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En 1986 aparece el trigesimosexto álbum de la serie, “El Pasajero del Tiempo”. Los intentos de Franquin de introducir la ciencia ficción en la serie no habían pasado de ser ligeros flirteos: los extravagantes bebedizos del conde de Champignac, los Marsupilamis, los dinosaurios traídos a la actualidad o algún que otro curioso artefacto diseñado por Zorglub. Pero Tome y Janry se atreven a meter a sus personajes de lleno en una historia de ciencia ficción pura haciéndolos viajar en el tiempo.
Cuando el Conde de Champignac se toma unos días de vacaciones, deja a Spirou y Fantasio a cargo de su mansión aconsejándoles que utilicen el telescopio para seguir el curso de un cometa que va a ser visible esa noche. Apenas llevan allí un día cuando en el jardín aparece con cierta violencia una extraña nave y de ella emerge un individuo idéntico al Conde acompañado de una extraña criatura ajena a la Tierra. El recién llegado se presenta como Aurelio de Champignac, un descendiente del aristócrata, que ha viajado desde el futuro en una máquina del tiempo que él mismo ha construido. Víctima de burla y escarnio en su época por sus osadas investigaciones, quiere regresar a su tiempo con algunos especímenes botánicos extintos en el futuro y que demostrarán su hazaña. Así, Spirou y Fantasio le acompañan a las selvas sudamericanas de Palombia, pero en el trayecto sufrirán un incidente que les empujará al pasado, al siglo XVI…
El argumento de Tome combina acción, aventura y humor, pero no se puede decir que sea muy sólido. Más bien se reduce a una serie de gags enlazados que denotan su origen como serialización semanal en revista. Hay una línea de fondo –muy trillada, eso sí: el viaje en el tiempo al pasado y la perentoria necesidad de los protagonistas de regresar a su nave y su tiempo antes de una fecha límite- pero más allá de eso da la impresión de que el guionista va estirando en exceso una idea de corto recorrido a base de escribir unas cuantas páginas cada vez. Con ello no quiero decir que no estemos ante una obra muy entretenida, todo lo contrario. La escena de la tortura de Fantasio, por ejemplo, es verdaderamente hilarante. Y, además, Janry sabe imprimir a la aventura un ritmo frenético y continuos giros y sorpresas que no dejan tiempo al lector para reflexionar muy a fondo sobre los débiles entresijos algo absurdos de la misma hasta el cierre final de la paradoja temporal.
Dado que los derechos del Marsupilami pertenecían a Franquin (y a partir de 1986 a Marsu Productions), Tome y Janry no podían utilizarlo en las nuevas aventuras de Spirou. Sí quisieron, no obstante, homenajearlo a su manera introduciendo en esta entrega al Esnulfateador, una extraña criatura mezcla de zorro y cerdo, un monstruito que parece sacado de la alucinación de un dipsómano y que hace referencia al gusto de Franquin por los seres grotescos pero divertidos. Los autores quisieron responder a aquellos que pedían la reintroducción del Marsupilami con una parodia del mismo, un animal tan improbable como aquél pero que fuera su reverso. Así, donde el Marsupilami era fascinante, ágil, dinámico y siempre de buen humor, el Esnulfateador es torpe, feo y gruñón. En esta ocasión, sin embargo, el esfuerzo se queda corto y esta nueva criatura queda muy lejos de la chispa, el humor y el carisma del original Marsupilami. De hecho, ni sus autores ni sus sucesores volverían a utilizarlo y, tras la peripecia temporal –que se prolongaría un álbum más- lo dejaron en el año 2062 con Aurelio de Champignac. Asimismo, el que los personajes viajen a las selvas de Palombia ofrece ciertas expectativas a que en un momento u otro aparezca el Marsupilami pero que, a la postre y por los mencionados derechos de autor –por no hablar de cierta renuencia de Tome y Janry a asumir una creación tan peculiar y ajena a ellos- quedan sin satisfacer.
Por su parte, Janry está ya en plena forma y adopta algunas soluciones poco usuales, como el diseño de la nave temporal de Aurelio. Normalmente, la tecnología tiene diseños simétricos y de formas suaves, pero este vehículo es todo lo contrario: tiene unas líneas y volúmenes muy extraños, irregulares, como si tuviera una especie de joroba, una especie de anillo de Mobius; y, sin embargo, su diseño es consistente y lógico. Janry se desenvuelve igualmente bien cuando tiene que dibujar los entornos selváticos de Palombia o los edificios, vestuario y objetos de los portugueses de hace cuatrocientos años. Da igual que dibuje naturaleza o ciudades, tecnología futurista o pueblos primitivos, el pasado, el presente o el futuro, Janry hace una labor impecable. Por otra parte, la sucesión alternada de momentos cómicos y dramáticos le permite demostrar su capacidad expresiva y su talento para planificar las escenas.
El tema de los viajes en el tiempo era lo suficientemente jugoso como para utilizarlo una vez más y así, en 1986, aparece “El Despertar de Z”, cuyo título dejaba claro que los autores se atrevían a recoger otra de las mejores creaciones de Franquin: el tirano Zorglub. Si en “El Pasajero del Tiempo” Spirou y Fantasio habían viajado hacia el pasado, en esta ocasión los veremos avanzar hacia el futuro y, en concreto, uno distópico gobernado por un descendiente de Zorglub que ha apresado a Aurelio Champignac, destruido los relojes de todo el mundo y esclavizado a sus hombres.
“Z como Zorglub” (1961) y “El Hombre de Z” (1962) fueron dos de los mejores álbumes de la etapa de Franquin –para los que contó con la colaboración del gran guionista Greg-, aventuras en las que el trío protagonista –Spirou, Fantasio y Champignac- se enfrentaban a Zorglub, un genio tecnológico con ínfulas de dictador. El personaje, pese a su carácter de villano, tenía un matíz algo trágico que no podía sino despertar cierta simpatía. Era un lunático brillante en busca de aprobación más que un auténtico psicópata al estilo de, por ejemplo, Zantafio, el perverso primo de Fantasio. Por otra parte, Franquin había dado hasta cierto punto carpetazo a su carrera como villano en el último álbum que realizó, “Un Bebé en Champignac” (1969), por lo que Tome buscó otra forma de introducirlo en la serie: avanzar hacia el futuro y presentar a su hijo, todavía más acomplejado debido a su enanismo y mucho más malvado; tanto, de hecho, que la propia realidad a la que había dado forma era oscura y siniestra. En lugar de los pintorescos artefactos futuristas de elegante diseño que había imaginado Franquin para Zorglub, su descendiente vive rodeado de una ciudad de pesadilla, nocturna y colosalista.
Con ese decorado, Tome escribe una historia –de las pocas de la colección que forman un díptico con otro álbum anterior o posterior- en la que combina con eficacia los ingredientes que ya domina: juegos de palabras, alternancia de momentos cómicos con otros dramáticos, persecuciones, inventos extravagantes y personajes pintorescos. Janry vuelve a sorprender con su talento, en esta ocasión construyendo un entorno futurista que se nutre de películas de ciencia ficción y/o suspense como “Blade Runner” (1982) o “El Reloj Asesino” (1948) y el en que abundan los edificios masivos, las naves, los sicarios uniformados y las grandes maquinarias imposibles.
Mientras tanto, Tome y Janry dan a la revista otro de sus grandes éxitos: “El Pequeño Spirou”. La versión infantil y traviesa del botones aventurero no había nacido con la intención de convertirse en una colección autónoma. Debutó, de hecho, como parodia de una serie clásica de la cabecera “Spirou”: “Los Cuentos del Tío Pablo”, en la forma de una historia corta titulada “La única y singular historia más o menos cierta sobre la infancia de Spirou contada por el tío Pablo”, dentro de un número especial que conmemoraba el 45 aniversario del personaje, en 1983. Aquello tuvo bastante gracia, pero no parecía que pudiera soportar una colección propia. Tome y Janry volvieron a utilizarlo para portadas e ilustraciones y bajo sugerencia del editor Vandooren, en 1987, el trigésimo octavo álbum está dedicado exclusivamente a él: “La Juventud de Spirou”, y compuesto de cinco historias cortas (realizada con ayuda de otro artistas para aliviarles de la inmensa carga de trabajo, Bruno Gazzotti).
El éxito fue tal que generó una colección derivada de la que Tome y Janry realizaron 18 álbumes entre 1990 y 2015. No voy a entrar en detalle en ella porque se aleja de la versión adulta y aventurera en la que se centra este artículo, pero sí diré que en sus primeras entregas no sólo es una serie muy divertida –compuesta de historias de entre una y ocho páginas- sino que pertenece a esa rara avis que disfrutan tanto adultos como niños. En realidad, que el infante protagonista se llame Spirou y vaya vestido con una versión en miniatura de su uniforme de botones es lo de menos porque tiene poca o ninguna relación con su futuro yo. El universo de personajes que Tome creó para el Pequeño Spirou es exclusivo y distinto de los que le rodearán de adulto y el propio protagonista es muy diferente.
Mientras que Spirou era siempre representado como el héroe aventurero ejemplar, su versión infantil –sin caer nunca, eso sí, en la maldad ni la abierta falta de respeto- era travieso y pícaro. El sexo y la religión –en la forma de sus representantes, los sacerdotes- era algo que había sido cuidadosamente esquivado en la serie titular pero aquí, en cambio, son dos de los temas recurrentes, abordados como hilarantes evocaciones de los tabúes infantiles. Spirou y su amigo Teleles –así como el resto de sus compañeros de clase-están en pleno despertar sexual y muchos gags giran alrededor de ello, ya sea mostrando su interés por la ropa interior de su amiga Blancaflor o bien por mujeres adultas pero bien formadas, sean doctoras o monjas. También se tratan las dudosas virtudes de la educación física en los colegios (aquí impartida por un profesor fumador y borrachín), el papel de los animales en el mundo humano (seres sobre los que se deposita afecto pero también fuente de alimento), el respeto por el medio ambiente, el rol de los abuelos, la moralidad de la educación institucional o familiar… Una reflexión aguda y ligera, en fin, de las paradojas del mundo adulto tal y como las observa un niño.
Tome y Janry tuvieron la valentía de divergir de la corriente principal de comics infantiles francobelgas, cuyos autores y lectores prefieren ver a la infancia como una época de inocencia en lugar de recordar lo traviesos y desobedientes que ellos mismos habían sido. Así, muchos de los títulos de los álbumes son frases habitualmente pronunciadas por los adultos con intencionalidad “educativa” e inmediatamente identificables por lectores de cualquier edad: “¡Di buenos días a la señora!”, “Pero, ¿qué estás haciendo? “, “¡Es por tu bien, cariño!”, “¡Tienes que aguantarte!”… mientras que las historias de su interior muestran lo fútiles, molestas e hipócritas que llegan a ser esas reconvenciones. Janry, por su parte, dibuja la serie con su habitual talento, aunque no vierte en ella el mismo grado de detalle y trabajo de sombras que en “Spirou y Fantasio”.
En 1987, con el trigésimo noveno álbum de la serie y el séptimo firmado por ellos, Tome y Janry vuelven a cambiar el paso dando como resultado si no el mejor, sí uno de los puntos álgidos de su etapa: “Spirou en Nueva York”. En los álbumes anteriores, ya lo hemos visto, habían seguido una línea moderadamente continuista respecto a lo conseguido por Franquin, atreviéndose no sólo a introducir géneros nuevos como la ciencia ficción sino a sacar a los protagonistas al mundo real. Sin embargo, la Antártida (“Virus”) o los desiertos australianos (“Aventura en Australia”) que recorrían Spirou y Fantasio eran básicamente idealizaciones extraídas de documentación gráfica. Esta vez, para representar Nueva York, el equipo creativo (incluyendo a su nuevo colorista, Stéphane De Becker “Stuf”) se trasladaron personalmente a esa ciudad para empaparse del ambiente y recoger de primera mano fotografías y sketches.
Hay que decir que la Nueva York de los ochenta no era la urbe limpia, fotogénica e inundada de turistas que es hoy. La reconversión industrial de los setenta aumentó brutalmente los índices de desempleo y criminalidad. Junto a los yuppies que se enriquecían en Wall Street convivían amplios sectores de la población sumidos en la marginación, una situación que no empezó a paliarse hasta la década de los noventa. Precisamente, “Spirou en Nueva York” nos muestra nada más empezar ambas caras: las cinco primeras páginas describen las esperanzas de los inmigrantes, el fracaso del sueño americano para muchos, el rápido enriquecimiento seguido de la caída en desgracia para otros tantos y el enraizamiento del crimen organizado en la forma de la Mafia y las Tríadas chinas, en competencia directa por el control de los bajos mundos.
Es en este contexto donde se nos presenta a Don Vito Cortizone –evidente y deliberado trasunto, hasta en el aspecto, del Corleone inmortalizado por Marlon Brando en “El Padrino”), líder de la mafia neoyorquina y cuyos ilícitos negocios están inexplicablemente decayendo ante el empuje del Mandarín, misterioso jefe de las bandas chinas. Éste utiliza magia negra para gafar a su contrincante y sumirle a él y a todos los que le rodean en una irrefrenable mala suerte.
Por si este enfoque realista no fuera suficiente (eso sí, con los matices humorísticos que caracterizan siempre a la serie), al otro lado del Atlántico, en su bonito hogar belga, nos sorprendemos al encontrar a Spirou y Fantasio en horas bajas. Su economía doméstica está, a su manera, tan mal como la de Don Vito y no tienen siquiera dinero para comprar comida, una situación inimaginable en etapas anteriores de estos personajes, que parecían vivir del aire y ajenos a los problemas corrientes. Pero he aquí que, con una porción de pizza comprada con sus últimos ahorros, Fantasio está a punto de atragantarse debido a un premio contenido en esta. Se trata de una “Pizza de la Suerte” de las industrias Cortizone y el premio es una llave acompañada de un número de teléfono. Al llamar, les comunican que han ganado un millón de dólares y que para cobrarlo han de viajar a Nueva York.
Tras conseguir que una publicación los envíe como corresponsales para cubrir un evento deportivo, Spirou y Fantasio se encuentran con Vito Cortizone, quien les revela que el dinero se lo entregará si colaboran con él para destronar al Mandarín. Cortizone cree que ellos han demostrado, con el hallazgo del premio, tener una buena suerte a toda prueba, justo lo que necesita él para vencer el gafe con que le aflige su enemigo. Spirou y Fantasio, por razones que se detallan en la trama, acceden a regañadientes a ello…
“Spirou en Nueva York” es una de las mejores entregas de esta etapa de la colección, una historia que no ha envejecido nada a pesar de los más de treinta años transcurridos desde su publicación. Y ello aun cuando su esquema es uno muy básico y tradicional para estos personajes: Spirou y Fantasio abandonan su hogar y viajan hasta una región hostil y/o exótica del mundo donde conocen a algún individuo poco recomendable pero también más patético que malvado. El toque genial de Tome fue, por una parte, la creación de Don Vito Cortizone, el primer villano de auténtico peso que habían creado los autores hasta el momento; un adversario grotesco y cómico, siniestro al tiempo que ridículo, capaz de igualar a los clásicos Zantafio y Zorglub.
Por otra, imprimir a la trama un ritmo furioso en el que se suceden y solapan escenas de acción perfectamente orquestadas y gags y juegos de palabras hilarantes (por ejemplo, con los nombres de los sicarios y colegas de Cortizone: Don Sin-Convizzione, Don Quigiotto…). Los diálogos son chispeantes e ingeniosos y toda la historia está salpicada de sátiras bien dirigidas al mundo y sociedad norteamericanos (como ese vendedor ambulante chino que por la mañana vende a los especuladores que entran a la Bolsa amuletos y por la tarde revólveres cuando salen; el mayordomo que se convierte en amo de su antiguo empleador por un giro de la fortuna sólo para perderlo todo; las máscaras de Mickey Mouse; las reuniones de la Mafia organizadas como un consejo de administración empresarial; la comida basura; los deportes absurdos; la codicia generalizada…).
No lo tenía fácil Janry a la hora de trasladar a las páginas un guión tan notable, pero supo estar a la altura, enriqueciendo la historia con multitud de aciertos visuales. Su Nueva York es sobresaliente, especialmente los barrios en los que transcurre la acción: Little Italy y Chinatown. Su dibujo es incluso más detallado que de costumbre, llenando las viñetas de vida sin por ello resultar farragoso o barroco. Su galería de personajes pintorescos es excelente y su sentido de la acción y el movimiento, la narrativa en general y la expresividad facial y corporal de sus figuras insuperables. Es cierto que recurre quizá en exceso a los estereotipos raciales y que ello puede herir algunas sensibilidades en los tiempos que corren (por ejemplo, esos chinos de dientes prominentes, sonrisa falsa y vista miope) pero en mi opinión y, no lo olvidemos, dentro del ámbito de la caricatura, las representaciones étnicas de Janry, con alguna excepción, son tanto o más dignas que las de muchos de sus colegas y el resultado final tiene tanta calidad que estos atajos facilones no estropean en absoluto el conjunto.
En el apartado gráfico hay que mencionar asimismo el trabajo del colorista, Stuf, que sabe aportar texturas y matices a una Nueva York plomiza, dominada por el cemento y los cielos grises, un tono al que Janry también contribuyó aumentando en las viñetas los volúmenes de sombras aplicados con pincel y no con plumilla, lo que aportaba mayor contraste y profundidad a las escenas.
“Spirou en Nueva York” es, desde luego, el mejor de sus trabajos para el personaje hasta ese momento, una aventura tremendamente divertida, con un tono sucio y realista, emocionante y dibujada con extraordinaria pericia que, respetando el espíritu clásico de la serie, la modernizaba y conseguía estar a la altura del inolvidable Franquin.
El éxito del álbum no sólo fue artístico o de crítica, sino de ventas. De hecho, a partir de este momento, el éxito comercial del Spirou de Tome y Janry superaría con creces a los de sus precedentes, Franquin incluido. Y en ello no tuvo sólo que ver el talento del dúo, sino los cambios que habían tenido lugar en la editorial Dupuis. En 1985, tras casi un siglo de vida como empresa eminentemente paternalista por las sucesivas generaciones Dupuis, abandona su carácter familiar para incorporarse a un importante grupo multimedia. Los autores no se vieron afectados inmediatamente por un cambio tan importante y, de hecho, los nuevos dueños confirmaron a Philippe Vandooren como editor, pero sí se aplicaron técnicas de promoción modernas, organizaron mejor el funcionamiento interno y eliminaron los personalismos e improvisaciones; todo lo cual se tradujo en un gran aumento de las ventas de casi todos los títulos, especialmente de “Spirou y Fantasio”.
(Continúa en la siguiente entrada)
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