(Viene de la entrada anterior)
“El Arcano Negro” (1996) supone el regreso al formato de álbum autoconclusivo, aunque inserto ya en una continuidad que permite incluir personajes de historias anteriores y referencias a eventos pasados. Se trata de una aventura con una premisa clásica y ya bastante utilizada en la serie: la búsqueda de un objeto mágico de gran poder que, en malas manos, podría causar un terrible mal.
Como se había visto al cierre de la aventura anterior, “La
Tabla Esmeralda”, Perceván fue injustamente desterrado del reino y despojado de
su rango de caballero. Ahora lo encontramos vagabundeando por un país montañoso,
de afilados picos, desfiladeros, precipicios y laderas rocosas. Una noche,
pernoctando en una cueva que se abre a un promontorio sobre un lago, contempla cómo
un grupo de cinco individuos coloca a una mujer encapuchada y maniatada en una
pira flotante y, acusándola de brujería, le prenden fuego. Sin que éstos se
aperciban, Perceván la rescata y la lleva a la cueva.
Aunque resulta ser una mujer de extraordinaria belleza que
responde al nombre de Moriana, el instinto de Kervin –así como el de Guimly y
los caballos- le avisa de que hay algo malvado en ella. Ésta le suplica a
Perceván que la ayude a recuperar un objeto mágico que afirma es de su
propiedad, el Arcano Negro, que está custodiado en la fortaleza de uno de los
barones locales que la han intentado ejecutar. Perceván, que siempre ha sentido
una debilidad especial por las mujeres hermosas, se rinde a sus encantos, pero
Kervin, que está convencido de que los propósitos de Moriana son perversos,
decide no seguir a su lado y se marcha.
Claramente bajo la influencia de algún tipo de hechizo –potenciado sin duda por su propia inclinación hacia las damas atractivas que suplican su ayuda-, Perceván se comporta de una manera que no se corresponde a su perfil de caballero. Sin pararse a pensar en lo que está haciendo, se cuela en el castillo de uno de los nobles, Ivón, amenaza a su esposa en su propia alcoba y lo agrede, pero no consigue su objetivo dado que éste no se encuentra allí. Se escabulle y luego persigue furtivamente a la comitiva organizada por el barón para poner sobre aviso a quién sí custodia el Arcano.
Mientras tanto, Kervin, sumido en una depresión por haber
abandonado a su amigo, consigue refugio y comida en el castillo de otro de los
aristócratas de la conjura, Juan, y, ebrio, revela su conocimiento de Moriana y
el Arcano. Es entonces cuando se confirman sus peores temores: Perceván se
halla bajo el hechizo de una anciana bruja que se alimenta de la fuerza vital
de caballeros jóvenes y que lo está dirigiendo a su perdición, la Fragua de
Zielmar, un cubil mágico oculto en las montañas donde podrá abrir el Arcano…
(ATENCIÓN: SPOILER): Lo que parece un argumento muy tópico,
el de la mujer-vampiro que se alimenta de la voluntad y energía de hombres a
los que seduce, se resuelve con un giro menos predecible, cuando el lector
descubre que lo que en realidad la mueve es un amor enfermizo que, tras siglos
de esfuerzos por mantenerlo vivo, la ha conducido inconscientemente a la
autodestrucción. Por desgracia, hay una elipsis mal encajada en la trama en la
que, sin la suficiente explicación, Perceván vuelve rápidamente en sus cabales
tras revelarle uno de los barones la auténtica naturaleza de Moriana. ¿Bastaba algo
tan sencillo para anular el hechizo? ¿No era suficiente el mero sentido común
del protagonista para darse cuenta de que se le estaba empujando por un
derrotero bien poco virtuoso? ¿No tiene inconveniente, a continuación, en
seguirle el juego a la hechicera, sirviéndose incluso de su sexo, para
averiguar su escondite? (FIN SPOILER)
Por otra parte, aunque el último segmento del álbum, ambientado en la Fragua de Zielmar, está gráficamente bien resuelto (la magia se representa aquí de una forma muy diferente a la de álbumes anteriores pero igualmente efectiva), la historia se torna algo confusa –en cuanto a qué es y cómo funciona el Arcano y qué relación tiene con la Fragua y sus guardianes- y se solventa con demasiado apresuramiento, como si el guionista (firma en solitario Jean Léturgie tras la marcha de su colega Xavier Fauche) hubiera ideado una historia demasiado espesa para finiquitarla en sólo 48 páginas.
Como decía más arriba, se hace un esfuerzo por insertar el
álbum en una línea temporal definida para la trayectoria de los personajes.
Así, Perceván se ha convertido en un vagabundo sin señor y en el clímax resulta
clave la huella que en su espíritu dejó la posesión del mago Sharlaan en las
entregas del Ciclo de Ainock. Menos acertado es el recurso de encajar otra vez
a Balkis como salvadora de Perceván e interés romántico inalcanzable, porque
siendo la cuarta vez que desempeña el mismo papel, le resta mérito al
protagonista.
Poco que añadir a las virtudes de Luguy como dibujante. Sus viñetas siguen siendo una delicia en composición y meticulosidad de ejecución y la creación de atmósferas y paisajes, en este caso una agreste región de montaña donde los personajes se desenvuelven en neblinosos valles circundados por pedregosas montañas horadadas por cavernas, lagos, bosques, barrancos laberínticos y glaciares.
En “El Señor de las Estrellas” (1998), otra aventura
autoconclusiva, Léturgie y Luguy recuperan la ambientación desértica y parte de
los personajes de “El Arenal de El Jerada”. La historia se abre cuando un
astrónomo, el señor Hubert, contempla un extraordinario fenómeno en el cielo
nocturno: el desdoblamiento de la luna en tres medias lunas. Inmediatamente,
empieza a preparar un viaje a Arabia para contactar con un colega, Abderramán,
en cuyos pergaminos dejó constancia de un prodigio similar. Pero esa misma
noche, un misterioso individuo le secuestra y deja malherido a su sirviente.
Y es también esa noche cuando, buscando refugio de una fuerte tormenta, llegan al torreón del sabio Percevan y Kervin, solo para encontrarse con el criado moribundo y ellos mismos bajo ataque del criminal, que a punto está de acabar con ellos. Dado que el puñal que acabó con la vida del criado era de origen árabe y que, como les revela el primo del desaparecido astrónomo, le había hecho entrega de una caja llena de pergaminos de esa procedencia, Perceván y un reacio Kervin se ponen en marcha para rescatarlo.
Hubert, mientras tanto, se entera de que se encuentra en poder
de Solimán (aunque éste le engaña diciéndole que es Abderramán en persona, el
Señor de las Estrellas), el astrónomo al servicio del ambicioso sultán Aziz.
Estos dos necesitan de otra pareja de sabios para llevar a cabo un ceremonial
durante la siguiente noche de las tres lunas al término del cual se revelará a
cada uno de ellos importantes secretos del Universo.
El resto de la historia se desarrolla en esa Arabia de fantasía y localización ambigua que los autores ya habían presentado en “El Arenal de El Jerada”. Se menciona el Mediterráneo y África, lo que nos remitiría quizá a algún lugar de la costa norte de ese continente; pero la arquitectura, la vestimenta, la decoración de interiores e incluso el paisaje recuerda más a la península arábiga. Esta falta de concreción y mezcolanza de elementos geográficos e históricos, no obstante, es irrelevante. Al fin y al cabo se trata de una serie de aventuras fantásticas a la que no se le debe pedir demasiado rigor histórico.
En cualquier caso, Percevan y Kervin, necesitados de ayuda
en un país y cultura extraños, acuden a visitar a los amigos que allí hicieron
en el álbum mencionado. Contactan primero con el anciano Raduán, ya libre de su
servicio al señor Denegrafuente y bien instalado en la ciudad. Pero Saadia, la
bella joven que ayudó a Perceván a escapar en aquella aventura, ha sido
obligada a entrar en el harén del sultán Aziz. Indignado, Perceván insiste en
una infiltración nocturna en el palacio de éste, tratando así de matar dos
pájaros de un tiro: liberar a Saadia y averiguar el paradero del Señor de las
Estrellas y, por ende, de Hubert.
No revelaré más detalles de la trama, pero baste decir que
ésta, gozando de un excelente ritmo y manteniendo el interés, también adolece
de severos agujeros de guion, un problema que ya había lastrado algo la entrega
anterior, “El Arcano Negro” (y que quizá se deba al abandono de Xavier Fauche
como coguionista de la serie). Por ejemplo, no se explica el ciego interés de
Perceván por involucrarse con tanta entrega en un asunto del que conoce tan
poco; cómo es capaz de averiguar el lugar de origen de los secuestradores; por
qué Solimán necesita concretamente a Hubert para el ritual; o qué es
exactamente lo que sucede en el clímax…
Por otra parte, la serie continúa “endureciéndose” por mucho que el dibujo de Luguy siga, en general, transmitiendo esa amabilidad y ligereza juvenil heredera de Peyo o Uderzo. Por ejemplo, la muerte del sirviente de Hubert es más sangrienta de lo que cabría esperar (con sus manos y brazos destrozados y quemados y el pecho atravesado por un puñal; el reconocimiento de Saadia de haber sido violada por Aziz y su despiadada y fulminante venganza; o ese melancólico final en el que Perceván fracasa estrepitosamente a la hora de salvar a quienes se había propuesto.
Y luego está, claro, el abierto tono erótico en el
tratamiento de las figuras femeninas, en especial la gran viñeta –inspirada
probablemente en el cuadro “El Baño Turco”, 1862, de Ingrés- en la que se muestra
el harén sin apenas tapujos: una veintena de mujeres desnudas o escasamente
vestidas que mezclan lo abiertamente erótico de algunas poses con la
naturalidad con la que otras charlan o cuidan de sus hijos. En el resto de la
aventura, la espléndida figura de la propia Saadia quedará bien a la vista bajo
sus transparentes atuendos. Es un equilibrio complicado este de añadir erotismo
explícito en un dibujo básicamente caricaturesco que a menudo se identifica con
material ligero destinado a un público infantil-juvenil. De hecho, no es de
extrañar que esa dicotomía hiera la sensibilidad de los lectores más pacatos
(como los norteamericanos, para cuya edición Luguy hubo de retocar varias
páginas eliminando el sesgo erótico).
Ahora bien, a finales de los 90, no sólo la juventud podía
asumir con más naturalidad el desnudo femenino (o masculino, porque el trasero
de Kervin también aparece bien visible cuando sale de la tina en la que se
baña) sino que, a estas alturas,
Perceván había evolucionado más allá de su clasificación inicial de comic
juvenil. De hecho, los dos protagonistas
dan muestras de una humanidad “adulta” que les da cierto barniz de realismo y
los acerca a los lectores de mayor edad: eufóricos, se emborrachan hasta la
inconsciencia tras sobrevivir al incendio que casi acaba con sus vidas; Kervin,
a pesar de que acaba siguiendo a su compañero a la boca del lobo, no duda en
mostrar sus reservas y no hubiera sentido remordimiento alguno de haber dejado
pasar todo el asunto a cambio de una buena comida.
Luguy, como de costumbre está espléndido, desenvolviéndose
igual de bien en las verdes forestas europeas que en los rocosos desiertos de
Oriente, las atribuladas ciudades costeras, los zocos, los baños turcos o las
fortalezas de fascinante diseño, todo acompañado de abundantes figuras con gran
variedad de vestuario. El grado de detalle con el que representa la decoración
de estilo islámico es asimismo apabullante, con azulejos con motivos
geométricos y taraceados meticulosamente dibujados y coloreados (en este
sentido, una mención muy especial al apartado del color, a cargo de Cyril
Lieron y el propio Luguy).
La siguiente aventura de Perceván volverá a extenderse dos
álbumes, “Los Sellos del Apocalipsis” (2001) y “El Séptimo Sello” (2004). Como
los títulos ya sugieren, estamos ante una nueva vuelta de tuerca a la atmósfera
lúgubre de la serie. Veinte años y once álbumes después de su nacimiento, Perceván
ha sido herido, apaleado, esclavizado, muerto y resucitado, zombificado,
seducido, engañado y desterrado. Pero, sobre todo, sus adversarios han ido
escalando exponencialmente en malevolencia y villanía, pasando de los bufonescos
Piedramuerta y Polémic a nigromantes destructores de mundos, como es el caso de
estos álbumes, en los que la violencia y el pesimismo llegan a cotas inéditas
en la colección.
La historia de los Siete Sellos siempre ha asustado a quienes la escuchaban de boca de los trovadores y cuentacuentos: el ser que, salvando todos los obstáculos imaginables, llegaría al recóndito santuario donde se guardan los sellos y los rompería, desatando el apocalipsis sobre el mundo. Pero un día, ese cuento para no dormir se transforma en realidad: un misterioso caballero de armadura negra, logra penetrar en el mundo de la fábula, superar las pruebas, derrotar al guardián del santuario y destruir uno a uno los sellos, desatando diversas plagas e invocando a los tres invencibles jinetes que las gobiernan.
Cuando se rompe el primer sello, surgen monstruos de
océanos, ríos y estanques; con el segundo, las aguas de los manantiales, pozos,
torrentes y arroyos se convierten en sangre; el tercero desata vientos tan
intensos que derriban las fortalezas más sólidas… al llegar el sexto, la
oscuridad se extiende sobre el mundo
Al detectar las señales de advertencia, Balkis sale en busca de Perceván para pedirle ayuda. La única forma de entrar en la dimensión donde se encuentra el santuario es a través de la narración de alguien que conozca la historia, así que la hechicera, Perceván y Kervin viajan por el reino buscando desesperadamente personas con ese conocimiento. Pero el jinete de la Muerte los va asesinando a distancia antes de que puedan cumplir lo solicitado. Finalmente, aunque Perceván y Kervin penetran en ese mundo de pesadilla que cambia conforme el narrador avanza en su relato, acaban atrapados allí mientras en el mundo real parece ya no haber esperanza.
El agotamiento de la fórmula sobre la que se había venido
sustentando la serie desde sus inicios se hace más que patente en este dúo de
álbumes: los héroes deben frustrar los intentos de un brujo perverso por
realizar un ritual o conseguir un objeto mágico que le dará un poder inmenso. Y
en este sentido, “El Ciclo de los Siete Sellos” carece de originalidad. No
solamente reitera el esquema de muchos álbumes anteriores, sino que parece una
mezcla de “La Espada de Ganael” y “Los Señores del Infierno”.
La antigua magia de “Perceván” se ha esfumado. Aunque el dibujo de Luguy mantiene un nivel alto (si bien se nota cierto cansancio en algunas viñetas y figuras) y el guion de Léturgie tiene buen ritmo, incluye momentos muy intensos y se ejecuta con cierta solvencia, no he podido evitar sentir cierto aburrimiento leyendo esta saga, que culmina con un clímax excesivamente largo. Lo que nos cuentan los autores ya no sorprende, entre otras cosas porque desde hace treinta años el género de la Fantasía, en todo tipo de medios, soportes y formatos, ha explotado los mismos clichés que ellos hasta la saciedad.
Y es una pena porque Léturgie y Luguy fueron de los
primeros en renovar el género de fantasía medieval adoptando enfoques más
creativos y luego demostraron que podían llevar la serie todavía más allá de
los límites tradicionalmente marcados para el comic juvenil en lo que se refiere
a violencia y sexo. Por eso tendrían mucho que ganar alejándose de los tópicos
y los refritos de sus propias historias del pasado. No es un reto fácil
mantener un estilo narrativo y estético que podríamos calificar de “clásico”
cuando enfrente se tiene una generación de lectores jóvenes amantes del estilo
manga y los grandes efectos visuales, pero la alternativa es la fosilización y
el autoplagio.
A esto se añade que la ambición de Léturgie por hacer un
guion más complejo, que eleve exponencialmente los peligros para el héroe y lo
que se juega en la aventura, le lleva a caer ocasionalmente en la confusión e
incluso los agujeros de guion. Por ejemplo, Kervin y Shylock se encuentran en
una escena atrapados en el mundo del santuario y unas páginas después y sin
mediar explicación, están en compañía de Balkis y Sharlaan en el mundo real; el
caballero negro involucra a Piedramuerta y Polémic para que le guíen hasta
Perceván, pero al final reconoce que no eran necesarios; los nuevos poderes de
Piedramuerta –infectar con todo tipo de enfermedades desagradables mediante un
simple toque- no parecen tener efecto permanente; la identidad del villano,
para cualquiera que haya seguido la serie desde sus comienzos, no reviste
ningún misterio; y las reglas que rigen la magia y el propósito último de la
misma tampoco están del todo bien explicados…
Por otra parte, Léturgie vuelve a recurrir a la misma
galería de secundarios, lo que no hace sino frenar la expansión del universo de
la serie. Así, en este Ciclo de los Siete Sellos, encontramos a Piedramuerta y
Polémic, Balkis, Shylock y Altais, Sharlaan y sus sirvientes, Ganael, Malicia… Da
la impresión de que los autores se sienten cómodos con sus viejas creaciones y
no tienen ya energías para crear otras nuevas, pero tampoco hacen avanzar a los
personajes ni las relaciones entre ellos, lo que hubiera sido un nuevo camino
que explorar. Piedramuerta y Polemic continúan siendo unos bufones
divertidamente villanescos cuya tóxica dinámica interpersonal no ha cambiado un
ápice desde el primer álbum de la serie; Balkis vuelve a recurrir a Perceván
como músculo que le resuelva el aspecto físico de una misión, pero sin
profundizar en la evidente atracción que sienten mutuamente; Sharlaan es poco
menos que un adorno para encajar información relevante para la trama; el
villano está cortado por el patrón más arquetípico posible: malvado más allá de
toda redención, ávido de poder, cruel, manipulador…. y sin matices; Shylock o
Altais siguen siendo cascarones vacíos…
Luguy es un dibujante con demasiado talento y experiencia
como para que puedan ponérsele pegas serias a su trabajo. Sigue teniendo ese
amor por el detalle y ese cuidado en el dibujo de paisajes que le da a la serie
un aire realista, al tiempo que sabe darle a los entornos fantásticos y los
efectos visuales de la magia una atmósfera y vigor muy eficaces. En esta
ocasión, prueba composiciones de página algo más atrevidas que se alejan de la
clásica rejilla, como dobles páginas-viñeta con otras más pequeñas integradas
en ella, acentuando el barroquismo del dibujo hasta el punto de acercarse al
mismísimo Druillet…En el debe podemos apuntar, ya lo dije, unos diseños poco
elaborados para los villanos (el caballero negro recuerda demasiado a una
mezcla de Batman y Darth Vader; y los jinetes del apocalipsis no tienen el
aspecto terrorífico que se esperaría de ellos), un trabajo de figuras no tan
refinado como el de años atrás y un color por ordenador (a cargo del propio
Luguy) en exceso lúgubre. Es cierto que el tono de la historia excluye una
paleta de colores vívidos, pero aquí el artista cae en el otro extremo, con
viñetas tan oscuras que apenas se distinguen sus propias líneas o la
profundidad de campo.
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