26 may 2016
1929- TINTÍN (y 8) - Hergé
(Viene de la entrada anterior)
1963- LAS JOYAS DE LA CASTAFIORE
Si “Tintín en el Tíbet” había supuesto un desvío sustancial respecto a las aventuras “clásicas” de Tintín, tres años después Hergé vuelve en este nuevo álbum a burlarse de sus propios estereotipos. Porque en “Las Joyas de la Castafiore” no sólo no hay viajes a lugares exóticos ni villanos, ni siquiera hay una trama o intriga propiamente dichas (aunque esto sólo se descubre al final)
Dos sucesos inconexos ponen en funcionamiento la trama: durante un paseo por los alrededores de Moulinsart, Tintín y Haddock traban contacto con un grupo de gitanos y les invitan a acampar en las cercanías del castillo. Por otra parte, una carta de Bianca Castafiore anuncia inesperadamente su llegada para pasar una temporada en el hogar de Haddock, y éste resbala en un escalón roto y se hace un esguince, lo que frustra sus planes de huida ante la inminente llegada de la cantante. Ésta resulta ser tan insufrible como siempre. Acompañada de su pianista Wagner y su doncella Irma, se las arregla involuntariamente para hacer de la vida de Haddock un infierno: le regala un loro que le muerde a la menor oportunidad, organiza una entrevista con la televisión sin avisar a su anfitrión, practica sus arias para espanto de sus oyentes y sufre frecuentes ataques de histeria en los momentos más inoportunos creyendo que sus joyas han sido robadas.
Y, efectivamente, al final éstas desaparecen. Tintín inicia entonces una investigación para la que cuenta con múltiples sospechosos, desde los gitanos al pianista Wagner pasando por unos periodistas, pero cuyo desenlace resultará totalmente inesperado para todos.
Como en otras ocasiones, Hergé halló su inspiración para este álbum en un hecho real. Las joyas de la actriz Sofía Loren fueron efectivamente robadas durante el rodaje de “La Millonaria” (1960). Pero a diferencia de sus otros álbumes, en esta ocasión el autor decide centrar la acción en un ambiente íntimo, el hogar de Haddock y Tintín, de cuyos alrededores no saldrán prácticamente para nada. Todos los percances, gags, diálogos y situaciones que se van sucediendo tienen lugar dentro de una atmósfera de cotidianeidad que se distancia completamente de las grandes aventuras ofrecidas en álbumes anteriores (tan sólo en “El Secreto del Unicornio”, los personajes no habían salido de la ciudad, aunque sí debían enfrentarse a un misterio y amenazas de mayores dimensiones).
No se trata aquí ni mucho menos de desentrañar maravillosos misterios, alcanzar lugares lejanos o desarticular planes criminales. El robo de las joyas no es más que un ”Macguffin” sin demasiada importancia –de hecho, no hace más que dirigir a Tintín hacia pistas falsas- cuya verdadera función es la de permitirnos observar cómo los personajes se desenvuelven en escenas cotidianas planteadas con una estética teatral (empezando por la mismísima portada, en la que Tintín mira al lector y le ordena silencio antes de que empiece la acción). Y, sin embargo, prueba de la altura de Hergé como creador, consigue mantener el suspense y la atención del lector hasta el final.
Además de ser una farsa teatral de corte costumbrista, si de algo trata “Las Joyas de la Castafiore” es de las dificultades de la comunicación. Todo el mundo entiende mal a los demás, interpreta algo equivocadamente, habla con quien no debe, no escucha o decide no escuchar. La Castafiore no se escucha más que a sí misma –por lo que siempre pronuncia mal el apellido de Haddock-; algo parecido ocurre con el charlatán de Serafín Latón; Tornasol está sordo y no entiende lo que le dicen, por lo que sus respuestas dan lugar a malentendidos y equívocos; nadie atiende a las advertencias del escalón defectuoso; el teléfono de la mansión conecta a menudo con un número equivocado y recibe llamadas que no le corresponden; ni siquiera los periodistas son capaces de ejercer de profesionales de la comunicación y acaban entendiendo lo que quieren oír y malinterpretando el resto… Todo el álbum es una gran cacofonía magistralmente orquestada por Hergé en el que se cruzan y entrecruzan los dos protagonistas principales, la Castafiore y sus dos criados, Tornasol y Néstor, Hernández y Fernández, Serafín Latón, los gitanos, la policía, un albañil que nunca aparece cuando se le necesita, periodistas de diferente índole, un médico…
“Las Joyas de la Castafiore”, uno de los álbumes más extraños de la serie y que más se distancia de su canon, es también uno de los mayores logros narrativos de Hergé: su habilidad para introducir la vaga intriga detectivesca que da cohesión a la trama, su sentido del humor que incluye escenas maravillosamente secuenciadas para lograr el efecto máximo, el tempo narrativo y la perfección y detallismo de su dibujo. En este último aspecto, por otra parte, se permitió incluso alejarse puntualmente de su característica línea clara, como en la secuencia en la que Tintín se acerca por la noche al campamento gitano, tratada con un poco habitual claroscuro y coloreado. También asistimos al divertido experimento de visión subjetiva cuando Tornasol realiza una demostración de su nuevo invento, la televisión en color: el lector, como los sufridos amigos del sabio, acaba casi mareado ante el distorsionado ataque cromático que sufre.
Desde luego, la Castafiore juega aquí un papel central. “El Ruiseñor Milanés” fue apareciendo de forma directa o indirecta –sobre todo a través de su voz- en casi todos los álbumes de Tintín desde su primera aparición en “El Cetro de Ottokar”, y es casi el único personaje femenino con cierto peso en la colección. Ello le valió a Hergé acusaciones de misoginia, algo que él negó argumentando que el mundo de Tintín era el de la amistad viril y que allí no encontraba sitio para la mujer. Las pocas féminas que introducía en sus aventuras eran caricaturas, como la propia Castafiore. Dado que todos los personajes eran, de un modo u otro, caricaturescos, Hergé argumentaba que ni veía como presentar una fémina “bonita” ni cómo utilizarla de forma cómica. “¡Amo demasiado a la mujer para caricaturizarla”, afirmó en una entrevista.
1968- VUELO 714 PARA SIDNEY
En ruta hacia un congreso de astronáutica al que han sido invitados, Tintín, Milú, Haddock y Tornasol hacen escala en Yakarta, donde se reencuentran con un antiguo amigo y compañero de aventuras, el piloto Szut, que ahora trabaja para el peculiar millonario Laszlo Carreidas, el hombre que nunca ríe. Éste les invita a completar el viaje a bordo de su flamante jet privado, un prototipo cuyos mandos maneja Szut. Pero ya en el aire se descubre que la tripulación –con excepción del leal Szut- y el secretario personal de Carreidas, Spalding, forman parte de una conspiración orquestada por Rastapopoulos para desviar al avión de su curso, hacerlo aterrizar en una isla desierta y obligar al millonario a revelar los datos de sus cuentas bancarias.
La primera parte del plan transcurre según lo previsto pero, como era de esperar y tratándose de Tintín y Haddock, las cosas no acaban saliendo a gusto del villano. Porque lo que ninguno de ellos sabe es que las entrañas volcánicas de la isla esconden un secreto asombroso: la evidencia de la visita a nuestro planeta de una inteligencia extraterrestre.
Tras el interludio que había supuesto “Las Joyas de la Castafiore”, con este álbum, Hergé realiza un doble regreso. Por un lado, a la aventura más clásica, si bien el enfoque adoptado evidencia ya cierto cansancio, incluso cinismo. Así, la frontera entre los buenos y los malos no está tan clara en esta ocasión. En particular, Carreidas (para cuyo aspecto y actitud Hergé se inspiró en el industrial francés Marcel Dassault) se aleja del estereotipo puesto que no es exactamente un criminal o un gangster al uso. Se trata de un hombre de negocios sin escrúpulos y mezquino y aunque es víctima del secuestro y su vida corre peligro, también es un individuo tramposo y avariento que confiesa haber cometido tropelías para amasar su fortuna.
Por otra parte, Rastapopoulos, genio criminal en álbumes anteriores, queda reducido aquí a un vulgar ladrón rodeado de incompetentes y ataviado con un ridículo traje de cowboy. Ambos son, en el fondo, personajes patéticos, infelices y dignos de compasión que en lugar de inspirar en el lector sensación de amenaza le llevan a sonreír en escenas como la de Carreidas haciendo trampas a Haddock en algo tan inocente como un juego de mesa; o aquella en la que Carreidas y Rastapopoulos, víctimas del suero de la verdad, se confiesan el uno al otro sus maldades en una absurda competición por superar al otro. La desmitificación alcanza al capitán Allan, viejo villano segundón de la serie al servicio de Rastapopoulos, que aquí aparece retratado, rayando lo grotesco, como una especie de niño grande, cruel, inseguro y servil.
Este tratamiento de los villanos responde a la lógica evolución que Hergé había iniciado casi diez años atrás. Ni en “Tintín en el Tíbet” ni en “Las Joyas de la Castafiore” había presentado criminales de ningún tipo y parece que ahora Hergé, más viejo y quizá más sabio, ya no es capaz de someterse al espejismo que separa nítidamente el bien y el mal.
El segundo regreso al que hacía referencia es el de la ciencia ficción, un campo que Hergé había ya tocado en “La Estrella Misteriosa”, “Con destino a la Luna”, “Aterrizaje en la Luna” y, en menor medida, “El Asunto Tornasol”. “Vuelo 714 para Sidney” es de todos ellos el álbum que más se interna en el género, con referencias a civilizaciones perdidas, visitas alienígenas, telepatía y ovnis. Aparece incluso un trasunto de “intermediario” entre los extraterrestres –cuyo origen y propósito nunca llega a revelarse- y los humanos: Mik Ezdanitoff y que estaba basado en un charlatán auténtico, Jacques Bergier, novelesco personaje cuyas teorías sobre la influencia del ocultismo y lo paranormal en la Historia fueron muy populares en la década de los sesenta.
Sin embargo, todo el último tercio del álbum me parece insatisfactorio tanto en fondo como en forma. El dibujo sigue siendo magnífico, pero Hergé convierte a los alienígenas en una suerte de “deux ex machina” con los que resolver la trama de un plumazo y sin aclarar realmente nada. Además, el final de la historia se antoja en exceso apresurado; y esto no es un espejismo, sino un error del propio Hergé, que calculó mal la extensión de la historia en relación a las páginas disponibles, y se vio obligado a condensar la conclusión.
Merece mención aparte el Carreidas 160, el jet trimotor de ala variable que diseñó espléndidamente Roger Leloup, por entonces miembro del Estudio Hergé y particularmente dotado para proyectar y dibujar todo lo relacionado con vehículos y maquinaria, real o imaginaria. Poco tiempo después, Leloup se independizaría y crearía un personaje propio para la editorial Dupuis: Yoko Tsuno. Sus aventuras, que alternaban la ciencia ficción con la aventura y el misterio, le dieron oportunidad de demostrar su maestría a la hora tanto de imaginar todo tipo de naves alienígenas como de recrear entornos reales de nuestro planeta.
Como curiosidad, podemos indicar que este álbum es el primero desde su presentación en “Los Cigarros del Faraón” (1934) en el que no aparecen Hernández y Fernández.
1976- TINTÍN Y LOS PÍCAROS
Nada menos que ocho años tardó Hergé en ofrecer a sus fans un nuevo álbum y cuando éste apareció, aunque se vendió tan bien como todos los de la colección, la crítica se mostró dividida. Los más virulentos lo tacharon de senil, reaccionario y aburrido.
En esta ocasión, Tintín viajaba a San Teodoros, la pequeña nación sudamericana donde mucho tiempo atrás, en “La Oreja Rota”, había conocido al general Alcázar y se había visto involucrado en la convulsa política regional. Ahora, Alcázar ha sido apartado del poder por el general Tapioca, quien aprovecha que Bianca Castafiore está de gira por el país para encarcelarla –junto a su pianista y doncella, así como a Hernández y Fernández que la acompañaban como guardaespaldas- acusada de conspiración para derrocar al régimen. Pero el dictador, a través de los medios de comunicación, no tarda en extender sus acusaciones a Tintín y Haddock, que desde Moulinsart asisten entre indignados y estupefactos a la farsa.
Tintín no está dispuesto a dejarse engañar y avisa a Haddock de que se trata de un montaje para atraerlos a San Teodoros y encarcelarlos a ellos también respondiendo a algún oscuro motivo. Pero el impulsivo temperamento del capitán lo arrastra junto a Tornasol directamente a la boca del lobo. Pese a que son bien recibidos, pronto se dan cuenta de que son, de facto, prisioneros. Tintín se reúne con ellos y con ayuda del grupo rebelde de Alcázar, los Pícaros, se fugan. Para rescatar del cautiverio a sus amigos antes de que los fusilen, Tintín, Haddock y Tornasol deberán ayudar a Alcázar en su intento de recuperar el poder.
La génesis del álbum se remonta a comienzos de los sesenta, cuando Fidel Castro tomó el poder en Cuba. Ya entonces, Hergé elaboró una historia que transcurriría justo después de “Las Joyas de la Castafiore” y que difería mucho de lo que luego sería “Tintín y los Pícaros”. Entre las principales diferencias se cuenta el que Tintín, indignado por el trato que se dispensa a la población indígena, promueve una revolución que culmina en una reconciliación nacional. Pero el guión se mostraba indeciso acerca del papel que debía jugar Tintín en la refriega política: si debería tomar partido y militar en uno de los bandos o bien limitarse al rol de víctima de las circunstancias. Este bloqueo se prolongaría durante varios años para exasperación de sus ayudantes, que llegarían a completar una página para publicarla en un periódico suizo. Hergé decide abandonar totalmente el proyecto y conserva una de sus ideas, el secuestro del avión en el que viajaba Tintín, para desarrollar “Vuelo 714 para Sidney”.
A estas alturas, Hergé estaba inmerso en un camino del que parecía no haber vuelta atrás. Lo que cuarenta años antes habían comenzado siendo aventuras de corte clásico en las que la misión de Tintín siempre obedecía a fines altruistas, su intervención restauraba el orden y la justicia y sus enemigos eran villanos sin paliativos, habían ido convirtiéndose, como hemos visto, en algo mucho menos maniqueo. En “Tintín en el Tíbet” (1960) había prescindido de los enemigos para dejar que sus héroes se enfrentasen a la Naturaleza y sus propias debilidades; en “Las Joyas de la Castafiore” (1963) no sólo no había villano, sino que ni siquiera había aventura propiamente dicha y el misterio criminal que se planteaba no era más que un espejismo; en “Vuelo 714 para Sidney” (1968), había recuperado la figura del malvado criminal, pero dándole un tono burlón y grotesco que impedía tomársela en serio.
En “Tintín y los Pícaros”, el protagonista ya no se molesta en abrazar una causa importante; se limita al pragmatismo más absoluto para lograr su objetivo: rescatar a sus amigos. Tapioca es un nefasto dictador, pero Alcázar no es mucho mejor. En honor a la verdad, este último siempre fue un personaje un tanto ambiguo, pero aquí se dice abiertamente que su naturaleza no se diferencia tanto de la de su adversario. Su ambición es recuperar el poder, pero no necesariamente para mejorar la vida de los habitantes de San Teodoros. Es un militar golpista tan sangriento como Tapioca y sólo el chantaje de Tintín le impide masacrar a sus antiguos adversarios.
Alcázar es analfabeto, avaricioso y pagado de sí mismo; se rodea de borrachos incompetentes, tiene tendencia a dejarse llevar por la ira, pero al mismo tiempo se somete a las órdenes de su insufrible mujer; y, como Tapioca, compromete el futuro del país a cambio de ayuda extranjera para obtener el poder. De hecho, cuando el avión de Haddock y Tornasol sobrevuela San Teodoros a su llegada, vemos una viñeta en la que un par de malencarados soldados patrullan por un barrio de chabolas dominado por un gran cartel en el que se lee: “Viva Tapioca”. Cuando Tintín y sus amigos se marchan, en la antepenúltima viñeta, vemos su avión sobrevolando el mismo lugar: la escena es exactamente la misma, sólo han cambiado los uniformes de los soldados y el nombre del cartel: “Viva Alcázar”. La intervención de Tintín ha liberado a sus amigos de la muerte, pero en San Teodoros no ha servido para cambiar nada. Tintín ha perdido el control sobre los acontecimientos.
Hergé no estaba hablando aquí de ideologías de izquierda o derecha. Introduciendo elementos que apuntaban a la actualidad (la revolución Cubana, la acogida en Sudamerica de antiguos nazis, la intervención de potencias extranjeras, el caso del intelectual Régis Debray y su asociación con los guerrilleros del Che Guevara) elabora una fábula amarga y pesimista sobre la política sudamericana y, por extensión, la naturaleza humana. De igual forma que los Pícaros se sirven de las máscaras de falsa jovialidad para obtener el poder, la misma política no es más que una mascarada, un siniestro juego en el que los líderes se visten de algo que no son para conseguir su objetivo.
Ese giro hacia el cinismo y el desencanto por parte de Hergé halló un reflejo en Tintín, que adoptó aquí, por primera vez, un aspecto más acorde a los nuevos tiempos: no sólo abandonó sus legendarios pantalones de golf por unos de corte similar a los jeans –algo que le granjeó no pocas críticas por parte de muchos aficionados- sino que se atrevió incluso a ponerle una pegatina hippy con el símbolo de la paz en el casco de motorista que lleva al comienzo, un paso sin duda revolucionario para un personaje al que siempre se había tachado de, en el mejor de los casos, conservador.
A tono con la nueva visión desmitificadora de su universo, Hergé también nos muestra a un Nestor –el mayordomo de Haddock- no tan ejemplar como creíamos y dedicado a beber a escondidas y espiar conversaciones a través de las puertas. Haddock ya no puede beber; el “duro” Alcázar es un alfeñique en presencia de su esposa; Tintín se ve incapaz, como he dicho, de cambiar nada; Pablo, a quien consideraban un amigo, resulta ser un traidor…
Para muchos, “Tíntín y los Pícaros” supuso una decepción. Para entonces, los álbumes de Hergé se habían convertido en un trabajo colectivo de los colaboradores de su Estudio. Hergé se encargaba del guión, el abocetamiento inicial y el entintado de las figuras, pero el resto del proceso –búsqueda, selección y traslación gráfica de documentación, dibujo de fondos, entintado, diseño de arquitectura o medios de transporte y coloreado- recaían en otras manos, limitándose Hergé a supervisarlo todo mientras disfrutaba de sus aficiones personales y viajaba por el mundo. Ello fue la causa tanto de que la cadencia de salida de sus álbumes fuera espaciándose más y más como del descenso de calidad de esta última entrega, en la que se adivina más la mano de su fiel colaborador Bob De Moor que la del propio maestro.
Ciertamente, y a tenor de todo lo comentado en este artículo, Hergé había conducido a su particular universo en una dirección de la que no parecía haber retorno, pero cuyo final tampoco se vislumbraba claro. De todas formas, aquél acabaría siendo el último álbum del personaje. Empezó a trabajar en el siguiente, “Tintín y el Arte-Alpha”, en el que integraría su interés por el mundo del arte, pero sus problemas personales (se divorció de su primera esposa, Germaine, y se casó el mismo año, 1977, con Fanny Rodwell) y de salud (se le diagnosticó osteomielofibrosis en 1979) ralentizaron su ya entonces muy lento proceso de trabajo. Hergé murió el 3 de marzo de 1983, suceso que recogieron numerosos periódicos en reconocimiento de sus logros.
Hergé nombró única heredera a su segunda esposa, Fanny, que tomó la decisión de no poner al personaje en otras manos para seguir editando álbumes. Cerró el Estudio Hergé en 1986 y creó una Fundación con su nombre que asumió sus funciones (gestionar el patrimonio cultural de Hergé y los contratos de edición de su obra, elaboración de merchandising e ilustraciones relacionadas con Tintín…)
Para entonces, Tintín había transgredido su condición de personaje de las viñetas para ascender al estatus de icono cultural. Sus veintitrés álbumes se han convertido en fondo imprescindible de bibliotecas y librerías por igual, acumulando edición tras edición y seduciendo, como siempre hizo, a lectores de las nuevas generaciones. Su perfección gráfica y narrativa y su autorreferencial universo mantienen su vigencia más de ochenta años después de su nacimiento.
Se ha escrito muchísimo sobre “Tintín” y se seguirá haciendo en el futuro. Todavía nadie ha sido capaz de dar con las claves de su éxito. Ni siquiera Hergé lo comprendía muy bien. Lo que sí se puede decir es que con el joven reportero del tupé, Hergé creó una forma de entender la narración gráfica y una aproximación estética que crearía escuela y que sigue inspirando hoy a muchos artistas; supo capturar la esencia del héroe más clásico sin caer en histrionismos, atrayendo a millones de lectores a un mundo que parecía realista, pero que distaba mucho de serlo (no existían problemas monetarios, sentimentales, sexuales ni familiares); supo ofrecer historias dinámicas, muy bien narradas, contenidas en una especie de burbuja temporal ajena a modas y tendencias y que, sin huir totalmente de los acontecimientos y turbulencias del mundo real, tampoco hacía campaña por ideología alguna aparte de la justicia, la amistad, la lealtad y la generosidad con el prójimo (lo cual, como hemos ido viendo, tampoco le libró de polémicas diversas).
Tintín es una lectura imprescindible para entender el origen y evolución del comic europeo. Para aquellos lectores que imperdonablemente no lo conozcan todavía, les recomiendo empezar por los álbumes que Hergé realizó tras la Segunda Guerra Mundial, su etapa más madura (de “Las Siete Bolas de Cristal” en adelante).
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Leyéndote da la impresión de que las joyas es un cómic a los hermanos Marx. Lo tendré en cuenta cuando lo relea. Visto así, y por lo que recuerdo es así, tiene que ser bueno y no aburrido como me pareció la última vez, ya lejana, que lo leí. La Castafiore nunca he entendido que pinta en la serie.
ResponderEliminarLo que comentas del fin del maniqueísmo en Tintín por fechas coincide más o menos con el fin del mismo en el cine pop italiano. Con el paso del peplum al spaguetti western. Del héroe íntegro y la violencia sin sangre al héroe amoral y la violencia hipersangrienta. Algo debió pasar en Europa en el umbral de los 60, seguramente la consumación de la sociedad de consumo, que a la gente mayor como Hergé la hizo despertar. Parece que Europa Occidental se dio de bruces con el capitalismo. Es decir el egoísmo y la hipocresía. Ya no hay Bien y Mal sino intereses políticos y/o económicos disfrazados. Los malos no son los otros ni cobardes como pensaba por entonces los superhéroes, que han tardado mucho más en darse de bruces con que la realidad no es maniquea, como siempre.
Magnífico monográfico dedicado a Hergé y Tintín que he seguido desde su inicicio y hasta hoy no he querido comentar.
ResponderEliminarMuchas gracias por sus entradas en ambos blogs.
Un saludo
Gracias a los dos por vuestros comentarios. Efectivamente, Hergé envejeció con Europa y al final, aunque veía las cosas de manera diferente a como empezó cuando inició Tintín, ya no pudo o no supo trasladarlas a "Tintín y los Pícaros". Estaba mayor, enfermo y tenía otros intereses. Sea como fuere, una serie imprescindible para los amantes del comic.
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