28 jun 2023

1981- PERCEVÁN – Leturgie y Luguy (4)

 

(Viene de la entrada anterior)

 

 “El Arcano Negro” (1996) supone el regreso al formato de álbum autoconclusivo, aunque inserto ya en una continuidad que permite incluir personajes de historias anteriores y referencias a eventos pasados. Se trata de una aventura con una premisa clásica y ya bastante utilizada en la serie: la búsqueda de un objeto mágico de gran poder que, en malas manos, podría causar un terrible mal.

 

Como se había visto al cierre de la aventura anterior, “La Tabla Esmeralda”, Perceván fue injustamente desterrado del reino y despojado de su rango de caballero. Ahora lo encontramos vagabundeando por un país montañoso, de afilados picos, desfiladeros, precipicios y laderas rocosas. Una noche, pernoctando en una cueva que se abre a un promontorio sobre un lago, contempla cómo un grupo de cinco individuos coloca a una mujer encapuchada y maniatada en una pira flotante y, acusándola de brujería, le prenden fuego. Sin que éstos se aperciban, Perceván la rescata y la lleva a la cueva.

 

Aunque resulta ser una mujer de extraordinaria belleza que responde al nombre de Moriana, el instinto de Kervin –así como el de Guimly y los caballos- le avisa de que hay algo malvado en ella. Ésta le suplica a Perceván que la ayude a recuperar un objeto mágico que afirma es de su propiedad, el Arcano Negro, que está custodiado en la fortaleza de uno de los barones locales que la han intentado ejecutar. Perceván, que siempre ha sentido una debilidad especial por las mujeres hermosas, se rinde a sus encantos, pero Kervin, que está convencido de que los propósitos de Moriana son perversos, decide no seguir a su lado y se marcha.

 

Claramente bajo la influencia de algún tipo de hechizo –potenciado sin duda por su propia inclinación hacia las damas atractivas que suplican su ayuda-, Perceván se comporta de una manera que no se corresponde a su perfil de caballero. Sin pararse a pensar en lo que está haciendo, se cuela en el castillo de uno de los nobles, Ivón, amenaza a su esposa en su propia alcoba y lo agrede, pero no consigue su objetivo dado que éste no se encuentra allí. Se escabulle y luego persigue furtivamente a la comitiva organizada por el barón para poner sobre aviso a quién sí custodia el Arcano.

 

Mientras tanto, Kervin, sumido en una depresión por haber abandonado a su amigo, consigue refugio y comida en el castillo de otro de los aristócratas de la conjura, Juan, y, ebrio, revela su conocimiento de Moriana y el Arcano. Es entonces cuando se confirman sus peores temores: Perceván se halla bajo el hechizo de una anciana bruja que se alimenta de la fuerza vital de caballeros jóvenes y que lo está dirigiendo a su perdición, la Fragua de Zielmar, un cubil mágico oculto en las montañas donde podrá abrir el Arcano…

 

(ATENCIÓN: SPOILER): Lo que parece un argumento muy tópico, el de la mujer-vampiro que se alimenta de la voluntad y energía de hombres a los que seduce, se resuelve con un giro menos predecible, cuando el lector descubre que lo que en realidad la mueve es un amor enfermizo que, tras siglos de esfuerzos por mantenerlo vivo, la ha conducido inconscientemente a la autodestrucción. Por desgracia, hay una elipsis mal encajada en la trama en la que, sin la suficiente explicación, Perceván vuelve rápidamente en sus cabales tras revelarle uno de los barones la auténtica naturaleza de Moriana. ¿Bastaba algo tan sencillo para anular el hechizo? ¿No era suficiente el mero sentido común del protagonista para darse cuenta de que se le estaba empujando por un derrotero bien poco virtuoso? ¿No tiene inconveniente, a continuación, en seguirle el juego a la hechicera, sirviéndose incluso de su sexo, para averiguar su escondite? (FIN SPOILER)

 

Por otra parte, aunque el último segmento del álbum, ambientado en la Fragua de Zielmar, está gráficamente bien resuelto (la magia se representa aquí de una forma muy diferente a la de álbumes anteriores pero igualmente efectiva), la historia se torna algo confusa –en cuanto a qué es y cómo funciona el Arcano y qué relación tiene con la Fragua y sus guardianes- y se solventa con demasiado apresuramiento, como si el guionista (firma en solitario Jean Léturgie tras la marcha de su colega Xavier Fauche) hubiera ideado una historia demasiado espesa para finiquitarla en sólo 48 páginas.

 

Como decía más arriba, se hace un esfuerzo por insertar el álbum en una línea temporal definida para la trayectoria de los personajes. Así, Perceván se ha convertido en un vagabundo sin señor y en el clímax resulta clave la huella que en su espíritu dejó la posesión del mago Sharlaan en las entregas del Ciclo de Ainock. Menos acertado es el recurso de encajar otra vez a Balkis como salvadora de Perceván e interés romántico inalcanzable, porque siendo la cuarta vez que desempeña el mismo papel, le resta mérito al protagonista.

 

Poco que añadir a las virtudes de Luguy como dibujante. Sus viñetas siguen siendo una delicia en composición y meticulosidad de ejecución y la creación de atmósferas y paisajes, en este caso una agreste región de montaña donde los personajes se desenvuelven en neblinosos valles circundados por pedregosas montañas horadadas por cavernas, lagos, bosques, barrancos laberínticos y glaciares. 

 

En “El Señor de las Estrellas” (1998), otra aventura autoconclusiva, Léturgie y Luguy recuperan la ambientación desértica y parte de los personajes de “El Arenal de El Jerada”. La historia se abre cuando un astrónomo, el señor Hubert, contempla un extraordinario fenómeno en el cielo nocturno: el desdoblamiento de la luna en tres medias lunas. Inmediatamente, empieza a preparar un viaje a Arabia para contactar con un colega, Abderramán, en cuyos pergaminos dejó constancia de un prodigio similar. Pero esa misma noche, un misterioso individuo le secuestra y deja malherido a su sirviente.

 

Y es también esa noche cuando, buscando refugio de una fuerte tormenta, llegan al torreón del sabio Percevan y Kervin, solo para encontrarse con el criado moribundo y ellos mismos bajo ataque del criminal, que a punto está de acabar con ellos. Dado que el puñal que acabó con la vida del criado era de origen árabe y que, como les revela el primo del desaparecido astrónomo, le había hecho entrega de una caja llena de pergaminos de esa procedencia, Perceván y un reacio Kervin se ponen en marcha para rescatarlo.

 

Hubert, mientras tanto, se entera de que se encuentra en poder de Solimán (aunque éste le engaña diciéndole que es Abderramán en persona, el Señor de las Estrellas), el astrónomo al servicio del ambicioso sultán Aziz. Estos dos necesitan de otra pareja de sabios para llevar a cabo un ceremonial durante la siguiente noche de las tres lunas al término del cual se revelará a cada uno de ellos importantes secretos del Universo.

 

El resto de la historia se desarrolla en esa Arabia de fantasía y localización ambigua que los autores ya habían presentado en “El Arenal de El Jerada”. Se menciona el Mediterráneo y África, lo que nos remitiría quizá a algún lugar de la costa norte de ese continente; pero la arquitectura, la vestimenta, la decoración de interiores e incluso el paisaje recuerda más a la península arábiga. Esta falta de concreción y mezcolanza de elementos geográficos e históricos, no obstante, es irrelevante. Al fin y al cabo se trata de una serie de aventuras fantásticas a la que no se le debe pedir demasiado rigor histórico.

 

En cualquier caso, Percevan y Kervin, necesitados de ayuda en un país y cultura extraños, acuden a visitar a los amigos que allí hicieron en el álbum mencionado. Contactan primero con el anciano Raduán, ya libre de su servicio al señor Denegrafuente y bien instalado en la ciudad. Pero Saadia, la bella joven que ayudó a Perceván a escapar en aquella aventura, ha sido obligada a entrar en el harén del sultán Aziz. Indignado, Perceván insiste en una infiltración nocturna en el palacio de éste, tratando así de matar dos pájaros de un tiro: liberar a Saadia y averiguar el paradero del Señor de las Estrellas y, por ende, de Hubert. 

 

No revelaré más detalles de la trama, pero baste decir que ésta, gozando de un excelente ritmo y manteniendo el interés, también adolece de severos agujeros de guion, un problema que ya había lastrado algo la entrega anterior, “El Arcano Negro” (y que quizá se deba al abandono de Xavier Fauche como coguionista de la serie). Por ejemplo, no se explica el ciego interés de Perceván por involucrarse con tanta entrega en un asunto del que conoce tan poco; cómo es capaz de averiguar el lugar de origen de los secuestradores; por qué Solimán necesita concretamente a Hubert para el ritual; o qué es exactamente lo que sucede en el clímax…

 

Por otra parte, la serie continúa “endureciéndose” por mucho que el dibujo de Luguy siga, en general, transmitiendo esa amabilidad y ligereza juvenil heredera de Peyo o Uderzo. Por ejemplo, la muerte del sirviente de Hubert es más sangrienta de lo que cabría esperar (con sus manos y brazos destrozados y quemados y el pecho atravesado por un puñal; el reconocimiento de Saadia de haber sido violada por Aziz y su despiadada y fulminante venganza; o ese melancólico final en el que Perceván fracasa estrepitosamente a la hora de salvar a quienes se había propuesto.

 

Y luego está, claro, el abierto tono erótico en el tratamiento de las figuras femeninas, en especial la gran viñeta –inspirada probablemente en el cuadro “El Baño Turco”, 1862, de Ingrés- en la que se muestra el harén sin apenas tapujos: una veintena de mujeres desnudas o escasamente vestidas que mezclan lo abiertamente erótico de algunas poses con la naturalidad con la que otras charlan o cuidan de sus hijos. En el resto de la aventura, la espléndida figura de la propia Saadia quedará bien a la vista bajo sus transparentes atuendos. Es un equilibrio complicado este de añadir erotismo explícito en un dibujo básicamente caricaturesco que a menudo se identifica con material ligero destinado a un público infantil-juvenil. De hecho, no es de extrañar que esa dicotomía hiera la sensibilidad de los lectores más pacatos (como los norteamericanos, para cuya edición Luguy hubo de retocar varias páginas eliminando el sesgo erótico).

 

Ahora bien, a finales de los 90, no sólo la juventud podía asumir con más naturalidad el desnudo femenino (o masculino, porque el trasero de Kervin también aparece bien visible cuando sale de la tina en la que se baña) sino que,  a estas alturas, Perceván había evolucionado más allá de su clasificación inicial de comic juvenil.  De hecho, los dos protagonistas dan muestras de una humanidad “adulta” que les da cierto barniz de realismo y los acerca a los lectores de mayor edad: eufóricos, se emborrachan hasta la inconsciencia tras sobrevivir al incendio que casi acaba con sus vidas; Kervin, a pesar de que acaba siguiendo a su compañero a la boca del lobo, no duda en mostrar sus reservas y no hubiera sentido remordimiento alguno de haber dejado pasar todo el asunto a cambio de una buena comida.

 

Luguy, como de costumbre está espléndido, desenvolviéndose igual de bien en las verdes forestas europeas que en los rocosos desiertos de Oriente, las atribuladas ciudades costeras, los zocos, los baños turcos o las fortalezas de fascinante diseño, todo acompañado de abundantes figuras con gran variedad de vestuario. El grado de detalle con el que representa la decoración de estilo islámico es asimismo apabullante, con azulejos con motivos geométricos y taraceados meticulosamente dibujados y coloreados (en este sentido, una mención muy especial al apartado del color, a cargo de Cyril Lieron y el propio Luguy). 

 

La siguiente aventura de Perceván volverá a extenderse dos álbumes, “Los Sellos del Apocalipsis” (2001) y “El Séptimo Sello” (2004). Como los títulos ya sugieren, estamos ante una nueva vuelta de tuerca a la atmósfera lúgubre de la serie. Veinte años y once álbumes después de su nacimiento, Perceván ha sido herido, apaleado, esclavizado, muerto y resucitado, zombificado, seducido, engañado y desterrado. Pero, sobre todo, sus adversarios han ido escalando exponencialmente en malevolencia y villanía, pasando de los bufonescos Piedramuerta y Polémic a nigromantes destructores de mundos, como es el caso de estos álbumes, en los que la violencia y el pesimismo llegan a cotas inéditas en la colección.

 

La historia de los Siete Sellos siempre ha asustado a quienes la escuchaban de boca de los trovadores y cuentacuentos: el ser que, salvando todos los obstáculos imaginables, llegaría al recóndito santuario donde se guardan los sellos y los rompería, desatando el apocalipsis sobre el mundo. Pero un día, ese cuento para no dormir se transforma en realidad: un misterioso caballero de armadura negra, logra penetrar en el mundo de la fábula, superar las pruebas, derrotar al guardián del santuario y destruir uno a uno los sellos, desatando diversas plagas e invocando a los tres invencibles jinetes que las gobiernan.

 

Cuando se rompe el primer sello, surgen monstruos de océanos, ríos y estanques; con el segundo, las aguas de los manantiales, pozos, torrentes y arroyos se convierten en sangre; el tercero desata vientos tan intensos que derriban las fortalezas más sólidas… al llegar el sexto, la oscuridad se extiende sobre el mundo

 

Al detectar las señales de advertencia, Balkis sale en busca de Perceván para pedirle ayuda. La única forma de entrar en la dimensión donde se encuentra el santuario es a través de la narración de alguien que conozca la historia, así que la hechicera, Perceván y Kervin viajan por el reino buscando desesperadamente personas con ese conocimiento. Pero el jinete de la Muerte los va asesinando a distancia antes de que puedan cumplir lo solicitado. Finalmente, aunque Perceván y Kervin penetran en ese mundo de pesadilla que cambia conforme el narrador avanza en su relato, acaban atrapados allí mientras en el mundo real parece ya no haber esperanza.

 

El agotamiento de la fórmula sobre la que se había venido sustentando la serie desde sus inicios se hace más que patente en este dúo de álbumes: los héroes deben frustrar los intentos de un brujo perverso por realizar un ritual o conseguir un objeto mágico que le dará un poder inmenso. Y en este sentido, “El Ciclo de los Siete Sellos” carece de originalidad. No solamente reitera el esquema de muchos álbumes anteriores, sino que parece una mezcla de “La Espada de Ganael” y “Los Señores del Infierno”.

 

La antigua magia de “Perceván” se ha esfumado. Aunque el dibujo de Luguy mantiene un nivel alto (si bien se nota cierto cansancio en algunas viñetas y figuras) y el guion de Léturgie tiene buen ritmo, incluye momentos muy intensos y se ejecuta con cierta solvencia, no he podido evitar sentir cierto aburrimiento leyendo esta saga, que culmina con un clímax excesivamente largo. Lo que nos cuentan los autores ya no sorprende, entre otras cosas porque desde hace treinta años el género de la Fantasía, en todo tipo de medios, soportes y formatos, ha explotado los mismos clichés que ellos hasta la saciedad.

 

Y es una pena porque Léturgie y Luguy fueron de los primeros en renovar el género de fantasía medieval adoptando enfoques más creativos y luego demostraron que podían llevar la serie todavía más allá de los límites tradicionalmente marcados para el comic juvenil en lo que se refiere a violencia y sexo. Por eso tendrían mucho que ganar alejándose de los tópicos y los refritos de sus propias historias del pasado. No es un reto fácil mantener un estilo narrativo y estético que podríamos calificar de “clásico” cuando enfrente se tiene una generación de lectores jóvenes amantes del estilo manga y los grandes efectos visuales, pero la alternativa es la fosilización y el autoplagio.

 

A esto se añade que la ambición de Léturgie por hacer un guion más complejo, que eleve exponencialmente los peligros para el héroe y lo que se juega en la aventura, le lleva a caer ocasionalmente en la confusión e incluso los agujeros de guion. Por ejemplo, Kervin y Shylock se encuentran en una escena atrapados en el mundo del santuario y unas páginas después y sin mediar explicación, están en compañía de Balkis y Sharlaan en el mundo real; el caballero negro involucra a Piedramuerta y Polémic para que le guíen hasta Perceván, pero al final reconoce que no eran necesarios; los nuevos poderes de Piedramuerta –infectar con todo tipo de enfermedades desagradables mediante un simple toque- no parecen tener efecto permanente; la identidad del villano, para cualquiera que haya seguido la serie desde sus comienzos, no reviste ningún misterio; y las reglas que rigen la magia y el propósito último de la misma tampoco están del todo bien explicados…

 

Por otra parte, Léturgie vuelve a recurrir a la misma galería de secundarios, lo que no hace sino frenar la expansión del universo de la serie. Así, en este Ciclo de los Siete Sellos, encontramos a Piedramuerta y Polémic, Balkis, Shylock y Altais, Sharlaan y sus sirvientes, Ganael, Malicia… Da la impresión de que los autores se sienten cómodos con sus viejas creaciones y no tienen ya energías para crear otras nuevas, pero tampoco hacen avanzar a los personajes ni las relaciones entre ellos, lo que hubiera sido un nuevo camino que explorar. Piedramuerta y Polemic continúan siendo unos bufones divertidamente villanescos cuya tóxica dinámica interpersonal no ha cambiado un ápice desde el primer álbum de la serie; Balkis vuelve a recurrir a Perceván como músculo que le resuelva el aspecto físico de una misión, pero sin profundizar en la evidente atracción que sienten mutuamente; Sharlaan es poco menos que un adorno para encajar información relevante para la trama; el villano está cortado por el patrón más arquetípico posible: malvado más allá de toda redención, ávido de poder, cruel, manipulador…. y sin matices; Shylock o Altais siguen siendo cascarones vacíos…

 

Luguy es un dibujante con demasiado talento y experiencia como para que puedan ponérsele pegas serias a su trabajo. Sigue teniendo ese amor por el detalle y ese cuidado en el dibujo de paisajes que le da a la serie un aire realista, al tiempo que sabe darle a los entornos fantásticos y los efectos visuales de la magia una atmósfera y vigor muy eficaces. En esta ocasión, prueba composiciones de página algo más atrevidas que se alejan de la clásica rejilla, como dobles páginas-viñeta con otras más pequeñas integradas en ella, acentuando el barroquismo del dibujo hasta el punto de acercarse al mismísimo Druillet…En el debe podemos apuntar, ya lo dije, unos diseños poco elaborados para los villanos (el caballero negro recuerda demasiado a una mezcla de Batman y Darth Vader; y los jinetes del apocalipsis no tienen el aspecto terrorífico que se esperaría de ellos), un trabajo de figuras no tan refinado como el de años atrás y un color por ordenador (a cargo del propio Luguy) en exceso lúgubre. Es cierto que el tono de la historia excluye una paleta de colores vívidos, pero aquí el artista cae en el otro extremo, con viñetas tan oscuras que apenas se distinguen sus propias líneas o la profundidad de campo.

 

 

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