rokoff y su secuaz, Paulvitch.
La razón del odio que le profesa el ruso a Tarzán es que éste destapó sus planes de chantajear a un diplomático francés, el conde De Coude. Ese será el arranque de una peripecia que, como en la mejor tradición pulp, está repleta de giros, aventuras, desafíos, peligros mortales y entornos exóticos. Las intrigas de Rokoff para incriminar con evidencias falsas a Tarzán en un adulterio se encuentran con la contundente forma que éste tiene de solucionar sus problemas y que poco tiene que ver con los usos y costumbres del hombre civilizado.
Al recibir noticias del próximo enlace matrimonial de Jane y William, Tarzán busca algo de acción con la que aliviar su tormento emocional y acepta viajar a Argelia como agente encubierto del agradecido conde y con la misión de descubrir a un traidor que opera en las tropas acantonadas en la turbulenta colonia. En este segmento, titulado “Furia en el Desierto”, irán sucediéndose enfrentamientos con agentes provocadores árabes, esclavas bailarinas, jeques, emboscadas insidiosas organizadas por Rokoff… Con su misión ya cumplida, Tarzán es enviado a Ciudad del Cabo, pero en la travesía, además de conocer a una amiga de Jane que le cuenta que ella nunca le ha olvidado, se entera de que Rokoff está también abordo. La historia sigue dando muchos giros y en los episodios “Vuelta a las Raíces” y “El Abismo Letal” vemos a Tarzan sobreviviendo a un intento de asesinato, convertido en líder de la tribu de los Waziri y viajando a un reino perdido, “La Ciudad de Oro”, habitada por unos humanoides degenerados dirigidos por una hermosa reina de piel blanca, La, descendiente de una colonia Atlántida, Opar. Aun quedan más aventuras antes de que, con William muerto, Jane y Tarzán puedan por fin acabar juntos –casados, claro. No se puede prescindir de la decencia cristiana ni siquiera en la salvaje jungla-.
El número 224 es una especie de epílogo de la intensa aventura anterior, escrito por Kubert y en el que Tarzán recata a una hermosa joven –blanca- del ataque de unos monos y descubre que es una mensajera de La, cuya vida corre peligro por los ardides y conspiraciones tejidos por el sumo sacerdote de la Ciudad de Oro. El 225 es otra historia original, “La Bestia de la Luna”, en la que Tarzán es capturado por unos nativos acusado del brutal asesinato de una madre y su hijo. Kubert sólo realizó la portada del 226, de nuevo agobiado por las fechas de entrega y sus múltiples responsabilidades. El interior se rellenó con la reedición de las planchas dominicales que, entre noviembre de 1970 y febrero de 1971, volvían a contar el origen de Tarzán, dibujadas por el gran Russ Manning.
Kubert estuvo de vuelta en el número 227, “La Jungla Helada”, para sacar a Tarzán de su entorno habitual. Un joven de la tribu Tulum ha de ascender a la cima de una montaña como rito de madurez. A la misma zona y por la misma razón acudirá el mimado americano J.Pellington Stone, decidido a impresionar a su padre cazando un legendario mono de las nieves. Previendo una tragedia, Tarzán sigue a los dos inexpertos jóvenes para protegerlos.
En el 228, “Juicio de Sangre”, tras matar a un gran tigre dientes de sable en una lucha cuerpo a cuerpo en una región inexplorada, Tarzán es hecho prisionero por unos pigmeos para ofrecerlo como sacrificio a un gran reptil que lleva aterrorizándolos desde hace años. El Señor de la Jungla derrota al monstruo y enseña a los líderes tribales una lección de valor. En el 229, “El Juego”, otra reina sádica –y, en esta ocasión, además, albina-, Zorina, pretende utilizar a Tarzán para matar a su pretendiente y conquistar otros reinos vecinos.
En el número 230 (abril-mayo 1974), la colección se transformó en bimensual y amplió su extensión hasta las cien páginas, combinando material nuevo con reediciones de historias de otros personajes, bien creados por Edgar Rice Burroughs (Carson de Venus, Korak –el hijo de Tarzán-), bien procedentes del vasto catálogo de DC que temáticamente tuvieran cabida en una revista de aventuras selváticas (Congo Bill, Jungle Detective), dibujados por Alex Niño o Russ Heath. En ese primer número de la nueva etapa y firmado por Kubert, encontramos una historia corta en la que Tarzán salva a un cervatillo del ataque de una leona (un comportamiento absurdo por parte de alguien que se supone comprende y se integra en la dinámica de la selva); y también dibujada por Kubert, una historia protagonizada por Korak escrita por Robert Kanigher y entintada por Russ Heath. Es una aventura intrascendente pero que pone de manifiesto el gran nivel gráfico al que podría haber llegado la serie de haber permitido Kubert que sus lápices fueran entintados por artistas del talento de Heath. El trabajo de fondos, la iluminación, los detalles y el acabado de las figuras son muy superiores a lo que un Kubert a menudo perseguido por las fechas de entrega podía realizar.
En el 231, Kubert acomete la adaptación de otra novela de Burroughs, quizá la más extraña de toda la serie: “Tarzán y el Hombre León” (1934). La historia comienza con un equipo de rodaje que está trabajando en lo más profundo de la selva. La película en la que se hallan inmersos trata sobre un hombre blanco criado por animales que se convierte en señor de toda la región. La cadena de coincidencias se zambulle en lo inverosímil cuando resulta que el actor principal, Stanley Obroski, es un sosias de Tarzán… lo cual explica por qué es secuestrado por unos salvajes que quieren torturarlo hasta morir.
Mientras Tarzán acude al rescate, la extra Rhonda Terry y la estrella principal, Naomi Madison, son raptadas por una banda de árabes encabezados por El Ghrennem, convencidos de que el mapa del tesoro que están utilizando como atrezzo del rodaje, es auténtico y exigen a las mujeres que les guíen hasta un supuesto valle repleto de diamantes. Cuando Tarzán, tras haber dejado a Obroski al cuidado de terceros, encuentra al resto del equipo de filmación, éstos le confunden con el actor antes de que parta de nuevo para rescatar a las mujeres. Éstas, sin embargo, han conseguido escapar, aunque Rhonda vuelve a caer prisionera, en esta ocasión de unas criaturas imposibles: unos monos inteligentes que hablan un perfecto inglés isabelino. No contaré más de esta trama enloquecida que transcurre a un ritmo tan rápido que casi consigue ocultar sus inconsistencias e inverosimilitudes.
Kubert terminó su andadura en la colección con el número 235 (febrero-marzo 75), “La Planta Mágica”, en el que el héroe salva a una pareja de hermanos de los restos de un avión accidentado, urgiéndole a continuación a que les ayude a encontrar una flor legendaria que podría curar la enfermedad de él. A pesar de que hay algo sospechoso en ellos, Tarzán les conduce al valle primigenio donde crece esa planta, solo para verse traicionado por la pareja.
El Tarzán de Joe Kubert recibió en su momento y desde entonces abundantes elogios tanto de la crítica como de los fans del personaje, encantados con sus fuertes trazos, el salvajismo de las peleas y la fidelidad al espíritu del personaje. Pero a pesar de ello, el éxito comercial no estuvo a la altura de lo esperado y merecido. Las ventas nunca superaron una media de 225.000 copias por episodio, es decir, el mismo nivel que Gold Key había conseguido previamente y que ya era el más bajo registrado por el personaje. En la última etapa de Kubert, en 1975, las ventas cayeron a 145.000 copias.
La colección continuaría su andadura, ya sin Kubert, hasta el número 258, con fecha de portada febrero de 1977. Pero a la vista de los decepcionantes resultados comerciales (especialmente en el mercado extranjero, que eran los principales compradores de ese material y cuyo público gustaba de aproximaciones más clásicas que la de Kubert, como las de Hogarth o Manning) no es de extrañar que los propietarios de los derechos trataran de buscar pastos más verdes, cediéndoselos durante dos años a Marvel (donde lo dibujaría un John Buscema poco inspirado), a Malibú y, finalmente y en tiempos actuales, a Dark Horse.
Como puede imaginar el lector interesado a tenor de las breves sinopsis que he ido presentando, estas historias de Tarzán son herederas directas del estilo pulp de principios de siglo, con todos sus defectos y virtudes. Las narraciones cortas son sencillas, repetitivas –siempre aparecía, por ejemplo, el combate de Tarzán con algún animal- y con un ritmo trepidante. Las adaptaciones de las novelas, siendo como eran fieles al material original, consistían en una sucesión de aventuras implausibles pero entretenidas, en las que primaba la acción sobre la caracterización, abundando los tópicos propios del pulp de aventuras: el noble salvaje hijo de la selva frente al corrupto villano hijo de la civilización; el hombre blanco que domina bestias y nativos –negros, claro-; los reinos perdidos dirigidos por malvadas y seductoras reinas; exploradores y cazadores que irrumpen en la selva trayendo con ellos el odio o la codicia; damiselas en peligro; bestias antediluvianas… Las mujeres son siempre hermosas y el héroe es invariablemente poderoso, valiente y justo, poseedor de una especie de sabiduría primitiva y básica pero adaptable a todas las situaciones.
En las historias que escribió Kubert, además, se filtran algunas gotas de espada y brujería, algo nada extraño habida cuenta de que Conan –otro personaje pulp aunque de un género diferente- ya era un éxito en la Marvel de la época gracias a la pluma de Roy Thomas y el lápiz de Barry Windsor-Smith.
Y conviene recordar que Burroughs fue un escritor autodidacta que empezó a escribir en una etapa relativamente tardía de su vida. Aunque sí muy prolifíco, nunca fue un gran escritor y pese a crear personajes y entornos memorables, lo cierto es que repetía los mismos esquemas y situaciones una y otra vez, ya fuera para John Carter de Marte, Pellucidar, Carson de Venus o Tarzán.
Más de cien años después de que este tipo de literatura llegara a su cúlmen de popularidad, lo cierto es que se le notan los años. O bien se es un decidido aficionado a este tipo de aventuras o bien se necesitará cierto esfuerzo para sumergirse en su espíritu y dejarse llevar olvidando lo que solemos exigir a los guiones modernos. Y puede que este fuera ya el problema en su momento, cuando los lectores, entusiasmados por la nueva madurez que estaban experimentando los comic-books, no respondieron favorablemente a un género clásico como el de aventuras selváticas que muchos consideraban material propio de sus padres.
Quizá leído hoy el Tarzán de Kubert, aislado del contexto que le rodeó, no permita comprender fácilmente el importante giro que supuso para la trayectoria del personaje. Dejando al margen las historias, su grafismo había estado marcado durante casi una década por el trazo limpio y elegante de autores como Doug Wildey o Russ Manning. El de Kubert era un estilo tan personal como el de los anteriores, pero con mucha más energía y un lenguaje narrativo más moderno y natural que se traducía en composiciones de página mas dinámicas. Incluso el equilibrio texto-imagen era más ligero, atreviéndose a prescindir de las palabras en momentos en los que éstas no eran necesarias –lo cual no significa que a menudo cayera también en la sobreutilización de textos de apoyo que explicaban lo que ya puede apreciarse en la viñeta, algo común en los tebeos de la época-.
Así, tenemos el frecuente uso de viñetas verticales con las que representar la altura de los árboles de la selva; el uso de dobles página-viñeta de apertura, que, además del título, podían contener una o más viñetas de menor tamaño; una narrativa ágil que alternaba planos generales con primeros planos o contrapicados y con la que podía comprimir y sintetizar la a menudo innecesariamente prolija prosa de una novela de Burroughs en cuatro comics de 24 páginas, mejorando además el original al eliminar elementos que el tiempo no había tratado bien, como los toscos –y a veces racistas- alivios cómicos; o introduciendo subtextos más modernos relacionados con la tolerancia, la convivencia pacífica o el ecologismo. El propio Tarzán tiene un aspecto más actual y humano: atlético, de miembros largos y flexibles y expresión a menudo taciturna. Los animales, por su parte, están muy bien dibujados y transmiten auténtica vida.
El aspecto más flojo del dibujo de estos comics –siempre según mi opinión- son los fondos. Los comics de género exigen del artista no sólo ser un buen narrador sino un eficaz diseñador. Si no se es capaz de reproducir entornos urbanos realistas en los tebeos de acción, crear tecnología futurista en los de ciencia ficción o mundos verosímiles en los de fantasía, el creador deberá trabajar el doble para que sus personajes y argumentos resulten creíbles. El caso de Tarzán es complejo porque, aunque no requiere del dibujante estar continuamente imaginando arquitecturas o gadgets, sí pide una recreación atmosférica del entorno selvático que, además, no consista en imágenes repetitivas de follaje genérico.
Y, de nuevo en mi opinión, este es el punto débil de estos comics. Ya apunté al principio que Kubert se había escudado diciendo que prefirió no imitar el barroquismo de Hogarth y optar por el mismo recurso que había utilizado en Sargento Rock: minimizar los fondos para dirigir el ojo del lector al corazón dramático de cada viñeta, que normalmente eran los personajes y sus emociones. El entorno físico, por tanto, no era más que envoltura, un recuadro genérico o abstracto. Personalmente, encuentro que uno de los atractivos de estos comics selváticos es la atmósfera que proporciona el entorno y aunque Kubert utiliza con acierto el color para mostrar diferentes momentos del día, por ejemplo, lo cierto es que se queda corto. Muchas viñetas en planos generales o de transición entre escenas, donde convendría presentar la localización con mayor grado de detalle, son prácticamente bocetos. No descarto tampoco que una razón para esto –menos presentable, claro, que el argumento de la propuesta minimalista-, sean las prisas con las que Kubert tuvo que trabajar (recordemos que, además de editar otros títulos de DC, escribía, dibujaba, entintaba, rotulaba y supervisaba el color de Tarzán) y que, ya lo he dicho, le obligó a recurrir a trucos, atajos y colaboración de amigos.
Sea como sea, el Tarzán de Kubert es una de las versiones más fieles que ha tenido el personaje en cualquier medio. Kubert siempre se mantuvo respetuoso con el material original, lo que no le impidió entender la necesidad de recortar y adaptar lo que era necesario para llevar a un medio esencialmente visual y del último tercio del siglo XX lo que era una obra literaria hija del siglo XIX. Unos comics, en definitiva, que pueden recomendarse tanto a los fans del personaje y las aventuras pulp, como a los admiradores de Kubert o, simplemente y habida cuenta de la maestría de éste, quien quiera aprender cómo narrar visualmente una historia.
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