¿Quién no ha pensado alguna vez al leer el periódico o ver un telediario que ciertas noticias parecen sacadas de una farsa grotesca o de una pesadilla surrealista? Y es que, aún perteneciendo nosotros mismos a la especie humana, no dejamos de sorprendernos ante ciertos comportamientos, reacciones, actitudes, rituales, fetichismos, filias y manías de nuestros congéneres, ya sea a nivel individual o como cultura que nos engloba y permea a todos.
Y ésa es precisamente una de las principales y más eficaces herramientas de los humoristas: presentarnos, con toda su crudeza, una imagen de nosotros mismos, algo distorsionada e hiperbolizada, sí, pero aún así reconocible, para que tomemos conciencia de lo ridículo, desquiciado, cruel e incoherente de nuestro proceder en la vida cotidiana, ya sea en los rituales del cortejo sexual, las relaciones de poder y jerarquías laborales, la forma de disfrutar –o padecer- nuestro tiempo de asueto, las insensateces del tráfago consumista o los infiernos familiares. El trasiego de la vida diaria impide detenerse, tomar distancia, afinar el ojo crítico y examinar cómo somos, qué hacemos y cómo lo hacemos (más difícil es averiguar por qué lo hacemos). Y esa es la labor de los humoristas, incluidos los gráficos.
Esto nos lleva a “Quotidiania Delirante”, en la que el gran Miguelanxo Prado, ya en plena posesión de su oficio de narrador y siguiendo una línea ferozmente satírica iniciada en “Stratos” (1984) y continuada en “Crónicas Incongruentes” (1985), nos presenta una serie de historias cortas publicadas a lo largo de varios años en las revistas “El Jueves” y “H Dios O”, flashes deformados de la vida ordinaria en los que se ríe –y nosotros con él- de los aspectos más indeseables de nuestra naturaleza. Según él mismo declaró, se inspiró en anécdotas propias o vividas por gente cercana para construir estos sainetes hiperbolizados que llevan el humor de la Escuela Bruguera un paso más allá, hacia el surrealismo y lo grotesco.
En estos torpedos de tres o cuatro páginas disparados directamente a la línea de flotación de lo políticamente correcto, Prado denuncia la alienación creada por la tecnología; la estultificación de los espectadores de los medios de comunicación; la ceguera inducida en los consumidores por el sistema capitalista; el uso que los padres hacen de sus hijos para significarse socialmente; la fina tortura que ejerce el sistema burocrático sobre los contribuyentes que lo sostienen; las mentiras de la publicidad y el mundo del espectáculo; la arrogancia de los banqueros; la crueldad de los sistemas que en nombre del igualitarismo y la “democratización” pierden el más básico humanismo; la brecha y el choque entre el mundo urbano y el rural; los absurdos a los que conduce la introducción de tecnología en ámbitos en los que lo tradicional siempre ha funcionado bien; el intrusismo de la televisión en la privacidad de los ciudadanos; el espectáculo mediático en que se ha convertido la justicia; el jubiloso alejamiento de la Naturaleza fomentado por las grandes corporaciones; el absurdo al que llegan los amigos más intolerantes de los animales; la arrogancia de la política exterior –y militar- estadounidense; el estrés derivado del tráfico; la sexualización de iconos tradicionales; pedagogos tan cenutrios como los niños a los que pretenden hacer pasar por genios; turistas que sólo buscan presumir ante sus amistades; negacionistas del ecologismo; la defensa de los derechos de autor sobre los derechos de la persona; el cerco a la libertad del ciudadano corriente incluso en el ámbito de su hogar; las mentiras que se esconden tras las noticias, ya sean de sucesos o de famosetes..
Son episodios perfectamente sintetizados protagonizados por familias disfuncionales de clase media con cónyuges que no se soportan e hijos cretinizados; burgueses con principios morales de pacotilla; “trepas” de oficina; jefes acosadores; vagos con pretensiones; hipócritas de doble moral; adictos que se niegan a reconocer su condición; urbanitas que sucumben a la realidad de una idealizada vida rural o una Naturaleza paradisiaca que no existe; campesinos temperamentales; peregrinos por obligación; tunos de mediana edad; vendedores a domicilio infatigables; soldados ceporros e ignorantes; apocados señores de mediana edad tiranizados por sus esposas; madres insufribles; niños asesinables, caprichosos, estúpidos y agresivos; taxistas exigentes; abogados mediáticos; médicos insensibles; gamberros imprudentes; padres de familia indignados con el mundo que intentan sortear las leyes; celebrities de medio pelo que se ganan la vida vendiendo sus intimidades prefabricadas; periodistas deshonestos y mecánicos aún más ladinos; carcas ofendidos por cualquier cosa que no entienden; ancianas destroyer; amas de casa belicosas; don juanes de salón…
Prado no deja títere con cabeza en estas píldoras inteligentes y perspicaces con las que satiriza no sólo individuos sino colectivos e instituciones: la familia, la justicia, el ejército, la infancia, las navidades y sus tradiciones, los ecologistas, los ancianos, los amantes de los animales, la vida en el mundo rural, el supuesto progreso asociado a la tecnología, los médicos, las empresas y el Estado, la cultura, el espectáculo, los tradicionales y los progresistas… Los personajes atrapados en estas situaciones kafkianas no son nunca héroes de su propia historia ni vencedores del esperpento que les rodea sino víctimas o promotores del mismo.
Las historias que componen “Quotidiania Delirante” aparecieron en un momento, mediados de los 80, en el que se estaban produciendo grandes cambios en la vida del país, cambios que daban lugar a nuevos fenómenos, comportamientos aberrantes y fenotipos sociales recién acuñados. Y, sin embargo, casi cuarenta años después, lo que en estas viñetas se ridiculiza sigue no sólo siendo perfectamente comprensible por las nuevas generaciones sino que aún acontece a nuestro alrededor. Una vigencia que dice tanto de la capacidad de observación de Prado como tan poco de nosotros y nuestra sociedad.
Como autor inquieto que siempre ha sido, Prado no se conformó con encontrar un estilo único a través del cual escenificar estas grotescas tragicomedias, sino que, sin salir del perfil caricaturesco que requiere la sátira costumbrista, cambia de línea, tono y color de una a otra, desde lo más grotesco a lo casi realista, de lo opresivo a lo bello. Su capacidad para crear personajes y darles su propia expresividad y lenguaje corporal es excepcional, como también su uso del color directo, consiguiendo una gama de matices, texturas, ambientes y atmósferas extraordinaria en una época en la que el color digital aún estaba bastante lejos.
“Quotidiania Delirante” es una joya del comic de humor español. Y, ciertamente, es muy español, en su tono, en sus situaciones, en su ambientación, su visceralidad, sus personajes y en la mala baba que transpira por los cuatro costados. No sólo es un conjunto de historias perfectamente narradas y dibujadas que puede entender y disfrutar un público muy amplio sino que es una obra de necesaria reivindicación en una época, la nuestra, en la que lo políticamente correcto y la piel de cristal de tantos colectivos niegan la libertad del creador para reírse y denunciar la injusticia, atropellos, excesos y absurdos que nos rodean, vengan de donde vengan.
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