(Viene de la entrada anterior)
“La Espada de Ganael” (1984) supone un giro hacia la fantasía terrorífica. Perceván y Kervin cabalgan hacia un castillo situado en una isla rocosa cerca de la costa, pero algún encantamiento hace que nunca parezcan acercarse a pesar de que continuamente lo distinguen en el horizonte. Se detienen a descansar en una aldea cercana donde son atacados por unos vecinos muy asustados por los secuestros que vienen padeciendo por parte de unos horribles guerreros enmascarados. Y, efectivamente, Perceván debe medirse con ellos, consiguiendo rechazar con su espada de acero la de fuego mágico que portan sus atacantes.
Algo después, se encarga de un monstruoso lobo que
aterroriza a los lugareños. Y algo más allá, una bella bruja lo seduce para
retenerle y que abandone su búsqueda. Es en este punto donde el lector descubre
que Perceván quiere reencontrarse en el castillo del principio con su antiguo
amigo y casi hermano, Ganael, corrompido por la forja de una espada maldita.
Éste, convertido en un nigromante, está reuniendo un siniestro ejército
utilizando hechizos para convertir a los aldeanos secuestrados en sus fanáticos
seguidores.
Es este un álbum sorprendentemente oscuro teniendo en
cuenta el tipo de público hacia el que supuestamente iba dirigido, presentando
unos conceptos bastante espeluznantes y maravillosamente dibujados por Luguy,
que para esta ocasión se sirve de más líneas quebradas y angulosas y un mayor
barroquismo si cabe. Así, tenemos, inmersos en una atmósfera permanentemente
lúgubre, los horrendos guerreros que crea Ganael, el monstruoso lobo de fauces
babeantes, las cavernas infernales del castillo presididas por la efigie de una
criatura lovecraftiana, los campeones petrificados y cubiertos de moho que
murieron tratando de llegar a la fortaleza, el villano deformado horriblemente
por la práctica de la magia negra…
Es por este ambiente aciago que parece algo fuera de lugar
la introducción de un animalito ficticio, mezcla de mono y ardilla, que Kervin
bautiza Guimly y al que pasa a adoptar inmediatamente como mascota. Su función será
en el futuro la de articular escenas cómicas o intervenir en momentos puntuales
en favor de los héroes, muy en la tradición del Spip de Spirou, el Milú de
Tintín o el Ideafix de Obelix. (si bien el diseño de Luguy no es
particularmente afortunado en cuanto a comicidad). Otro punto mejorable es la
estructura de la historia y su propia plausibilidad en el contexto que se nos
presenta: los primeros peligros a los que se enfrentan los protagonistas
parecen descolgados de trama alguna. Incluso, cuando la historia ya se halla avanzada
y se informa sobre los motivos de Perceván para buscar a Ganael, esos
incidentes iniciales siguen sin explicarse adecuadamente. Por otra parte y
habida cuenta del poder que ha amasado su antiguo amigo, Perceván atraviesa
demasiado rápido y fácilmente defensas que parecen formidables, como el
ejército de guerreros que sale de la f
ortaleza para impedirle el paso y cuyas
filas rompe el héroe con tan solo un par de mandobles. Pero, en general, “La
Espada de Ganael” es un álbum disfrutable y merecedor de una lectura sobre todo
gracias a la atmósfera que construye el dibujante.
“El País de Aslor” (1985), el primer álbum del personaje editado por Dargaud tras su etapa inicial en Glenat, vuelve al formato del viaje-aventura, aunque sin abandonar del todo el tono terrorífico del álbum anterior. En las tierras del conde de Brieuc, mientras los labriegos se afanan en las tareas veraniegas, Perceván se entrena en el castillo y Kervin satisface su estómago, el pequeño Guimly es secuestrado por Shyloch, el inquietante secuaz de la bruja Balkis, a la que habíamos conocido en el primer álbum.
Mientras tanto, monseñor Thibaud no soporta la espera
mientras su plan de envenenar a su hermano, el rey, da sus frutos.
Precisamente, es Balkis la que se ha comprometido, poniendo su propia vida como
garantía, a salvar la del rey y para ello necesita el corazón del animalito de
Kervin (un simlusnanus, según se nos dice). Cuando éste y Perceván llegan a su
encuentro y ante la huida de Guimly ayudado por su amo, Balkis propone una
solución alternativa. Dado que el rey agoniza a causa de un hechizo lanzado por
el poderoso mago Sharlaan, sólo él puede revertirlo. Pero para convencerlo u obligarlo,
es preciso llegar hasta él, lo que implica atravesar el tenebroso País de
Aslor, un territorio donde no penetra la luz del sol y trufado de peligros. Por
supuesto, Perceván se presentará voluntario; Kervin, menos entusiasta, lo
acompañará por lealtad; y a ambos los acompañará Gunther, un traidor al
servicio de Thibaud que hará todo lo posible por sabotear una misión ya de por
sí incierta.
Hay muchas cosas en el guion de este álbum que no soportan
un escrutinio mínimamente profundo. La acción se inicia con el secuestro de
Guimly, cuyo corazón, se nos dice, es lo único que puede salvar al moribundo
rey; cuando el animal sale de la ecuación, resulta que Sharlaan podría revertir
su propia magia; y cuando éste se declara impotente debido a la destrucción del
antídoto, aún queda un remedio que, además, devolverá la vida a todo el país de
Aslor en un deux ex machina de manual. Parece una partida de rol dirigida por
un master que, cada vez que los jugadores se meten en un callejón sin salida,
se inventa algo para proporcionarles una (de hecho, “Perceván” apareció en la
época en la que el juego de rol “Dragones y Mazmorras” empezaba a causar
furor). Tampoco se entiende, por ejemplo, el empeño en quemar a Balkis en la
hoguera cuando no sólo todo el mundo tiene claro que no es la responsable, sino
que además ha tratado de ayudar.
Pero es que, además, lo que está en juego es inexistente. Sabemos desde el principio la identidad de los traidores (Thibaud por una parte y Gunther por otra), es imposible creer que Balkis acabará quemada o que el rey fenecerá. Podría esperarse un enfrentamiento emocionante entre el héroe y el brujo Sharlaan, pero ese momento se resuelve con un anticlímax: el mago no resulta ser malvado sino que fue engañado de la forma más infantil.
A pesar de todos estos defectos, Leturgie y Luguy se las
arreglan para que la lectura, gracias a su mezcla de aventura, fantasía y
comedia entrelazadas con ritmo y un dibujo excelente y muy evocador, sea fluida
y los personajes siempre permanezcan fieles a sí mismos. A destacar el regreso
de Balkis y la llama amorosa que surge entre ella y el protagonista, algo que
se retomará en el futuro; y la presentación de Sharlaan, un personaje que se
convertirá en otro regular de la colección.
“El Arenal de El Jerada” (1986) supone un cambio de escenario. Abandonamos los bosques, aldeas y castillos medievales europeos por los desiertos y la cultura musulmana de África o quizá Oriente Próximo, donde han sido enviados Perceván y Kervin por el rey para encontrar a un amigo suyo desaparecido en esas tierras, Aimeric de Fuentenegra. Pero cuando son capturados por una banda de traficantes de esclavos, su prioridad pasa a ser otra: escapar. Tras un intento fallido de fuga, Kervin es dado por muerto y Perceván vendido como esclavo a un acaudalado señor local, Abd el Hastich. Su carácter rebelde no tardará en hacerle merecedor de un agotador trabajo que consume rápidamente su vida. Sólo la bella esclava Saadia puede ayudarle a recuperar la libertad.
Mientras tanto, en el otro extremo del desierto, se cruzan
dos caravanas enigmáticas: la del Señor de las Arenas, que ha rescatado y
curado a Kervin; y la del Emir Sulimane. La obsesión del primero y el temor del
segundo tiene un solo nombre: El Jerada, una misteriosa fuerza del desierto de
la que no se puede escapar y que supone la muerte para quien atrape en sus
redes.
“El Arenal de El Jerada” es un álbum un tanto desconcertante por la abundancia de misterios que plantea y lo poco que desvela de los mismos, así como por la mezcla de aventura clásica de corte juvenil con elementos simbólicos más acordes con una historia adulta. Empezando por el enigma de El Jerada, cuya única manifestación física es un leve temblor en las arenas primero y una especie de “cinta transportadora” después que, sin violencia pero con determinación, atrapa a sus víctimas y las lleva a las profundidades más inaccesibles del desierto.
El Jerada se diría una metáfora de la muerte, a la que un
personaje persigue obsesivamente, el Señor del Desierto, y de la que otro huye
con desesperación, el Emir Suleimán. Podría interpretarse como un simple
fenómeno natural elevado al rango de leyenda por los más supersticiosos de no
existir en ese desierto otras manifestaciones que más parecen obra de la magia,
como la tormenta de langostas que precede a un terrible tornado en cuyo centro
se alza efímeramente una ciudad de arena que revive y muere periódicamente y
que quizá simboliza lo efímero de la riqueza y la gloria; o las siniestras
formaciones rocosas conocidas como las Puertas de Alarkam, que se diría la
entrada a un inframundo.
Dos personajes orbitan alrededor de El Jerada, dos figuras
trágicas que también simbolizan sendas actitudes ante la muerte. Por una parte,
el Emir Suleimán, del que se adivina un pasado sanguinario (“Ese pirata asola desde siempre el desierto”)
pero al que ahora se ve visiblemente ajado tras quién sabe cuánto tiempo
huyendo de El Jerada sin conseguirlo. Finalmente, cansado y rendido, decide
entregarse a esas fuerzas y salvar a sus hombres: “No se puede navegar eternamente contracorriente en el tumultuoso curso
de la vida. Al final de un largo combate, el poderoso Suleimán se ha resignado…”
Por otra parte, está el Señor de las Arenas, de origen occidental a tenor tanto de los intensos ojos azules que emergen de su rostro vendado como por sus propias declaraciones: “Sabe que en otros tiempos fui amigo del rey de Francia. Estaba entre sus íntimos y los iguales del reino temían mis cóleras”. Claramente perturbado, este enigmático aventurero hastiado de una vida de abundancia y aburrimiento, ha salido a la búsqueda de lo que todos los demás temen: “´Solo eso que aún no poseo me atrae. Mira a esas gentes, hasta ahora tenían una vida miserable, sin interés. Ignoran que, gracias a mí pronto tendrán la revelación del misterio de los misterios: ¡El Jerada!”. Pero cuando por fin tiene a su alcance este fenómeno y se ve rechazado por el mismo, su obsesión se transforma en locura. ¿Buscaba entenderlo? ¿Poseerlo? ¿Entregarse a él? Nunca llega a quedar claro.
Cada lector debe decidir si le satisface que estos dos
personajes con gran potencial no queden lo suficientemente caracterizados en
aras de conservar para la historia su tono eminentemente aventurero. No es
“Perceván” una serie que destaque por la fuerza de sus personajes aun cuando
éstos podrían haber gozado de más carisma y, de hecho, se percibe una clara
evolución desde el álbum inaugural de “Las Estrellas de Ingaar”. El retorcido y
rematadamente malo Piedranegra de aquella aventura ha dado paso a adversarios
más siniestros y fascinantes, como Ganael (en “La Espada de Ganael”) o el Señor
de las Arenas, si bien ambos no terminan de adquirir auténtica personalidad. Lo
mismo podría decirse del resto de figurantes de esta peripecia, bastante
desaprovechados, como es el caso de la esclava Saadia, otra bella dama que
acude al rescate de Perceván (utilizando sus encantos femeninos para engañar a
los esbirros) para que luego éste, a su vez, la libere a ella (una dinámica muy
clásica ya vista en “El País de Aslor” con la hechicera Balkis) sólo para
quedar inmediatamente apartada de la trama.
Si el guion de la historia resulta algo irregular en su
desarrollo, indeciso tono y apresurada conclusión, el dibujo de Luguy vuelve a
compensar esos defectos con el cuidado con el que diseña todos los elementos de
la aventura, desde los espectaculares barcos que surcan las arenas al bullicio
de los bazares, la decoración textil, los objetos cotidianos, el vestuario, los
fenómenos naturales o mágicos, la desolación del desierto o la frondosidad de
los oasis, la belleza oriental de Saadia, la repelente dolencia de los leprosos
o la locura del Señor de las Arenas… el único aspecto que sigue sin resultar
satisfactorio es su soso y poco expresivo Gimly.
(Continúa en la entrada siguiente)
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