11 feb 2018

1956-GIL PUPILA – Maurice Tillieux (1)


En Francia y, desde luego en su Bélgica natal, Maurice Tillieux está considerado como uno de los grandes del comic. Sin embargo, en otros países cuyos aficionados al mundo de las viñetas han sido fagocitados por los superhéroes o el manga, este autor y su mejor creación, Gil Pupila, siguen siendo mayormente unos desconocidos.


Tillieux nació en 1921 en Huy, en la provincia belga de Lieja y durante su infancia y adolescencia aprendió a amar el cine (sobre todo la comedia burlesca de Chaplin, Keaton y Lloyd) y la ficción detectivesca y criminal. Antes de cumplir la mayoría de edad, en 1936, ya consiguió ver publicados sus dibujos en la revista Le Moustique. Pero su verdadera vocación –o eso creía él entonces- era viajar y, sobre todo, el mar y se matriculó en la escuela de navegación. Alcanzó el grado de alférez de navío, pero la invasión alemana de Bélgica durante la Segunda Guerra Mundial frustró su carrera. En 1940, ya casado y con necesidades económicas, Tillieux empieza a colaborar con la aún joven revista “Spirou” gracias al padre de un amigo, redactor jefe de esa publicación. Compaginó esos encargos con ilustraciones publicitarias o técnicas y probó suerte también con la escritura de novelas policiacas que, aunque no eran de buena calidad, se vendían razonablemente bien gracias a la escasez de oferta literaria durante los años de la guerra.

En 1944, empieza a trabajar en la revista “Bimbo”, aunque no todavía como autor y cuando un año después esa editorial lanza un nuevo título, “Jeep”, Tillieux aprovecha para fusionar sus dos intereses, el dibujo y la escritura, y presenta varias historietas. No tardó en convertirse en el casi exclusivo autor de esa cabecera, firmando diversas series con seudónimo, aprendiendo sobre la marcha y empezando a flirtear con la línea clara.

En 1946, el empuje de revistas importantes como “Tintin” y “Spirou” obliga a la cancelación de otros títulos, entre ellos “Jeep”. Y Tillieux inicia entonces una larga colaboración con la revista “Héroïc-Albums”, que con un formato de fascículo semanal ofrecía relatos históricos, westerns o bélicos y para la que el dibujante adoptó un estilo con ascendiente en maestros americanos como Fred Harman o Milton Caniff. Es en este momento cuando empieza a mezclar la influencia americana y la europea, tanto en su aproximación a las historias como en su registro gráfico. Y lo hace con un personaje “Bob Bang”, en el que el estilo realista propio de
“Héroïc-Albums” se fusiona con la línea clara belga y en el que abundan las situaciones violentas. Se trata de un marino mercante propenso a atizar puñetazos y acabar de mala manera con sus oponentes. No tardaría demasiado la censura en sofocar ese tono para “proteger a los jóvenes”, pero esa visión adulta, cínica y un tanto oscura hallaría su continuación –conveniente y brillantemente suavizada- en la obra que aquí nos ocupa, Gil Pupila.

En 1949 y todavía trabajando para “Héroïc-Albums”, crea el personaje de Félix, un joven periodista con boina y gafas (lo que le ahorraba a Tillieux dibujar con detalle los ojos, algo que se le daba muy mal) que protagonizaba historias en las que se mezclaban lo policiaco, el espionaje y el terror añadiendo abundantes toques de humor. En esta serie, mientras Tillieux depuraba su dibujo y su narrativa, se dieron cita la literatura folletinesca, la tradición del detective hard-boiled americana, el naturalismo y el lirismo, una combinación que gustó mucho a los lectores y que funcionó hasta 1956, cuando la revista que la albergaba empezó a languidecer y Tillieux dio
el salto a “Spirou”, un semanario que se había convertido en referente del comic europeo junto a su competidor francés, “Tintín”. Y ello a pesar de que Charles Dupuis, su editor, nunca había sido un gran admirador de sus dibujos, favoreciendo en cambio a los pupilos de Jijé (“Jerry Spring”), Morris (“Lucky Luke”) y Franquin (“Spirou”). Fue otro pilar de la revista, Yvan Delporte, quien le daría cobijo en una efímera cabecera de la misma editorial, “Risque-Tout” hasta que, tras el cierre de esta, el 20 de septiembre de 1956, debutaba en el número 962 de “Spirou”, la que desde entonces ha pasado a ser su creación más celebrada, Gil Pupila (Gil Jourdan en su versión original).

En aquella primera aventura (en lo sucesivo citaré la fecha de inicio de publicación en revista. Los álbumes recopilatorios solían aparecer uno o dos años después de la finalización de cada historia) titulada “La Fuga de Libélula” se nos presenta por tanto al protagonista, Gilbert Pupila, un audaz detective siempre ataviado con una pajarita que, recién licenciado en Derecho y dispuesto a hacerse un nombre en la
profesión, ayuda a evadirse a Libélula, un ladrón condenado por robo de joyas. El detective está decidido a desmantelar la banda responsable del tráfico de una droga conocida como “popaína” en el país. Su plan incluye la utilización de habilidades en las que Libélula es experto.

Ya en estas primeras páginas queda claro que Pupila es un tipo duro pese a su aspecto impecable, edad indefinida y ese trazo aparentemente “infantil” con que lo dibujaba Tillieux. Es frío, inteligente, ágil, valiente y ducho -por exigencias del guión de cada historieta-, en un buen número de habilidades. Su modelo es más el Philip Marlowe de Raymond Chandler que el Tintín de Hergé, por mucho que al verlo sea este último el que nos venga a la cabeza. No tiene demasiado sentido del humor –aunque sí réplicas de lo más cáusticas-, pero estaba claro, especialmente en una revista como “Spirou”, que era necesario añadir un toque cómico a la serie. Si no podía ser el protagonista, había que buscarle un compañero.

Trabajar a la sombra de Hergé tenía por lo menos una ventaja: aprovecharse de sus innovaciones. Hicieron falta nada menos que once años antes de que aquél le diera a Tintín un compañero estable de corte humorístico, el Capitán Haddock (1941), tras las siempre puntuales intervenciones de Hernández y Fernández (1934) o la Castafiore (1938) y antes de la presentación de Tornasol (1944). En cambio, Gil Pupila fue desde su presentación una serie coral. Así, el humor, las bromas y los juegos de palabras serán la “especialidad” de Libélula, que cumple así el papel de “sidekick” gracioso con el que el héroe principal pueda interactuar y el lector identificarse. Aunque interviene de forma más esporádica, en el equipo también entra la joven secretaria de Pupila, Cerecita, cuyo aspecto no es particularmente glamouroso pero que a cambio rezuma eficiencia, decisión, carácter, testarudez y sentido común.

El reparto fijo lo completa el inspector Corrusco, un policía que a primera vista parece
inspirado por los Hernandez y Fernández de Tintín: sombrero, traje negro, mostacho (en este caso pelirrojo) y bastón. A diferencia de aquéllos, sin embargo, es un policía razonablemente competente que, aunque al principio se presenta como torpe, gruñón, gafe e incluso bufonesco (sus intentos por arrestar a Libélula y Pupila por evasión y complicidad son continuamente frustrados por éstos) y de aspecto fúnebre, en futuros casos pasará a convertirse en un valioso aliado no exento de dotes profesionales si bien sus éxitos no se deban tanto a su veteranía como a la inteligencia y ayuda de Pupila.

La segunda aventura, “Arte y Popaína” (1957), continúa la peripecia anterior, con los dos protagonistas todavía fugitivos de la justicia y tratando de infiltrarse en la mansión de un playboy y coleccionista de arte donde se centraliza el nefasto tráfico de popaína. Al término del álbum, Pupila tiene a bien concederle a Corrusco el mérito de los arrestos de los criminales, sobreentendiéndose que el policía les librará de los cargos pendientes sobre ellos. Hay otros dos puntos interesantes a destacar en este díptico de apertura. En primer lugar, resulta innovador
que el héroe nominal no se mueva por puro altruismo, como era el caso de Tintín o Spirou. Su intención es establecerse como detective y en esta autoimpuesta misión llega a gastarse todos sus ahorros, quedando en una posición económica delicada. Gil Pupila, por tanto, no vive en un mundo ideal, sino en uno muy real en el que, por ejemplo, sus negocios pasarán más de una vez por apuros financieros, una idea novedosa que no se veía nunca en Tintín o Spirou. Y, en segundo lugar, es curioso que en “Arte y Popaína” Pupila y Libélula no hagan su aparición hasta la plancha decimotercera, siendo la auténtica protagonista de toda la primera parte la avispada Cerecita.

Y por cierto, que a pesar de utilizar un evidente eufemismo para la droga del argumento, Tillieux no consiguió burlar la vigilancia de la censura francesa, que puso pegas a la hora de publicar el álbum en ese país. En su ignorancia, no sólo creían que la popaína era un auténtico estupefaciente, sino que consideraban poco adecuado para las influenciables mentes juveniles el caricaturesco retrato que de la policía se hacía en la persona del inspector Corrusco. Tillieux, no obstante, consiguió convencerles tanto de que esa droga era ficticia como de la larga tradición cómica a la que estaría adscrita la figura del típico gendarme torpe.

He mencionado ya un par de veces a Tintín y Hergé. La influencia de ambos es natural dada su
popularidad y omnipresencia en el comic francobelga, pero Tillieux coge la línea clara de su colega y antecesor y la ensucia. Mientras que el mundo de Tintín es limpio y global, el de Pupila es mugriento, generalmente más limitado geográficamente y poblado de individuos mediocres con motivaciones mezquinas. Pupila es educado y honesto, pero tiene unas maneras, actitud y humor cortantes que le alejan del amable Tintín y le equiparan a detectives de la tradición hard-boiled americana. Las historias del periodista del tupé eran lineales y directas, puntuadas por gags humorísticos. Pero para Tillieux los gags tienen consecuencias y lo que parece inicialmente una broma puede acabar siendo un importante segmento de la trama. Tillieux, en definitiva, tomaba estereotipos consolidados del comic francobelga y les daba una vuelta de tuerca hacia el mundo adulto.

Pueden encontrarse otros puntos de contacto entre ambos personajes, como que nunca se desvele nada acerca de su pasado o su vida privada; y otros quizá menos satisfactorios como su presentación del tema racial. Aunque nunca llegó a los extremos de los peores momentos de Tintín, Tillieux se inclina por la caricaturización de tópicos raciales. Por ejemplo, “Festival sobre 4 ruedas”, se abre con un choque de coches en el que un espectador afirma que los involucrados estaban “tan borrachos como polacos” (la traducción al español arruina completamente el “gag” al traducirlo, quizá por corrección política, como “Iban borrachos como cubas”), a lo que un hombretón junto a él replica: “Me llamo Sfrkvsrscky. ¡Repita eso otra vez!”. Tillieux parece estar simultáneamente condenando la frase racista del peatón y cayendo en el estereotipo. No obstante, hay que decir que ello no quiere decir necesariamente que el autor tuviera prejuicios. Este tipo de bromas eran muy comunes en los comics de la época y Tillieux ni cae en ningún momento en la demagogia ni trasluce signo alguno de radicalismo o siquiera mensajes políticos.

Tillieux se revela desde el principio de la serie como un consumado humorista gráfico. Sin
olvidar en ningún momento la intriga policiaca, introduce abundantes ramalazos cómicos que equilibran perfectamente lo burlesco, la inteligencia y la acción, sobre todo a través de los diálogos. Hay gags bufos puramente visuales, claro, pero también verbales, destacando en este sentido Libélula, un auténtico torpe a la hora de hacer juegos de palabras y contar chistes malos. Tillieux, de alguna manera, consigue exprimir humor de algo tan poco gracioso como alguien que trata de hacérselo sin serlo. Sus diálogos son punzantes, socarrones y maduros, lo que –además de las tramas- distanciaba a la serie del tono infantil de muchas otras series publicadas por “Spirou” en aquel tiempo.

Como ya había hecho Hergé, redibujando y adaptando a los nuevos tiempos y a su estilo más depurado sus antiguos álbumes de Tintín, Tillleux no duda en reciclar viejos guiones propios, modernizándolos y refinándolos en esta etapa ya madura de su carrera –sin que el editor fuera consciente de semejante autoplagio-. Es lo que pasa con una aventura de su personaje anterior, Félix, titulada “Tráfico de Cocos” (1949), cuyo argumento general y algunas escenas son reciclados para “Arte y Popaína”; o “Paralelo 22”
(1950), del que toma páginas enteras para “El Chino de las Dos Ruedas”. Y es que, en muchos aspectos, Gil Pupila es una versión remozada y perfeccionada de ese Félix. El triángulo Pupila-Libélula-Corrusco es una traslación de la que formaban Félix, Allume-Gaz y Cabarez en la serie del primero; y los físicos y personalidades de varios personajes son muy parecidos. El propio Tillieux admitió que él hubiera querido continuar con la serie de Félix, pero que al cambiar de editor se vio obligado a efectuar cambios, siendo éstos como digo más estéticos que fundamentales.

El trazo semirrealista de Tillieux (que, como he apuntado, fusionaba las influencias de maestros americanos con la legibilidad y línea clara de los europeos), resulta ideal para representar la atmósfera cotidiana en la que se desenvuelven los casos de Pupila. Las figuras están plasmadas con un suave estilo caricaturesco, pero los fondos, los edificios, las calles, las tiendas, los anuncios publicitarios, las habitaciones, los automóviles, los solares, la gran ciudad y la pequeña localidad de provincias… todo desprende un aire de realismo, de verosimilitud, de cercanía, de calor humano mucho más allá del frío estilismo o el esquematismo humorístico. Su particular
universo, a pesar de estar poblado de asesinos, traficantes, ladrones y estafadores, irradia un indudable halo poético. Tillieux sabía cómo construir atmósferas de misterio utilizando las sombras y los decorados. Le gustaban las calles oscuras y con basura, los bares de luz mortecina donde se fumaba y bebía, las escenas nocturnas y los sujetos sórdidos (sin ir demasiado lejos, claro: Como he dicho, su patrón era el editor de “Spirou”) y las casas desordenadas y en mal estado. Hasta cierto punto, su París anticipa lo que años más tarde hará Jacques Tardi con las novelas policiacas de Leo Malet.

Por si no fuera poco con ser un gran dibujante de figuras y ambiente y un afilado humorista, Tillieux también destacó como narrador. Varias de sus mejores escenas de suspense carecen de diálogos, descansando exclusivamente en la capacidad de Tillieux para narrar mediante imágenes. Igualmente sobresalientes son sus escenas de acción, especialmente aquellas que incluían automóviles, una de sus grandes pasiones. Le encantaban la mecánica y los coches y éstos siempre jugarán un papel muy importante en sus historias.



(Finaliza en la siguiente entrada)

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