29 feb 2020

1975- PARACUELLOS – Carlos Giménez


Desde sus mismos orígenes, el comic ha tenido un claro componente costumbrista en el sentido de reflejar la época en que fue realizado. Con excepción de los tebeos ambientados en épocas pasadas o futuras, ya fueran thriller policiacos, dramas deportivos, aventuras en parajes exóticos o comedias familiares, mostraban cómo era la vida de la gente ordinaria en muchos aspectos: la moda, la tecnología, la comida, los oficios, los gustos y prejuicios… Ese papel de testigo de su tiempo lo desempeñaban las viñetas de forma accesoria e involuntaria, retratando la sociedad como decorado de la acción principal; o bien formando parte importante de las tramas y gags, como en “Bringing Up Father” o “Blondie”.



Dentro de este género costumbrista, el autor puede ir un paso más allá, haciendo un ejercicio de introspección y examinando su propia vida, recuperando recuerdos, hechos y personas que han intervenido en ella y aportando una visión subjetiva de su propio recorrido vital. Este grado de madurez en el medio requería de autores más comprometidos con el mismo, más dispuestos a explorar nuevos caminos que en su momento no eran tan populares como ahora y romper convenciones bien establecidas. Y así, en el ambiente del comic underground americano surgieron en la década de los setenta del pasado siglo nombres como los de Art Spiegelman, Harvey Pekar o Robert Crumb, que trasladaron a las viñetas sus frustraciones, demonios, traumas, fobias y fetichismos. A partir de los ochenta, este particular subgénero fue cobrando cada vez más importancia, siendo hoy uno de los más cultivados por los creadores y apreciados por el público, incluido aquel que no lee comics habitualmente.

En realidad, la denominación “tebeo autobiográfico” es inexacta porque estos comics no suelen narrar la vida del autor de una forma detallada y cronológica desde su nacimiento hasta un determinado punto sino que más bien evocan pasajes concretos de la misma y centrándose en temas concretos. Este subgénero tiene sus propias características. Por una parte, el lector acude a él buscando, claro está, entretenimiento; pero también demanda información, aprender algo de las experiencias del autor. Por su parte, éste tiene que enfrentarse a problemas específicos puesto que las herramientas que tiene que utilizar son las mismas que las usadas para narrar ficción, a saber, reunir cierto número de personajes en momentos y lugares específicos para que jueguen un papel en la historia. Esto supone en sí un ejercicio de síntesis dado que la vida no se organiza y desarrolla de forma tan ordenada. Pero es que, además, la memoria no suele ser algo muy fiable en relación a la propia vida pasada y, desde luego, es insuficiente para dotar de detalle a tal o cual escena. El autor se ve por tanto obligado a retorcer sus recuerdos para poder generar una historia con la clásica estructura de planteamiento-nudo-desenlace, crear un clímax y resaltar determinados temas. Para ello, puede mezclar realidad y ficción, comprimir, dilatar o reorganizar el tiempo, omitir pasajes enteros que no son relevantes para lo que se quiere narrar, introducir una visión subjetiva o inventarse personajes que sean la suma de varios o versiones narrativamente cómodas de otros reales…Todo ello para lograr una dramatización más efectiva y “personal”.

Y, por supuesto, el autor debe decidir si se sitúa él mismo como protagonista de esa evocación o bien adopta un rol más secundario con el fin de tejer un tapiz más extenso en el que tengan también cabida experiencias y recuerdos ajenos. Pues bien, es bajo todos estos parámetros donde se sitúa “Paracuellos”, una de las obras pioneras de este subgénero a nivel internacional y obra de uno de los grandes nombres de la historieta patria: Carlos Giménez.

Giménez, que desde niño había manifestado aptitud y pasión por el dibujo, empezó a publicar profesionalmente a comienzos de los sesenta, trabajando para diferentes agencias y estudios en comics de género de lo más variado como “Gringo”, “Delta 99”, Tom Berry” o “Kiko 2000”. A finales de esa década y con guiones de Victor Mora, obtiene su primer éxito con una serie de CF, “Dani Futuro”, que llegó a publicarse en Francia en la revista “Tintin” y que supuso para él además un considerable salto como autor en cuanto a dominio de los recursos narrativos del medio y calidad de su dibujo. Pero en 1975, con el cambio de régimen político y la libertad que empieza a respirar el comic español, Giménez, ya con una amplia experiencia a sus espaldas y ansioso por explorar nuevos terrenos, cambia completamente su estilo y dirección para centrarse en el comic de contenido humanista y autobiográfico con un abierto tono de denuncia política de una ideología que aún estaba muy presente en el país.

Es en esa línea donde se inscribe “Paracuellos”, aparecido originalmente por entregas en la revista “Muchas Gracias” (la segunda parte se publicó en “Comix Internacional” unos años
después) y en el que recupera con una amarga nostalgia los recuerdos de su infancia en diversos orfanatos del Auxilio Social franquista.

La red de Auxilios Sociales nació en 1936 en Valladolid con la intención inicial de socorrer a los necesitados de esa ciudad independientemente de su adscripción ideológica. Tras la Guerra Civil, ya englobado orgánicamente dentro de la Sección Femenina de la Falange y trabajando en colaboración con la Iglesia Católica -que no veía con buenos ojos la expansión de una institución benéfica ajena a su influencia-, se expandió considerablemente en número de centros en una España hambrienta y devastada por el conflicto bélico. Independientemente de la labor social efectiva que llevaran a cabo salvando de la hambruna y la vida marginal a miles de niños, no es menos cierto que la dictadura lo utilizó como medio de propaganda ideológica de la mano de la Falange y que tras los muros de los albergues para niños se cometieron todo tipo de abusos, crueldades, injusticias y corruptelas.

Exhibido como un logro del régimen franquista, no había espacio en esos centros para la
denuncia ni la investigación. Los pequeños no tenían forma de expresar lo que ocurría y sólo muchos años después han ido saliendo a la luz las palizas, vejaciones y maltratos físicos y psicológicos de todo tipo. Hoy este tipo de denuncias ha pasado a ser moneda común y socialmente aceptada, pero cuando apareció “Paracuellos” en 1975, su testimonio resultó algo no solo nuevo sino tremendamente impactante y subversivo dado que, aunque Franco había muerto, la democracia no había llegado aún y la mayor parte de la sociedad todavía seguía anclada en la ranciedumbre mental y moral de otros tiempos.

Los niños del Auxilio Social no eran únicamente huérfanos. A veces uno o dos de sus
progenitores estaban en la cárcel; o se habían separado y la madre perdía la custodia; o habían sido abandonados por madres solteras; o la situación económica de sus padres les hacía imposible hacerse cargo de sus hijos. En el caso de Carlos Giménez, nacido en 1941 en el seno de una familia humilde, perdió a su padre con tan solo un año de edad y cuando su madre enfermó de tuberculosis, a los cinco años fue absorbido por el sistema, pasando por diversos Hogares y acumulando todo tipo de experiencias -la mayoría desgraciadas- hasta cumplir los catorce, cuando regresó a su casa para iniciar una nueva etapa en su vida (que sería narrada en otra obra, “Barrio”).

Esas vivencias son las que componen “Paracuellos”, episodios de dos a ocho páginas, cortos en extensión pero plenos de intensidad y en los que se mezclan el verismo de lo vivido con la distorsión propia de un recuerdo que fue adquirido con el filtro de la infancia y dejado macerar durante décadas. En general y salvo excepciones en las que la pura amargura se dulcifica gracias a los escasos momentos en los que el humanismo de los amigos ayudaban a salvar una crisis emocional, los recuerdos de Giménez pintan un panorama paradójico que
consigue -como es su objetivo- incomodar al lector: en lugares como los Auxilios Sociales, teóricamente dedicados al cuidado de niños necesitados y donde debería imperar el amor, la generosidad y la ternura, no se encontraban más que corazones duros y mentes cerriles y agresivas que veían a los pequeños como seres asilvestrados y dominados por el pecado que había que enderezar a base de duros correctivos y escarmientos.

Los niños vivían atenazados por el miedo al castigo; un hambre crónica que es un invisible protagonista más en muchas de las historias; el calor tórrido en verano o el frio en invierno, la sed, la soledad, la separación de las familias, los castigos por orinarse en la cama por la noche o moverse durante la siesta; o la continua frustración de sus sencillos sueños y esperanzas, ya sea comer y compartir unas golosinas dejadas a escondidas por una madre cariñosa; o jugar con los regalos navideños donados por familias de tan buen corazón como grande ignorancia respecto al fin previsto para esos juguetes…

Se ve también claramente el adoctrinamiento político por parte de falangistas, convencidos partidarios de la mano dura y los castigos ejemplarizantes. Y el adoctrinamiento religioso impartido por beatas que citaban el Catecismo mientras sometían a los niños a todo tipo de
vejaciones y amenazas con sufrir los suplicios del infierno. En ese entorno de férrea disciplina impartida a base de varas, toque de corneta e himnos falangistas y como forma de evasión, Pablito (sosias del propio Carlos Giménez) se aferra a su pasión: los tebeos de “El Cachorro”, que lee con absoluta dedicación y que le inspirarán ya en esa temprana etapa de su vida para, algún día, ser autor de historietas. Conforme pasan los años y siguiendo el curso de la naturaleza, los niños también experimentan con desconcierto los primeros “picores” sexuales gracias a la presencia tan bienvenida como efímera de jóvenes encargadas.

Eran esos hospicios ambientes opresivos que sacaban a la luz tanto las virtudes como los defectos de todos los que tras sus muros vivían, microcosmos autocontenidos en los que interactuaban niños que en muchos aspectos reproducían los comportamientos de los mayores. Hay actos de generosidad y lealtad, compasión y solidaridad, de amistad desinteresada, valor e integridad…pero también de mezquindad, cobardía y villanía. Son estas anécdotas, breves fragmentos de memoria que conforman historias de tramas muy sencillas pero al mismo tiempo muy complejas psicológica y emocionalmente, que casi nunca tienen un final feliz –no había escapatoria posible de ese purgatorio- y cuyo humor es de los que dejan la sonrisa congelada en los labios.

Gráficamente, nos encontramos ante un Giménez ya plenamente maduro y en completa posesión de sus capacidades narrativas. Su dibujo, en un afilado blanco y negro, recoge influencias de Will Eisner, Frank Robbins o Milton Caniff y consigue engañar al ojo haciendo que lo caricaturesco parezca realista. O bien pasando de un plano al otro casi sin solución de continuidad y según la escena lo requiera, del expresionismo al naturalismo.

Por supuesto, lo que más llama la atención en un vistazo superficial –además de la concentrada
composición de página a base de pequeñas viñetas- es el contraste entre los fondos austeros y funcionales y la trabajada intensidad de los rostros. Y es que lo que más abundan son los primeros planos de las caras infantiles, una decisión lógica dado que esta es una obra que se apoya completamente en emociones y sentimientos. Al mismo tiempo, ello supone un desafío para el autor puesto que requiere de él un gran dominio de la caracterización y la expresividad facial y corporal. Giménez sale sobradamente airoso de la prueba: sus rostros de terror, angustia o miedo son verdaderamente sobrecogedores, pero también sabe suscitar con su dibujo en el lector la dulzura y la compasión. Gráficamente, muchas de las historietas se abren con una viñeta que sirve para ubicar el lugar donde transcurre la acción, y termina con otra similar cuya función es tanto la de poner punto y final dejando al lector pensando sobre lo que acaba de ver y leer como transmitir la sensación de alejamiento progresivo de ese purgatorio tras cuyos muros siguen confinados los niños.

“Paracuellos” empezó a publicarse en los setenta pero Giménez fue añadiendo sucesivos volúmenes en otras dos etapas, a finales de los noventa y a primeros de los 2000.
Paulatinamente y a medida que su dibujo se suavizaba, redondeaba y perdía ese matiz casi terrorífico de algunos episodios iniciales, las anécdotas iban dulcificándose cada vez más no sólo con la introducción de chispazos de humor –ya no tan negro- sino con una mayor dosis de fe en la condición humana, en la fortaleza y potencial de esos niños, cada vez más individualizados y caracterizados. Este aspecto llegó a tener más peso que la ácida crítica al hipócrita sistema de beneficencia franquista que había alimentado la primera etapa. Es posible que toda la bilis que guardaba Giménez hubiera sido ya expulsada en los primeros dos volúmenes de la serie y que la lejanía respecto a lo narrado apaciguara su resentimiento.

“Paracuellos” (que inicialmente gozó de mayor aprecio en Francia gracias a su publicación en la revista “Fluide Glacial” siendo sólo más tarde reivindicada por una España cada vez más distante del franquismo y, por tanto, más abierta a su crítica), es una obra de obligada lectura para cualquier aficionado y que satisface plenamente todos los requerimientos del comic autobiográfico que indicaba al principio: es honesto con la memoria del autor –y con la de tantos que, como él, pasaron por esa institución-; entretiene al tiempo que sirve de testimonio
colectivo e individual de una época y unos lugares muy concretos, devolviendo viveza al pasado gracias a un incuestionable talento para narrar y dramatizar vivencias tanto propias como ajenas; Giménez utiliza con absoluta eficacia y precisión las herramientas narrativas propias del comic para dar forma gráfica a sus recuerdos e involucrar emocionalmente en ellos al lector.

Es por ello que, justificadamente, “Paracuellos” está considerada como una de las grandes obras del tebeo español. Un comic pionero, valiente y descarnado que abrió nuevos caminos en los que el medio demostraba al aficionado patrio su afilada capacidad para abordar temas maduros, complejos y polémicos. Cuando apareció por primera vez, no solamente en España era imposible encontrar nada a su altura y ambición, sino que incluso en el resto del planeta tebeístico no había nadie que hubiera expuesto de forma tan cruda y con tanto talento las penurias de la infancia indefensa.

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