(Viene de la entrada anterior)
Los dibujos de Watterson –que, recordemos, no recibió educación artística formal- parecen hechos como si no costaran esfuerzo alguno. La síntesis de la línea, la expresividad de los personajes, el movimiento no sólo de las figuras sino de los objetos, los viajes mentales de Calvin… son sencillamente perfectos y nunca reiterativos.
Watterson siempre fue un gran admirador de los comics de prensa de comienzos del siglo XX, publicados en los periódicos a gran formato y cuyos autores disfrutaban de una gran libertad. Esto produjo obras memorables con un arte maravilloso, así como frecuentes experimentos estéticos y narrativos que encandilaban a los lectores de entonces y de ahora. Watterson trató de recuperar esa tradición en sus páginas dominicales a color. Como había hecho Winsor McCay en “Little Nemo”, las secuencias oníricas o fantásticas de “Calvin y Hobbes” no sólo son estéticamente bellas, sino que le brindaban al autor la oportunidad de hacer cosas diferentes de vez en cuando, como romper con el estilo habitual de la serie o introducir temas o géneros inesperados, ya fuera la ciencia ficción, el terror, la aventura exótica, los superhéroes, las historias detectivescas o el culebrón realista. Para hacer convincentes estas desviaciones, Watterson estudiaba otros comics para imitar su estilo gráfico; o si había que dibujar dinosaurios, por ejemplo, revisaba libros de paleontología para asegurarse de no fallar en los detalles. Incluso cuando los personajes se limitaban a conversar, trataba de hacer la escena visualmente interesante, situándolos en un carrito o un trineo lanzados a toda velocidad mientras discutían de algo profundo, jugando así con los planos y la cinética.
Las tiras diarias eran autoconclusivas, aunque solían desarrollar algún tema o hilo narrativo durante varias entregas. Otras veces, retomaban y reformulaban situaciones tratadas anteriormente, pero Watterson siempre procuró evitar la rutina, alternando gags visuales con otros absurdos o incluso intelectuales. A veces, incluso, prescindía de las palabras. Como ya he dicho, tocaba también temas para nada divertidos. En una tira, Calvin y Hobbes descubren el cadáver de un pajarito en la nieve y discuten sobre la vida y la muerte; en otra, sus padres descubren que su casa ha sido asaltada y saqueada. Uno de los episodios más conocidos y memorables muestra a Calvin pidiéndole a su padre que salga con él a jugar; él le dice que no, que está trabajando. Pero después de un rato, se da cuenta de lo que es realmente importante y sale para pasar un buen rato con su hijo, terminando el trabajo más tarde. Calvin se lo agradece dándole un beso de buenas noches. Momentos como ese tienen una poesía y humanidad rara vez vistas en los comics de prensa, en general más proclives al cinismo.
Muchos lectores han mencionado elogiosamente esa atmósfera nostálgica que envuelve la serie y que remite a los recuerdos infantiles del propio Watterson. Como Calvin, vivió de niño en una pequeña ciudad rodeada de naturaleza en la que jugar; basó el padre de Calvin en el suyo propio, al que también gustaba ir de camping aun cuando el resto de la familia no compartía en absoluto su pasión. Muchas de las actividades y juegos que realiza Calvin están maravillosamente evocados, como tener una casa de madera en un árbol, tirar globos rellenos de agua, divertirse con cajas de cartón imaginando que son vehículos extraordinarios, leer comics, ver los dibujos animados de la televisión, montar en trineo, fundar clubes secretos o hacer muñecos de nieve.
Es más, aunque la tira está ambientada en la actualidad (o, al menos la de entonces), tiene cierto aire retro. En casa de Calvin todavía hay un teléfono de rosca, un aparato de televisión con botones y ruedas y se niegan a tener conexión a Internet, todo ello ya bastante pasado de moda cuando se publicó la tira. Es precisamente esa combinación de pasado y presente lo que le otorga a la tira su atemporalidad.
Pero ojo, ello no quiere decir que se caiga en un romanticismo idealizado, ni mucho menos. Calvin odia intensamente la escuela y a menudo sufre abusos del matón local; sus padres, a diferencia de otros progenitores de los comics con niño, pueden mostrarse desproporcionadamente frustrados, furiosos e incluso mezquinos. Se abordan, ya lo reiterado, temas adultos y, sin perder el tono amable, se lanzan no pocas críticas a fenómenos, colectivos e instituciones tan diversos como el mundo académico, la programación televisiva, los comics de superhéroes, la mediocridad de los contenidos culturales, la apatía social, los cazadores y el consumismo.
Y hablando de consumismo, éste siempre ha sido un caballo de batalla para Watterson, un influjo al que se ha resistido durante toda su carrera. Quería que sus comics se publicaran de la mejor manera posible y con el mayor respeto hacia su arte. Por desgracia, le tocó vivir en una época en la que los intereses económicos eran más importantes que cualquier otra cosa y los periódicos trataban a los comics que publicaban en sus páginas con bastante poca consideración. Si necesitaban más espacio, simplemente arrinconaban las tiras, reduciendo el tamaño de las viñetas tanto que a veces era imposible leerlas o captar el detalle de sus dibujos. Para horror de Watterson, algunos editores recortaron sin contemplaciones las dos viñetas superiores de sus planchas dominicales porque normalmente eran imágenes sin diálogo. Para contrarrestar semejante atropello, colocó globos de diálogo también en esas viñetas o cambió su disposición de tal forma que resultaba imposible retirarlas sin desbaratar la narrativa global. Aun así, sus magníficos dibujos perdían su efecto en muchos periódicos al ser impresos en un tamaño minúsculo.
En la misma línea, Watterson rechazó de plano el lanzamiento de cualquier merchandising relacionado con su tira. La mayoría de los dibujantes, especialmente en los Estados Unidos, no hubieran sido capaces de resistirse a las ofertas que recibió Watterson. Pero para él, una sobreexposición constante de sus personajes en productos heterogéneos convertiría su obra en algo banal y mediocre. En 1989, durante una conferencia en la Universidad de Ohio, dejó claro su punto de vista: “Mi tira trata sobre realidades privadas, la magia de la imaginación y lo especial de ciertas amistades. ¿Quién creería en la inocencia de un niño y su tigre si se aprovecharan de su popularidad para vender chucherías infladas de precio que nadie necesita?”. Ni qué decir tiene que su discurso polarizó al público, incluyendo a sus colegas autores, que de alguna manera sintieron que Watterson les criticaba el haber licenciado sus propias creaciones.
Y Watterson no se limitó únicamente a hablar. No paró hasta que los editores accedieron a cambiar el contrato original y le devolvieron los derechos sobre su trabajo, un logro muy raro en el mundo del comic. Las estrictas regulaciones que pesaban sobre las páginas dominicales se aliviaron y los autores tuvieron más facilidades para tomarse un periodo de descanso siempre que lo necesitaran. De este modo, en 1991, Watterson se tomó nueve meses de vacaciones para descansar del estrés acumulado de varios años produciendo una tira al día.
Los aficionados siguen divididos respecto a la defensa firme de Watterson de sus principios en relación al merchandising. Algunos se sienten decepcionados por la ausencia de cualquier producto oficial (excepto dos calendarios en 1988 y 1990, una camiseta para el Museo de Arte Moderno de Nueva York y un libro educativo en 1993, todos ellos objetos tan raros que hoy están buscados por los coleccionistas). Muchos no ven qué mal habría en tener, por lo menos, un tigre de trapo como Hobbes, pero Watterson ha repetido una y otra vez que esto destruiría el misterio alrededor de la auténtica naturaleza del personaje.
Por otra parte, son muchos los que respetan a Watterson por haber mantenido a sus creaciones ajenas a la corrupción comercial. No habrá nunca una adaptación mediocre en dibujos animados, una innecesaria producción de Hollywood u otros productos que dejen un amargo sabor de boca que diluya los buenos recuerdos que dejó la lectura de sus tiras. Nadie le podrá acusar de ser un “vendido” ni habrá una reacción negativa contra su trabajo. Y no menos importante: cada vez que aparece algún producto que utiliza las imágenes de Calvin y Hobbes, todo el mundo sabe que es falso.
Y entonces, con la tira en su culmen de popularidad, Watterson decidió retirarse. Su última página apareció el 31 de diciembre de 1995. En una carta abierta a su editor y lectores, explicó las razones: “Mis intereses han cambiado (…) y creo que he hecho todo lo que he podido sometido a los límites de las fechas de entrega y el pequeño tamaño de las viñetas. Estoy ansioso por trabajar a un ritmo más reflexivo, con menos compromisos artísticos”.
Al principio y como es natural, cundió la tristeza y decepción entre los aficionados, pero con el tiempo, esa decisión no hizo sino aumentar su respeto por el autor. En un sistema en el que la mayoría de los comics de prensa se prolongan día tras día como zombis mucho tiempo después de que dejaran de ser divertidos, y con un merchandising de dimensiones absurdas en relación a los méritos objetivos de sus referentes, Watterson se atrevió a tomar una decisión inaudita.
Sorprendentemente –o no tanto si se conoce y reconoce el talento de Watterson-, “Calvin y Hobbes” no se olvidó. Mientras que otras series de comic, una vez finalizadas, se disolvían en el limbo de la memoria, la de Watterson sigue siendo hoy superventas. Los volúmenes recopilatorios de sus tiras y páginas dominicales se han vendido por decenas de millones y nuevas generaciones de lectores siguen descubriéndolas hoy. El hecho de que ello tenga lugar sin el apoyo de merchandising ni de publicidad constante –compárese con los casos de, por ejemplo, “Peanuts” o “Garfield”- dice mucho de su calidad.
Basta leer una pequeña muestra de “Calvin y Hobbes” para encontrar natural la impresionante cantidad de premios que ganó tanto en Estados Unidos como en Europa; o que las recopilaciones de sus tiras hayan sido residentes a largo plazo en la lista de best sellers del New York times; o que pasara de publicarse en 130 periódicos en 1986 a más de 2.400 en todo el mundo cuando se canceló. Fue la tira más popular y publicada de Estados Unidos tras “Peanuts”, “Garfield” y “Blondie”. En 1994, se bautizó un asteroide con el nombre Bill Watterson. Y cuando el robot Mars Pathfinder aterrizó en Marte en 1997, se puso a dos rocas los nombres de Calvin y Hobbes. Incluso una expresión que apareció en una dominical para referirse a la Teoría del Big Bang, “Horrendous Space Kablooie”, ha sido reproducida en artículos de periódico, libros y cursos universitarios.
Desde que decidiera finalizar “Calvin y Hobbes”, poco se ha sabido de Watterson. Optó por desaparecer completamente del ojo público al estilo de Masamune Shirow o Steve Ditko. Parece que dedica su tiempo a pintar y otras actividades ajenas al mundo creativo. Desde entonces, sólo ha concedido unas pocas entrevistas y nunca ha querido ser fotografiado o filmado (de hecho, sólo existe una fotografía de él y fue tomada al comienzo de su carrera profesional).
Watterson recuperó y revitalizó las virtudes de los comics de prensa clásicos en una era en la que la mayoría de los periódicos trataban de eliminarlos o reducir su espacio. Inspirado por el “Peanuts” de Charles Schulz (adultos representados como niños), “Barnaby” (un amigo al que sólo ve el protagonista), “Krazy Kat” (momentos de fantasía absurda) o el “Pogo” de Walt Kelly (juegos de palabras y comentario social), consiguió un perfecto equilibrio entre el humor bufonesco, la fantasía, la emotividad y el poso intelectual.
Sus cuidados dibujos y su narrativa muestran ambición y diversidad. Sus personajes ofrecen con naturalidad y humor agudas observaciones sobre la vida y la naturaleza humanas y algunas veces incluso prescinde del gag para centrarse en que el lector sólo piense o sienta. Tampoco tuvo miedo a la hora de abordar temas de calado, como los problemas con los niños hiperactivos, la soledad, el consumismo, la condición humana, el miedo y vacío existenciales, el bullying, los problemas medioambientales o incluso la muerte.
Es por todo ello que muchos lectores desarrollaron un fuerte lazo emocional con “Calvin y Hobbes”, al que a menudo se le ha llamado “el último gran comic de prensa”. El propio Watterson sigue siendo un ejemplo de artista capaz de mantener no sólo una alta calidad en todo lo que hacía sino el control sobre su obra. Su talento y principios le granjearon el respeto de aficionados, críticos y colegas por igual.
A pesar de ser la única serie de comics que durante menos de una década realizó ese niño grande que fue Bill Watterson, “Calvin y Hobbes” sigue tan vigente y disfrutable como desde el momento en que nació hace cerca de cuarenta años. Se la ha alabado por su sobresaliente dibujo, sus carismáticos protagonistas, los múltiples niveles de lectura, la atmósfera nostálgica de la niñez, las lecciones de vida expresadas con ingenio, su calidez y humor inteligente y, al mismo tiempo, apto para todos los públicos. Sin duda, es uno de los mejores comics de prensa de todos los tiempos, capaz de transportar a los adultos a ese glorioso mundo de transgresión subversiva, imaginación sin límites y potencial por explotar que fue –o debiera haber sido- nuestra infancia; y hacerlo, además, de una manera amable, sentida, a veces sentimental, pero nunca sensiblera.
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