1 may 2020

1905- LITTLE NEMO EN EL PAÍS DE LOS SUEÑOS – Winsor McCay (y 2)


(Viene de la entrada anterior)

En cuanto al propio Nemo, iría cambiando con el transcurso de la serie y conforme la historia progresaba. El niño tímido y mimado de las primeras entregas dio paso a un muchachito más seguro de sí mismo y con mayor autoestima al entrar en contacto con más y más habitantes del Reino de los Sueños. Este protagonista poco definido (su nombre, Nemo, es el término en latín para “Nadie”) e inicialmente temeroso y pasivo, gradualmente adoptó un papel más activo en sus aventuras. Si al principio huía de gigantes y era fácilmente descabalgado por sus monturas, más adelante lucharía contra piratas y osos polares. Sus atributos heroicos llegarían a alcanzar, como mencionaré más adelante, proporciones casi mesiánicas ya que incluso caminó sobre las aguas en un par de ocasiones y curó a tullidos y enfermos. Al final, Nemo se convertiría en gobernante de su sueño después de haber aprendido a dominar sus poderes, conocer e interpretar sus leyes y conquistar su universo.



¡Y vaya universo! Aunque existía un centro bajo la forma del palacio rococó desde el que Morfeo impartía sus órdenes con la ayuda de su servicial mayordomo, el Dr.Pill, los dominios del Reino de los Sueños, como los del mismo Cielo, se extendían hasta el infinito. Sus paisajes incluían todos los conocidos e imaginados; lo mismo podía decirse de su fauna y su flora. La arquitectura era una peculiar y ecléctica amalgama de barroco italiano, art noveau y el neoclasicismo inspirado por los pabellones de la Exposición Colombina de Chicago de 1893, en especial el montaje neoclásico bautizado como White City.

Por desgracia, el Rey Morfeo, que a pesar de parecerse al Dios imaginado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina no dejaba de ser un déspota benigno, ha descuidado los inmensos dominios que se extienden más allá de los muros de su palacio. Atendiendo los ruegos de la mandona princesa o quizá impulsado por su propia curiosidad y sentido de la aventura, Nemo parte para explorar tierras heladas y desiertos, poner orden y paz y enfrentarse a todo tipo de peligros descabellados. Viajó incluso a la Luna y Marte. Toda esta singladura está punteada por un
colosal diorama de imágenes brillantes, como el dramático final del palacio de Jack Frost; las múltiples duplicaciones, dislocaciones y transformaciones que sufren los protagonistas en una cámara de ilusiones; o la visita al extraño zoológico de Marte. Son hallazgos visuales que se fijan a la memoria con la viveza de uno de esos sueños que jamás vuelven a olvidarse.

El estilo gráfico de “Little Nemo en el País de los Sueños” está muy influido por el auge del interés en el art nouveau que se vivió en Estados Unidos por aquellos años. El gusto por sus líneas sinuosas y estampados planos culminó en el triunfante recibimiento que se le dio a Alphonse Mucha, excelso representante de esa corriente artística, en Nueva York en 1904, cuando abrió un estudio en ese país. McCay puso las formas serpenteantes y el color irracional del modernismo al servicio de la perspectiva y el movimiento. Buena parte de la elegante escenografía de la serie está tomada de la del art noveau, como los abundantes pavos reales, lirios, cisnes y nenúfares. También se identifican elementos de los cuentos de hadas tradicionales, como el anciano rey y la hermosa princesa, o la prueba o viaje con el que el protagonista debe
demostrar su valía. Y a esto hay que añadir las mencionadas influencias que el propio McCay había ido recogiendo en el curso de su carrera, como los animales exóticos, la estética circense, los payasos o las rarezas. En ciertos aspectos, las visiones de McCay anticiparon el movimiento surrealista: apariciones inestables, naturaleza hostil, objetos reunidos irracionalmente, artefactos mecánicos de aspecto amenazador… En estas fantasías, McCay creó un mundo alternativo en el que lo inesperado es lo corriente y lo mundano no tiene cabida.

Con disciplina, imaginación y tenacidad, McCay exploró la naturaleza visual del sueño, reflejando sus transposiciones y transformaciones de acuerdo con una lógica onírica, recreando a la perfección la sensación de caída, de vuelo, de mareo… de alejamiento, en definitiva, del mundo real. Para ello, experimentó con los encuadres de una manera que más tarde adoptaría el cine, todavía encadenado al plano estático. Asimismo, jugó con la forma, tamaño y disposición de las viñetas en la página no sólo para crear armonía,
simetría y equilibrio sino para crear efectos narrativos que aceleraran o ralentizaran la acción, la fragmentaran o la desplazaran a lo largo de la plancha, guiando los ojos de unos lectores que a esas alturas no estaban habituados todavía a un lenguaje de las viñetas cuyas bases se iban creando sobre la marcha. Muchas de las soluciones narrativas que adoptó McCay no sólo las inventó él sino que han pasado a ser herramientas básicas del medio y nadie las ha conseguido superar.

Los dibujos de McCay, ya de por sí maravillosos por su elegancia, precisión, talento narrativo y equilibradas composiciones, mejoraban mucho gracias al uso del color. Los colores aportaron más definición, profundidad y vida a las figuras, los objetos y los fondos, ayudando a distanciar ese mundo de los sueños de la realidad mundana que le esperaba al protagonista tras despertar en la última viñeta de cada plancha. El color también le permitió al artista manipular más fácilmente las leyes de la perspectiva como, por ejemplo, cuando Nemo crecía o disminuía de tamaño mágicamente si la situación así lo requería, haciendo que su entorno se difuminara cromáticamente.

He mencionado más arriba que fue la vertiente fantástica la que dominó la obra de McCay en
este periodo, pero también es cierto que, gradualmente, “Little Nemo” fue introduciendo alegorías de problemas sociales muy reales. Así, por ejemplo, en la plancha del 22 de marzo de 1908, Nemo es llevado por una manada de lobos (símbolo tradicional del hambre) a unos riscos que dominan Shantytown, una clara transposición del deterioro urbano de muchas ciudades. Al entrar en el destartalado barrio, un ángel sale al encuentro de Nemo y le da una varita con la que el niño devolverá la vista a los ciegos y hará que los cojos caminen. Habiendo restaurado la pierna amputada de un joven, Nemo le ordena ante la sombrada multitud: “¡Tira tus muletas!”. El 19 de abril de ese mismo año, este Nemo mesiánico devuelve la salud a un niño moribundo. Después de ir a la iglesia, el protagonista se dice dispuesto para visitar también a la hermana enferma del anterior. En la puerta de un edificio, Nemo encuentra a la madre del niño sosteniendo un harapiento bebé en sus brazos. Junto al umbral hay un aviso de desahucio. En el ático, una niña moribunda duerme sobre una pila de cajas. Nemo toca la suya con su varita y la transforma en un sarcófago dorado, despertando ella en un campo de lirios de Pascua (símbolo tradicional del renacimiento). Cuando Nemo, como siempre, despierta en la última viñeta, se lamenta por no poder promover un auténtico cambio social.

Volvemos a encontrarnos temas similares en la aventura de Marte, que fue la última importante de la serie y que empezó el 24 de abril de 1910. El propósito moralizador de McCay queda claro por la atención creciente que pone en los diálogos: trata de mandar un mensaje que no puede sólo expresarse con imágenes sino que requiere también de la palabra. Cuando la nave se acerca a la superficie del planeta, el grupo del País de los Sueños ve que Marte está repleto de carteles: “Propiedad Privada”, “No pasar”, “Manténganse Fuera de este Aire”… En la tercera viñeta, aparecen cartelones que ensalzan la propiedad inmobiliaria: “¿Por qué pagar un alquiler? ¡Posea una casa en el cielo!”. Cuando la nave de Nemo desciende, contemplan cientos de casas idénticas pero sin señal de vida humana o vegetal. Nemo no puede respirar y cuando se desmaya sobre la cubierta, se presentan dos marcianos alados e informan al grupo de que en ese planeta hasta el oxígeno tiene que comprarse al tirano capitalista B.Gosh. Esa última aventura en el País de los Sueños marcó el final de la serie, al menos en su mejor etapa, aquella en la que McCay se sintió más inspirado e imaginativo.

“Little Nemo en el País de los Sueños” tuvo un éxito arrollador desde el principio y catapultó a
su autor a la fama. Valgan sólo unos ejemplos. En 1906, McCay montó un espectáculo, “The Seven Ages of Man”, en el que dibujaba sus personajes en público utilizando tizas de colores y música de acompañamiento. Nada menos que mil dólares a la semana cobraba McCay por dos representaciones diarias de veinte minutos, una cifra enorme para aquella época. En 1908, se estrenó en Broadway –sin la participación de McCay- una extravagante comedia musical cuyo montaje costó 100.000 dólares y que recibió tan buenas críticas como favorable recepción popular. Y en 1911, se estrenó “Winsor McCay, the Famous Cartoonist of the N.Y. Herald and His Moving Comics”, una cinta pionera en el campo del cine de animación, para la que el artista realizó 4.000 dibujos coloreados a mano que suponían cuatro minutos del total de la cinta. En ésta, puede verse al propio McCay apostar con sus colegas a que puede dar vida a sus dibujos, ganando el desafío animando a los personajes de “Little Nemo”.

En 1911, en un movimiento muy común entre los dibujantes americanos de su tiempo, McCay se marchó del Herald respondiendo a los cantos de sirena –y a un salario más generoso- de William Randolph Hearst y su diario New York American. Antes de marcharse del Herald, se permitió un último capricho: una gran gira por las principales ciudades norteamericanas cuyos periódicos publicaban “Little Nemo”.

Para la prensa de Hearst, McCay aportó varias tiras de corta vida, como “The Man from Montclair”, “Dear Dad and His Daughter”, “Mr.Bosch”, o “Nobody Cares for Father” (esta última quizá autobiográfica). Pero sobre todo, continuó las aventuras de Nemo con otro título: “In The Land of Wonderful Dreams”. En estas páginas dominicales McCay seguía demostrando una incontestable maestría gráfica ya fuera en la línea, la composición o el color, pero su inventiva parecía estar en retroceso. El resultado fueron una serie de maravillosos dibujos inconexos al no contar con un pegamento narrativo que les diera coherencia. Esta segunda serie de Nemo finalizó en 1914, el mismo año en que su creador abandonó casi completamente sus otros trabajos en el ámbito del
comic. En lo sucesivo, sus mejores logros ya no tendrían lugar en el mundo de las viñetas en el de la animación, un campo sobre el que no me voy a extender aquí por quedar fuera del negociado de este blog.

El de Nemo, sin embargo, iba a ser un sueño que se resistiría a morir. Tras un hiato de diez años, al final de su contrato con Hearst en 1924, McCay regresó al Herald y retomó “Little Nemo en el País de los Sueños”. Pero era ya demasiado tarde para recuperar la poesía y el alma que había caracterizado la versión original, por mucho que su arte continuara siendo deslumbrante. Y así, la página dominical, tras casi 600 entregas desde su primera aparición allá por 1905, finalizó en el último domingo de 1926, como un gris epílogo a la brillante carrera de McCay en los comics.

Dado que los derechos de los comics de prensa solían estar en manos de los Syndicates o agencias, era habitual en la época que cuando un autor dejaba una serie, se contratara a otro para sucederle. No fue el caso de “Little Nemo”. La
personalidad, imaginación, estilo, ingenio y talento de Winsor McCay eran tales que retomar al personaje hubiera sido imposible. Su hijo Robert trató de revivir la serie para la sindicación en dos ocasiones, 1935 y 1947, pero ambos intentos se saldaron con la indiferencia de los lectores y no duraron más de dos meses. La obra primigenia, sin embargo, jamás perdió su prestigio y en 1966, por ejemplo, las planchas originales de McCay fueron expuestas en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

Para muchos expertos y aficionados, “Little Nemo en el País de los Sueños” es el mejor comic de toda la Historia. Este tipo de afirmaciones es siempre discutible, pero de lo que no hay duda es de que, en su primera etapa, es uno de los más grandes y bellos de todos los tiempos. Su fuerza poética, su inventiva, su maestría gráfica, su audacia experimental y su influencia en autores posteriores (no solo guionistas y dibujantes de comic, sino también cineastas) rara vez han tenido parangón en el ámbito del comic. Un logro inmenso si tenemos en cuenta lo joven que era el medio por entonces. McCay abrió nuevos caminos, exploró recursos innovadores y demostró las alturas creativas a las que podía llegar el lenguaje de las viñetas, enseñando al lector a interpretar su lenguaje conforme él mismo iba aprendiendo cómo guiar el ojo y la mente por la página. Una obra, en fin, deslumbrante cuyo descubrimiento es obligado para todo aquel que quiera profundizar mínimamente en el medio.

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