15 ene 2015
1972- KAMANDI - Jack Kirby
Kirby fue siempre un artista orientado a la acción y dotado de una potente imaginación a la hora de imaginar personajes de talla épica. Pero por mucho que les duela a sus más fervientes admiradores, su capacidad como guionista jamás estuvo a la altura de su talento como dibujante. El culmen de su carrera fue la etapa en la que colaboró con Stan Lee, sobre todo en los Cuatro Fantásticos. Su desbordante imaginación era canalizada, organizada y, sobre todo, humanizada, por Lee.
La brillantez del tándem empezó a decaer cuando a finales de los sesenta, Stan Lee, cada vez más ocupado con las tareas editoriales y de representación de Marvel, empezó a desvincularse de la escritura de esa colección. Los guiones de la misma, entonces ya elaborados por Kirby prácticamente en solitario, se convirtieron en un reiterativo desfile de robots, androides y monstruos genéricos, sin dirección definida ni tratamiento de personajes.
En 1970, Kirby, harto de trabajar como una mula para Marvel y resentido por no haber obtenido el reconocimiento –y su correspondiente reflejo económico- que él creía merecer, aceptó la oferta de trabajo de Carmine Infantino, a la sazón editor de DC Comics. Su prestigio le permitió fijar sus propias condiciones de trabajo; condiciones que se podían resumir en una sola: libertad absoluta. Ello incluía no tener que responder ante ningún editor que le marcara directrices o realizara correcciones sobre su trabajo. Lo que su orgullo no le dejó reconocer es que en realidad sí necesitaba un editor.
Pero vayamos por partes. Tras dos años en DC, el gran proyecto de Kirby, las cuatro colecciones que componían el llamado Cuarto Mundo, se hundía. Los lectores no habían apoyado la visión de Kirby y la falta de ventas iba cancelando una tras otra sus series. Ante el decreciente volumen de trabajo en la mesa del autor, Infantino le sugirió la creación de una nueva serie. El editor había intentado sin éxito conseguir los derechos de adaptación al comic de “El Planeta de los Simios” (1968). Sin darse por vencido, propuso a Kirby que presentara algo parecido pero lo suficientemente diferente como para evitar una demanda por plagio.
Y así, en noviembre de 1972, aparece el número uno de “Kamandi: The Last Boy on Earth”. Su portada nos mostraba a un muchacho rubio en taparrabos navegando por un mar del que sobresalían los restos inclinados y cubiertos de óxido de la inconfundible Estatua de la Libertad. Estaba clara la intención de capitalizar el éxito de la franquicia cinematográfica de “El Planeta de los Simios”, que aquel año estrenaba su tercera película, “Rebelión en el Planeta de los Simios”.
Kamandi era el último ser humano inteligente. Fue criado y educado por su abuelo en un búnker que resistió la destrucción del Gran Desastre, permaneciendo a salvo de la radiación que, sin saberlo él, había transformado completamente el mundo exterior. Su educación había consistido en el estudio de viejas cintas y microfilms, por lo que sus conocimientos del mundo humano ya no le sirven de nada cuando, tras quedarse solo y al descubierto tras la destrucción de las instalaciones donde vivía, se ve obligado a salir al exterior. Descubre entonces no solamente que la civilización humana que él había estudiado ha desaparecido por completo, sino que sus congéneres han sufrido una regresión que les ha transformado en poco más que animales incapaces de hablar ni pensar de forma inteligente. El lugar de especie dominante del planeta es ahora compartido por toda una serie de especies de animales superiores (simios, tigres, leones, leopardos, delfines…), que han evolucionado hasta alcanzar no sólo forma humanoide, sino una mente a su nivel. Otras criaturas mutadas de forma grotesca no son sino monstruos que puntean un territorio que ya se parece muy poco al de la Norteamérica del siglo XX.
A ojos de esos nuevos seres inteligentes, Kamandi no es sino un animal, algo más desarrollado, sí, pero una criatura inferior al fin y al cabo. Incapaz de comunicarse con unos humanos bestializados, perseguido y cazado para ser utilizado como mascota o esclavo, el héroe iniciará un interminable periplo en busca de un lugar donde establecerse en paz.
Normalmente, un buen comic tiene un atractivo gancho inicial, o un sólido argumento, o personajes complejos… algo que permita fijar la historia en la memoria y no olvidarla jamás. Por desgracia, “Kamandi” no tiene ninguno de esos elementos. Aparte de venir firmado por el gran Jack Kirby, no podemos poner demasiado en el haber de esta colección. Y, sin embargo, por alguna razón, es recordado con un gran cariño por muchos aficionados y a menudo se le menciona de forma destacada cuando se analiza la historia del comic book de los setenta.
En primer lugar, la premisa de partida distaba mucho de ser original. De hecho, como ya hemos dicho, se aprovechaba descaradamente del éxito del film “El Planeta de los Simios”, estrenado cuatro años antes pero aún muy en boga gracias a su continuación en una serie de películas que hasta 1973 mantuvieron viva la moda de los monos inteligentes.
Es cierto que Kirby había presentado tiempo atrás un concepto muy similar en un comic de antologías publicado por la editorial Harvey, “Alarming Tales” nº 1 (1957). En él se incluía una historia, “El Último Enemigo”, que describía un futuro con una humanidad extinta y dominado por perros, tigres y ratas inteligentes. Kirby recuperó aquella vieja idea, la fusionó con un proyecto propio que había creado en 1956 para una tira de prensa que nunca se publicó, “Kamandi of the Caves”, y de esta forma nació el comic que ahora nos ocupa.
Pero se sigue pareciendo demasiado a “El Planeta de los Simios” y la aparición de una carcomida Estatua de la Libertad en la portada del número uno era una referencia explícita a la famosa escena final que Charlton Heston protagonizaba en la película. El protagonista es un hombre con mentalidad del siglo XX que se encuentra de forma traumática en un mundo dominado por animales, en el que deberá sobrevivir en solitario. Por si esto fuera poco, durante varios números el humano de torso desnudo es acompañado por Flor, una joven asilvestrada con poca ropa, un personaje que copiaba al de Nova en el film. En este último, el chimpancé Cornelius encarnaba la figura del científico bondadoso y de mente abierta; en el comic, ese papel lo asumía el perruno doctor Canus.
Naturalmente, todas esas poco casuales coincidencias estaban filtradas por la fértil imaginación de Jack Kirby, que añadió a la mezcla otros ingredientes de su propia cosecha. Mientras que “El Planeta de los Simios” adolecía de cierta austeridad visual, el de “Kamandi” es un mundo en tecnicolor repleto de extrañas máquinas, ciudades en ruinas, criaturas gigantes y animales humanizados de todo tipo. Tenemos simios con armas, sí, pero también murciélagos monstruosos, serpientes con brazos robóticos, leopardos pirata y tigres vestidos con armadura.
Podemos decir que “Kamandi” es “El Planeta de los Simios” corregido y aumentado. Los monótonos desiertos de la película son reemplazados en el cómic por entornos de lo más diverso, de un Washington en ruinas a junglas reminiscentes de “El Mundo Perdido”, de ciudades submarinas habitadas por delfines a laberintos de cuevas; los telépatas adoradores de misiles del film se transforman en mutantes rebeldes con corazones ciclotrónicos y los gorilas, chimpancés y orangutanes se acompañan de un desfile interminable de criaturas, desde leones a extraterrestres sin forma corpórea, de delfines inteligentes a saltamontes gigantes.
Lo que empezó como un plagio de una película de éxito, evolucionó en algo mucho mayor y más emocionante que ver a Roddy McDowell con una máscara de goma (con todos mis respetos al revolucionario trabajo del maquillador John Chambers). El problema era que el interés y la sorpresa que suscitaba el variopinto entorno en el que se movía el héroe se diluía pronto sin que Kirby supiera introducir nuevos elementos con los que variar el monolítico esquema inicial.
Es necesario decir que Kirby comenzó “Kamandi” sin demasiado interés. Lo que realmente le había motivado para trabajar en DC había sido poder desarrollar su tetralogía del Cuarto Mundo, pero ésta, como hemos dicho, había resultado ser un fracaso comercial. Decepcionado, aceptó crear y encargarse de “Kamandi” como forma de mantener el número de páginas mensual que le conservara su nivel de ingresos. Una historia ambientada en un mundo postapocalíptico y construida alrededor de la muerte y la devastación era algo totalmente opuesto a su sensibilidad. Kirby estaba decidido a que el comic no se recrearía en lo negativo, sino que exaltaría la lucha por la supervivencia. Y eso es precisamente lo que hace Kamandi: luchar, luchar, luchar…y poco más.
El protagonista es, por tanto, un personaje completamente insulso. Su papel en todos los episodios consiste en enfadarse, viajar sin rumbo y pelear con el animal, inteligente o no, de turno. Incluso desde el punto de vista estrictamente estético no tiene nada que ofrecer: viste un taparrabos y botas, sólo suele llevar encima una cartuchera y su único rasgo distintivo es la melena rubia. Incluso acogiéndonos a la corriente de “simplicidad en el diseño”, el suyo es muy soso.
Lo que le falta a Kamandi en personalidad y atractivo visual le sobra en orgullo, impaciencia y mal genio. En todos los episodios acaba metido en peleas absurdas; aunque, claro está, el mundo en el que vive parece consistir únicamente en eso. Todo el mundo se pelea con los demás y Kamandi no va a ser menos. No hay necesidad de sutilezas ni motivos de peso. Lo único que necesita es una pistola para que pueda matar a algunos de esos jodidos gorilas.
¿Qué es lo que vamos aprendiendo de él en el curso de los 40 episodios que dibujó Kirby. Poca cosa: que odia que los animales le consideren una criatura inferior y que hace falta muy poca cosa para enfadarle y que se líe a mamporros. Eso es todo.
Tampoco el entorno futurista, por muy vibrante y pintoresco que Kirby lo retrate, está mínimamente desarrollado desde el punto de vista conceptual. ¿Qué fue el Gran Desastre que acabó con la civilización humana? Nadie lo sabe. Aparentemente tuvo algo que ver la radiación. ¿Cómo evolucionó la nueva sociedad animal? ¿Qué causó la regresión de la especie humana? ¿Por qué algunos animales –caballos, insectos, búfalos…- siguen siendo lo que eran mientras que otros se han transformado en una especie de híbridos hombre-bestia inteligentes? ¿Y qué pintan todos esos mutantes y monstruos que van apareciendo de vez en cuando?
Tratándose de un comic de Kirby, la respuesta es: no pienses en ello y limítate a aceptar todas las inconsistencias y situaciones extrañas que vayas encontrando por el camino.
Una de las reglas fundamentales a la hora de escribir ficción, especialmente la modalidad futurista, es que el mundo en el que sitúas tus personajes debe tener algún tipo de lógica interna que dote de consistencia al conjunto. Tan ridícula como puede resultar “Star Wars” desde el punto de vista científico, a ningún creador de Lucasfilm se le ocurriría hacer que Yoda se transformara en Chewbacca poniéndose un anillo mágico. Simplemente, iría contra las propias reglas que se han establecido para ese universo ficticio.
“Kamandi” no sólo es la excepción que confirma la regla, sino que presume de ello. Da igual que en un momento dado el lector piense que por fin empieza a entender las cosas, al número siguiente ocurrirá algo que, surgido de la nada, pondrá todo lo anteriormente narrado patas arriba. La única regla en “Kamandi” es que no hay reglas. Cada episodio ofrece un buen puñado de ideas, criaturas y personajes de lo más extraños y a menudo incompatibles entre sí. Y, sin embargo y por algún motivo, no llegan a arruinar completamente el comic.
El principal problema es que todo ese derroche de creatividad carece de dirección alguna. Cada mes aparecía un monstruo nuevo para olvidarlo acto seguido. Los personajes eran presentados en un número y desechados al siguiente para reaparecer sin explicación satisfactoria unos episodios después. El protagonista vivía en una huida perpetua sin objetivo alguno, dejándose llevar por los acontecimientos, reaccionando a ellos y enfrentándose rutinariamente a la amenaza de turno. Los diálogos son altisonantes hasta el ridículo y los personajes apenas tienen definición más allá del estereotipo: el héroe virtuoso e irreductible, el científico despistado y bonachón, el compañero fiel, el príncipe rebelde frente a la autoridad paterna…. Son en realidad, meros peones con los que hilvanar una trama completamente centrada en las peleas, las huidas y las batallas; una trama tan alocadamente rápida que el lector no tiene tiempo para detenerse un momento y preguntarse qué está sucediendo y por qué.
La colaboración de un verdadero guionista habría conseguido dar estabilidad al reparto, perfilar sus distintas personalidades y hacerlas evolucionar a tenor de las experiencias vividas, orientar a los personajes hacia un determinado propósito, crear arcos argumentales… otorgarle a la serie, en fin, una auténtica continuidad. Catorce años después, Mark Schultz crearía “Xenozoic Tales”, otra serie sobre un planeta en el que, tras un cataclismo atómico, la naturaleza había evolucionado de forma enloquecida dejando a los humanos sumidos en un atraso tecnológico. Dejando aparte el aspecto gráfico, Schultz, a diferencia de Kirby, supo progresar desde la simplicidad de sus primeros números, haciendo crecer a los protagonistas y creando subtramas e intrigas más allá del mero espectáculo visual de ver al héroe enfrentándose contra alguna peligrosa criatura. Por el contrario, Kirby improvisaba sobre la marcha sin un fin concreto, cayendo continuamente en el autoplagio y la reiteración.
¿Estamos, entonces, ante un completo fracaso? Al menos en lo que se refiere a la primera mitad de los números realizados por Kirby, no del todo. “Kamandi” es un comic que funciona a pesar de sí mismo. Y la única razón que puede aducirse es que, incluso en sus momentos menos inspirados, Kirby seguía siendo un genio narrando historias. El lector disfrutará de escenas de acción rebosantes de energía y dinamismo y sus páginas dobles (casi siempre la 2 y 3 de cada número) siguen sorprendiendo hoy por su composición y detallismo. El autor no descansa ni un momento ni deja que el lector lo haga. Los argumentos no son más que una enloquecida carrera con constantes giros en los que no se sabe qué se sacará de la manga a continuación, tenga o no lógica respecto a lo inmediatamente precedente, ya sean leones conservacionistas del medio ambiente, hormigas gigantes armadas con lanzas o ratas que viajan a bordo de un globo aerostático.
En todo ese torbellino de ideas –no siempre afortunadas y muchas veces tan rápidamente concebidas como mal desarrolladas-, Kirby dio muestras de su capacidad para integrar en su género favorito, la ciencia ficción, guiños a la actualidad de aquel momento o a los mitos del género. El nº 7 es una especie de remake de King Kong; el nº 10 tiene como amenazas a las aberraciones biológicas creadas por científicos ambiciosos. Los números 37 y 38 presentaban a una comunidad de humanos mutantes cuya corta esperanza de vida recordaba a “La Fuga de Logan”.
Los números 12 y 13 son una crítica a la mentalidad capitalista más rapaz. En el nº 15, Kirby hace una nada sutil y muy divertida sátira al caso Watergate que conmocionó al país tan sólo meses antes; en el nº 19 el autor rinde homenaje al otro género por el que sentía un afecto especial: el de gangsters, con un Kamandi atrapado en un Chicago estilo años treinta. En otros episodios se toca el tema de los ovnis en sus diferentes modalidades (abducciones, contactos con inteligencias extraterrestres), la destrucción del medio ambiente por parte del capitalismo rampante (nº 26) o el sinsentido de la guerra (nº23).
Aunque “Kamandi” fue la serie de DC en la que Kirby mantuvo durante más tiempo un buen nivel de calidad gráfica, llegó un punto en el que empezó a evidenciarse su cansancio. Quizá ello fuera debido al desengaño que había supuesto su estancia en DC, donde no había hecho sino acumular fracaso tras fracaso; o el verse cada vez más desplazado de un medio, el comic book, que estaba registrando una rápida y amplia evolución gráfica (gracias a los Jim Steranko, Neal Adams, Craig Russell, Bernie Wrightson o Barry Smith) que hacía parecer su estilo algo anacrónico; o puede que, simplemente, se cansara de enlazar aventuras clónicas en las que se limitaba a dibujar la misma historia con mínimas variaciones.
Los quince últimos números parecen estar hechos con menos imaginación y peores ganas que los primeros; el detallismo y los barrocos diseños de vestuario y maquinaria tan característicos de su estilo empiezan a flaquear e incluso a desaparecer y el desganado entintado de D.Bruce Berry (que sustituyó al más competente Mike Royer de los primeros episodios) no sólo no contribuye a mejorar los lápices de Kirby, sino que resaltan aún más su decadencia. En el número 37 (1976), Kirby deja los guiones en manos de Gerry Conway, aunque ello no significó una mejora inmediata de los mismos y, por el contrario, sí se percibe un distanciamiento y descuido aún mayor del dibujo. El número 40 fue el último firmado por un Kirby ya deseoso de abandonar DC.
Curiosamente y pese a lo dicho, “Kamandi” fue la única serie de Kirby que sobrevivió a su marcha y, de hecho, sus cifras de ventas fueron bastante buenas, las mejores que consiguió en toda su etapa en DC Comics. Seguramente en ello influyó el tirón que en esos años estaba teniendo la ciencia ficción, uno de los géneros en los que editoriales y creadores se estaban refugiando tras la caída en la popularidad de los superhéroes. Y, dentro de la ciencia ficción, el subgénero postapocalíptico siempre tuvo un especial atractivo para los aficionados, por lo de sugerente y apto para la reflexión tenía la idea que un mundo aparentemente sólido e inmortal, pueda deshacerse hasta perderse totalmente su recuerdo.
En el siguiente año y medio, la colección caería en un poco afortunado carrusel de guionistas que impidió dar cierta coherencia o dirección: el ya mencionado Gerry Conway, Paul Levitz, Denny O´Neil, Steve Englehart, David Anthony Kraft, Elliot S.Maggin y Jack C.Harris. Este último, que tomó las riendas en el número 52, mejoró sustancialmente el concepto original de Kirby y la calidad de las historias, aunque como veremos a continuación no tendría mucho tiempo para demostrar lo que podía dar de sí. El apartado gráfico fue dejado en manos de artistas de segunda fila que tampoco ayudaron a mantener el interés de los lectores: Keith Giffen, Chic Stone, Pablo Marcos y Dick Ayers. En su última etapa compartió cabecera con otra creación fallida de Kirby: OMAC.
En 1978, DC sufrió lo que se conoció como “La Implosión”: nada menos que treinta y un títulos fueron cancelados de forma terminante, la mayor parte dejando inconclusas sus líneas argumentales. Con todo lo dicho, no puede extrañar que “Kamandi” fuera una de las víctimas de la siega. Su último número, fechado en octubre de ese año, fue el 59. En 1986, con la publicación de “Crisis en Tierras Infinitas”, la línea temporal que constituía el futuro de Kamandi era eliminada del Universo DC y el muchacho de melena rubia era reconvertido en nieto de OMAC, un despropósito sobre el que no merece la pena ahondar.
“Kamandi” es por tanto, una obra característica de Jack Kirby, para lo bueno y para lo malo. Un comic que encantará a los muchos –y no siempre objetivos- seguidores que acumula el legendario autor. Para el que sólo guste del buen comic, lo mejor es invertir el tiempo en otras obras. Y para quienes sí estén interesados en la ciencia ficción, pueden recomendarse quizá los diez primeros números. Más allá de eso, lo infantil, inverosímil y repetitivo de la premisa y una violencia continua y sin sentido empieza a superar la fascinación que uno puede sentir ante el poderoso arte del autor.
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