15 abr 2016
1996-PERROS DE LA PRADERA – Foerster y Berthet
En la década de los setenta, coincidieron en la Escuela de Arte Saint-Luc de Bruselas varios jóvenes artistas que con el tiempo se convertirían en importantes autores del comic europeo. Entre ellos se encontraban Philippe Foerster y Philippe Berthet, que recibieron lecciones de Claude Renard y Eddy Paape. Ambos estudiantes trabajarían juntos por primera vez en 1988 en el álbum “'L'Oeil du Chasseur”. Tras varios trabajos progresivamente más interesantes, en 1994, la carrera de Berthet cobraría un gran impulso gracias a su colaboración con el guionista Yann en la serie “Pin-Up”. Es en el paréntesis entre los dos primeros ciclos de ésta, en 1996, que Berthet retoma su asociación con Foerster para realizar un western, “Perros de la Pradera”, publicado en Francia por Delcourt y en España por Norma Comics.
En una carta que escribe a su hija Janey, Calamity Jane rememora la última aventura de su amigo, JB Bone, pistolero, vagabundo y ladrón a punto de entrar en la tercera edad, que se vio envuelto en un robo fallido en Ogallala a consecuencia del cual murió su amigo y cómplice Ben Donnegan. Bone se siente obligado a llevar el ataúd con su cadáver hasta el cementerio en el que reposa el cuerpo de la mujer que amó Donnegan, Alabama Lightingale.
Calamity, por su parte, está transportando un grupo de huérfanos en su carromato para llevarlos a Rapid City cuando se encuentra con Bone y ambos acampan juntos esa noche. A la mañana siguiente, Calamity y los niños se han marchado…excepto uno, un muchacho sordo y aparentemente algo retrasado llamado Moses que tiene en su frente una marca en forma cruz. Bone, que no quiere complicaciones pero que tampoco puede abandonar al muchacho a su suerte, lo maltrata al principio, si bien con el paso de los días acaba cogiéndole cariño.
La autoimpuesta misión de Bone se complica no sólo por la presencia de Moses, sino porque el precio que se ha puesto a su cabeza tras el atraco sitúa tras su pista a un grupo de cazarrecompensas liderado por un lunático religioso, Solomon Wallace, y su hermana Moira. Por si fuera poco incentivo para este grupo de pistoleros, se rumorea que en el interior del ataúd que arrastra Bone se esconde el botín conseguido en el robo. El final del sangriento viaje desemboca en un dramático clímax en el que salen a la luz revelaciones sórdidas sobre las motivaciones que impulsan a Wallace y el origen del pequeño Moses.
Por algún motivo y a pesar del prestigio con que ya contaba Berthet, “Perros de la Pradera” fue un fracaso comercial. Desconozco las razones de ello. Quizá se debió a que se trataba de una historia autoconclusiva ajena a cualquier colección y que carece de continuación, y ello haga que las editoriales pierdan interés en promocionarla; o que el western no sea un género que atraiga demasiado a los lectores europeos modernos aun cuando es precisamente en Europa donde se han hecho los mejores comics del Oeste.
Pero también es cierto que dista de ser una historia perfecta. Para empezar, el suave dibujo de Berthet no es el más adecuado para reflejar toda la crudeza, violencia y morbosidad que el argumento exuda por todos sus poros. Excepto el pequeño Moses, no hay ningún personaje que pueda despertar franca simpatía en el lector. El protagonista, JB Bone, es un asesino violento que merece la horca por mucho que, en el transcurso de la peripecia, intente hasta cierto punto redimirse protegiendo al niño. Wallace es un sujeto totalmente detestable y el resto de los que juegan algún papel en la trama son tan asesinos y despreciables como él. Además, hay escenas especialmente lúgubres, como aquella en la que el ataúd se despeña por una pendiente expulsando el putrefacto cadáver de Donnegan que, envuelto en una nube de moscas, Bone y Moses deben recuperar con penosos esfuerzos; o aquella en la que Wallace, con total despreocupación, mutila a un niño de un balazo.
Por otra parte, Foerster introduce referencias históricas y bíblicas que no aportan nada a la historia más allá de lanzar guiños a los amantes del Oeste. Así, incluir el asesinato del legendario Wild Bill Hickock en Deadwood mientras JB Bone se halla presente en el saloon no es más que una anécdota que no juega papel alguno en la narración; el que la historia esté narrada por otro mito del Oeste, Calamity Jane, tampoco sirve para ofrecer una perspectiva particularmente interesante y su cometido se reduce al de enmarcar la historia con un principio y un final e introducir al pequeño Moses en la narración. El bíblico nombre de éste, por su parte, resulta poco sutil y la caracterización de Wallace como fanático religioso plagado de pecados (incesto, fanatismo, odio, asesinato) resulta tan extrema y tópica que roza el ridículo.
Pero ni mucho menos todo es negativo en este álbum. J.B.Bone, por ejemplo, es un personaje bien caracterizado, una auténtica criatura de la frontera: solitario, huraño, violento, desconfiado, que no tiene escrúpulos a la hora de atracar un banco o asesinar a alguien, pero que renunciará a ello y se marchará sigilosamente si ve al sheriff asomar por la esquina. Siendo como es carne de horca, no carece de valores: se juega la vida por cumplir una promesa a su difunto camarada y protege a un niño que le acarrea múltiples problemas pero que también le ofrece un sentimiento de familia que él recibe con agrado en esa época postrera de su vida.
La historia tejida por Foerster, a mitad de camino entre el western crepuscular y el género negro, sigue los pasos no sólo del spaghetti western, sino de films contemporáneos como “Sin Perdón” de Clint Eastwood o comics como “Durango”, de Yves Swolfs: violenta, despiadada, poblada por personajes ásperos y sin apenas concesiones sentimentales. Y aunque carece de la fuerza y personalidad de estas obras ya clásicas, sí ofrece una conseguida atmósfera, interesantes diálogos y un ritmo narrativo muy ágil.
Responsable de muchos de los aciertos del álbum es sin duda el dibujante Philippe Berthet, para quien este álbum supuso un auténtico desafío por cuanto se internaba en un género que no había tocado hasta entonces y por el que antes que él habían transitado gigantes del comic de la talla de Jijé, Giraud, Hermann, Blanc-Dumont… Así, modificó su estilo, probó un nuevo tipo de pincel y pidió a su esposa, Dominique David, que se encargara de colorear las planchas, eligiendo para ello principalmente tonos ocres, que le dan a las páginas un aire vetusto, denso y terroso.
Aunque de estilo elegante y limpio, Berthet no es un dibujante espectacular. Sin embargo, es en su discreción donde reside su encanto. Sus páginas y viñetas están cuidadosamente planificadas para que la narración discurra de forma impecable y su trabajo de documentación a la hora de ambientar la historia es sobresaliente: incluye multitud de detalles en paisajes naturales y urbanos, vestimenta, armamento… sin por ello recargar las viñetas ni pavonearse por la investigación histórica realizada. Sabedor de que no tiene una línea llamativa, sacrifica gustoso la espectacularidad a favor de la claridad y precisión expositivas, consiguiendo bellas composiciones y un ritmo perfecto. Si acaso se le puede reprochar, como he mencionado más arriba, que su línea suave y casi caricaturesca no acabe de sintonizar bien con una historia tan brutal y malsana como la que escribe Foerster, y que tampoco esté a la altura a la hora de recrear la maravillosa y variada geografía y naturaleza del Oeste.
Pero es que además, “Perros de la Pradera”, como ya he dicho, es un comic que se puede disfrutar por sí mismo. No existen precuelas ni continuaciones ni es necesario leer otros álbumes anteriores o posteriores para entender la historia. El lector puede sentarse tranquilamente, empezarla y terminarla, lo cual es casi un lujo en estos tiempos de sagas multivolumen de duración eterna.
“Perros de la Pradera” es un álbum indicado para amantes del western, sobre todo en su vertiente más desmitificadora aun cuando recurra a muchas figuras y lugares comunes de la mitología del género: hay tiroteos, persecuciones a caballo, bosques y praderas, indios, promontorios rocosos ideales para emboscadas, cementerios en pueblos abandonados, peleas en saloons, pistoleros, cazarrecompensas, búfalos, polvo, sangre, pólvora… todo ello integrado en una lectura entretenida y ágil. Aunque no se trata ni mucho menos de una obra revolucionaria y aunque la trama resulta algo previsible, tópica en su caracterización y lastrada por algunos de los defectos que he mencionado más arriba, está bien narrada, ofrece intensidad emocional y un dibujo de gran calidad.
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