Para los niños, lo desconocido es tan fascinante como aterrador. Para un adulto, resulta natural simpatizar con ellos porque son vulnerables. Pueden verse en peligro con mayor facilidad que los adultos al verse obligados a afrontar situaciones desconocidas con las que nunca antes han tenido que lidiar. Esto les hace protagonistas ideales de muchas ficciones, especialmente en el caso del Terror dado que habitualmente, y gracias a su supuesta inocencia pureza, se les atribuye una mayor sintonía con lo sobrenatural.
Como demuestran obras literarias clásicas como Oliver Twist
(1838) o “El jardín Secreto” (1911), y películas como “El Espinazo del Diablo”
(2001) o “El Orfanato” (2007), los huérfanos (especialmente los enfermizos) y
los asilos en los que habitan son ingredientes de primera para una historia
terrorífica porque combina, por un lado, la tragedia, soledad y vulnerabilidad
de un huérfano; y, por otro, el cliché de un hospicio como lugar antiguo,
grande, lúgubre, empapado de tristeza y dolor y a menudo administrado por
cuidadores desalmados empeñados en eliminar incluso el más mínimo rastro de
alegría. Todavía peor: si una tragedia se abate sobre un orfanato, es
inevitable que tras ella permanezcan los ecos de espíritus sedientos de más
víctimas.
Esos son los mimbres sobre los que inicialmente se presenta la serie “La Casa de los Susurros”, compuesta de tres álbumes realizados por el guionista David Muñoz, el dibujante Tirso y el colorista Javi Montes.
La historia comienza con el flashback de una horrenda
matanza de lo que parecen ser huérfanos adolescentes a manos de unos grotescos
humanoides ataviados con vestimenta medieval. Cuando uno de los niños hace
frente a su agresor, su expresión y palabras dan a entender que es precisamente
una criatura indefensa. A continuación, la trama salta a la Checoslovaquia de
1949, un paraje rural cuya calma es violentamente perturbada cuando un
pajarillo es atacado y reducido a un puñado de sanguinolentas plumas por una
criatura de ojos escarlata que se esconde tras los descascarillados muros de un
caserón que resulta ser una especie de hospital.
Una de esas plumas flota empujada por el viento y se cuela
por la ventana de una de las habitaciones, posándose grácilmente sobre la punta
de la nariz de la niña de diez años que allí duerme, señalando metafóricamente
tanto su importancia en la narración como su relación con el mal que acecha a
pocos metros de ella. Se trata de Sarah, de ascendencia estadounidense y checa,
que quedó huérfana cuando su familia cayó víctima de un virus propagado por los
nazis en seis ciudades europeas importantes y que, aunque diseñado para
convertir a los infectados en supersoldados, acabó siendo letal. Ella
sobrevivió misteriosamente, pero sigue infectada y debe ser mantenida bajo
medicación y estrecha vigilancia por dos médicos, uno de los cuales tiene una
misteriosa cicatriz en un lateral de su cuello. Sin embargo, aunque los médicos
le hablan de un virus, Sarah recuerda muy vívidamente el ataque de una criatura
monstruosa y aterradora
Podría pensarse que la memoria de Sarah hubiera quedado
afectada por el virus y el trauma de verse privada de su familia, aunque su
recuerdo del monstruo es difícil de desacreditar tras la aparición de un médico
de aspecto demacrado, herido en una emboscada en el bosque próximo y con un
sorprendente parecido con el asesino de niños que habíamos visto en la escena
inicial. Por la noche, Sarah se despierta al oir gritos y cuando se asoma por
la ventana de su dormitorio ve el cadáver ensangrentado de un niño muerto
siendo transportado en camilla. El médico de extraña apariencia habla de algo
que se ha escapado tras doscientos años sin incidentes, algo, por tanto,
anterior a los nazis, y que podría proporcionar el remedio a la infección que
porta la niña.
Sarah no es la única paciente del orfanato-hospital. Otros tres infantes con síntomas similares, dos niños, Milos y Jan, y una niña, Marketa, de los que no le han hablado y que mantienen deliberadamente aislados entre sí, han encontrado la forma de escabullirse por las noches y reunirse en una buhardilla y no tardan en agregar a Sarah a su grupo. Han bautizado al lugar como “La Casa de los Susurros” porque algunas veces escuchan murmullos… y otras, gritos. Sarah oye ambos y una noche, siguiendo una voz hasta una suerte de pozos bajo el edificio, ésta le dice “Los médicos te han mentido. Nunca te dejarán salir de aquí. Te ayudaré a descubrir la verdad”.
Poco a poco, Sarah descubre que ese orfanato no es tal,
sino un complejo de investigación en la que ella y los otros niños sirven de
conejillos de indias. También se la ha confinado allí para vigilarla, porque
Sarah es un monstruo, una vampira concretamente, cuyos instintos asesinos
amenazan con despertar en cualquier momento y causar una matanza. Para
neutralizar esta posibilidad, se le hace tomar unas pastillas que Marketa,
movida por los celos, sustituye por otras. Esto da lugar a una crisis
increíblemente violenta…
David Muñoz es un guionista de cine y televisión que ha participado en proyectos tan conocidos como el guion de “El Espinazo del Diablo”, la película de Guillermo del Toro que también reunía varios elementos que volvemos a encontrar en “La Casa de los Susurros”: niños, un orfanato donde suceden cosas anómalas y monstruos espeluznantes.
En su primer álbum, “La Casa de los Susurros” parece querer
convencernos de que vamos a asistir a una historia clásica de casas encantadas,
en la que una niña inocente es perseguida y atormentada por fuerzas sobrenaturales.
Pero difícilmente ningún lector va a dejarse engañar porque desde hace ya
tiempo y gracias a películas de gran éxito como “El Sexto Sentido”, el público
de todas las edades ha aprendido a no confiar en lo aparente y esperar ese giro
conceptual que ponga la historia patas arriba. David Muñoz tampoco es que
esconda sus cartas porque enseguida va dejando caer pistas, aparentes
contradicciones, guiños y conexiones que le dicen al lector que debe cuestionar
no sólo la realidad de lo que se le muestra sino también sus preconcepciones
del Bien y el Mal. Y es que esta no va a ser una historia en la que queden
claramente delimitados los héroes y los villanos, las víctimas y los verdugos.
Sin embargo, ya lo he dicho, a estas alturas la propuesta
de Muñoz difícilmente sorprenderá a los lectores mínimamente avezados en el
género del Terror. Sin querer desvelar más de la cuenta, sólo diré que Sarah
resulta ser quien uno se imagina y ya en el segundo álbum la inquietud atmosférica
y difusa que dominaba el arranque de la historia es sustituida por una guerra
ancestral y secreta de licántropos contra vampiros en la que la niña juega un
papel crucial y donde la trama pasa a estar impulsada por la acción física.
Nada nuevo, por tanto, en lo que comienza como “El Orfanato” y termina como
“Underworld”. Sarah, la “elegida”, cuyo gran poder puede decantar el conflicto
hacia uno de los dos bandos en liza, deberá enfrentarse al clásico dilema de
estas narrativas: elegir entre ayudar a una especie humana a la que ya no siente
pertenecer o vivir entre sus monstruosos congéneres cuyos impulsos violentos y
ansia de venganza tampoco comparte.
Ahora bien, la falta de originalidad no implica
automáticamente que la obra no ofrezca una lectura amena. Muñoz maneja bien los
tópicos del género, presenta un mundo oculto que ofrece puntos de interés y
sabe transferir la simpatía del lector de un personaje a otro con tanta
naturalidad y frecuencia que nada puede darse del todo por sentado. La
ambientación brumosa y gélida de Europa del Este se adapta a la perfección al
tono de la historia; y elegir a unos niños como protagonistas permite revisitar
los clichés bajo otra mirada. Los personajes están bien caracterizados, los
adversarios son suficientemente carismáticos y moralmente ambiguos y, en
general, todo está narrado con ritmo y punteado de diálogos bien escritos.
Es una lástima que Muñoz se ponga la zancadilla a sí mismo de vez cuando con pasajes o situaciones inverosímiles incluso en el marco de esta historia. En el primer álbum, por ejemplo, nadie vigila por las noches a unos niños que tienen poderes potencialmente catastróficos; y éstos se escapan de sus habitaciones por unas trampillas de un metro cuadrado en las paredes que ningún guardia parece haber descubierto. O ese momento en el que la pequeña Sarah se transforma por primera vez en un monstruo, rompe la puerta acorazada de su dormitorio y salta al corredor, donde se topa cara a cara con un científico cuya reacción no parece en absoluto coherente con el momento: “Sarah, ¿qué haces aquí?”, dice con total normalidad.
El dibujante gallego Tirso Cons empezó trabajando en arte
publicitario antes de redescubrir el comic en 2003 y comenzar a trabajar para
el mercado francés. Su estilo es suelto pero detallado, mezclando la caricatura
de los rostros con el tratamiento realista de figuras y fondos. Alternando con
soltura los planos y jugando con la composición y tamaño de las viñetas sin
perder legibilidad combina el tono terrorífico de la historia con la
aproximación infantil a la misma. Sobre todo en la segunda parte de la serie,
demuestra su pericia para representar la acción y el movimiento de acuerdo a la
estética manga, así como su flexibilidad para pasar del horror gótico de sabor
más clásico a la fantasía terrorífica moderna. En este caso resulta obligado
mencionar el trabajo del colorista Javi Montes, que con su ordenador tiñe las
viñetas de una capa tenebrosa acorde al entorno hostil, pero que de vez en
cuando tapa en exceso la línea de Tirso y dificulta algo la legibilidad en las
escenas nocturas.
“La Casa de los Susurros”, en resumen, no es un comic que
aporte nada nuevo al género: virus mutagénicos, siniestros científicos,
vampiros y licántropos en guerra, la elegida que traerá la paz… Empieza de
forma intrigante pero cuando hacia la mitad de la serie se revela la naturaleza
del misterio, la historia pierde cierto interés. Sin embargo y si se es capaz
de pasar por alto ciertas torpezas del guion, sí es capaz de aportar una buena
dosis de entretenimiento. Los amantes del fantástico en su vertiente más oscura
y terrorífica encontrarán aquí una lectura amena que transcurre a buen ritmo y
que es menos maniquea y más violenta de lo que suele ser habitual en las obras
juveniles de terror.
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