El terror, como cualquier otro género, es una gran caja de paredes permeables. Posee una serie de convenciones propias, sí, pero éstas pueden modificarse a gusto y criterio del creador, o incluso incorporar elementos y/o tratamientos propios de otros géneros. Un autor con talento hará precisamente eso: prescindir de los purismos y moldear los tópicos a su conveniencia y sensibilidad para transmitir el mensaje y la emoción buscados. Así que cuando Alberto Breccia, contando casi 65 años y ya reconocido desde hacía mucho como un maestro del comic de creatividad, osadía, visión y habilidad extraordinarias, decidió ofrecer su versión de Drácula, podía esperarse que el resultado fuera cualquier cosa menos convencional.
Es más, abordando en esta ocasión el proyecto en solitario,
sin contar con el filtro de un guionista, podía esperarse que el comic
reflejara su vena más pura y auténtica. Y efectivamente, Breccia en ningún
momento pretende aquí adaptar el “Drácula” literario de Stoker o presentar una interpretación
muy personal del mito vampírico ortodoxo. Al contrario, su intención es
utilizarlo como excusa para articular unas historias sórdidas y grotescas,
humorísticas y melancólicas, que, además, aluden a la desastrosa situación
política y social que vivía su país.
Este comic consta de cinco historias cortas, autónomas, sin
palabras y de corte satírico, en las que se narran otras tantas desventuras
crepusculares del vampiro más famoso de todos los tiempos. Los relatos en su
conjunto componen la imagen de un personaje desesperadamente solo que, a pesar
de la grandeza que le otorga la mitología popular, ha quedado indefenso frente
a una sociedad en franca descomposición. Literalmente desdentado, sus días de
gloria han quedado muy atrás. Lucha por mantenerse a la altura de su mito, pero
su puesto ha sido ocupado por villanos más siniestros, como gobiernos corruptos
apoyados por el imperialismo norteamericano que le chupan la sangre a los
ciudadanos más de lo que lo hizo jamás cualquier criatura de la noche.
Drácula es, para Breccia, un pobre infeliz, un derelicto del pasado incapaz de adaptarse a unos nuevos tiempos que le arrollan y pasan por encima. Asiste atónito a la decrepitud de la sociedad que antes le servía de alimento pero que ahora despliega una violencia contra sus miembros ante la que él mismo se queda desamparado. Los superhéroes de pega le apartan como si fuera un personaje rancio e irrelevante; ni siquiera es ya él quien seduce a las mujeres sino al contrario. Es más, las féminas que acecha son ahora tanto o más peligrosas que él mismo.
Lo vemos ebrio tras beber la sangre de un Edgar Allan Poe
alcoholizado; padeciendo en el dentista o donando sangre para salvarle la vida
a su moribunda amada; todo lo cual supone tal inversión del mito que ahora es
Drácula quien inspira compasión y ternura, mientras sus otrora potenciales víctimas
llegan a inspirar incluso rechazo. Paradójicamente, el vampiro es aquí más
humano que los humanos, la antítesis del monstruo sediento de sangre que nos ha
vendido la literatura el cine clásicos.
Breccia desconcierta al lector cambiando el paso a mitad de obra. Cuatro de las historias tienen un tono y estilo gráfico que muestran a Drácula como una especie de involuntario y patético bufón, riéndose de las mismas convenciones que forman parte de la naturaleza primaria del personaje. Son anécdotas que mezclan la sátira y la broma y que culminan en un desenlace “sorpresa” igualmente cómico. En “La Última Noche de Carnaval”, Drácula acecha a una potencial víctima femenina durante las celebraciones del carnaval veneciano sólo para llevarse un chasco cuando Superman la rescata y le pega una paliza; en “Latrans Canis Non Admordet”, una visita al dentista deja a Drácula en una incómoda posición cuando, más tarde, ataca a un rollizo huésped en su castillo; en “Un Tierno y Desolado Corazón”, “Drácula” salva la vida de su amor no correspondido; y en “¿Poe? ¡Puaf!”, un encuentro entre el vampiro y el famoso escritor de misterio no termina bien para ninguno de los dos.
Ahora bien, ojeando superficialmente el comic y viendo que
se trata de un dibujo caricaturesco, podría pensarse que lo que nos propone el
autor es básicamente un ejercicio lúdico, un divertimento ligero. Pero he aquí que
ese nivel de lectura se esfuma por completo en la tercera historia, “Fui
Leyenda”, donde la sonrisa del lector quedará inevitablemente congelada. Se
trata de un descenso a los infiernos en el que Drácula atraviesa un paisaje
dantesco que mezcla la violencia gubernamental, el canibalismo, la decadencia
moral y la hambruna. Y es que más que el resto de episodios, éste se revela
claramente como hijo del momento en el que fue concebido. Estas historias
fueron originalmente escritas y dibujadas en el momento en que unas elecciones
democráticas ponían punto y final al largo periodo de dictaduras militares que
sufrió Argentina y durante el cual aquellos de sus autores de comic interesados
en hacer material adulto sólo pudieron dirigirse al mercado europeo (esta obra
en concreto fue serializada inicialmente en España, en las páginas de la
revista “Comix Internacional”, entre 1984 y 1985).
Tiene sentido que Breccia interpretara al personaje bajo
este foco melancólico y desengañado dada su experiencia con el auténtico y nada
literario terror que el régimen argentino ejerció sobre sus ciudadanos,
especialmente a través de la nefasta Operación Cóndor, apoyada por Estados Unidos
y con la que hicieron desaparecer a miles de hombres, mujeres y niños. Entre
ellos se contó el colaborador y amigo de Breccia, el excelente guionista Hector
G.Oesterheld. La realidad con la que tuvo que coexistir el autor durante los
setenta del pasado siglo fue la modelada por un gobierno de pesadilla que
apoyaba las atrocidades y provocaba más miedo del que jamás haya suscitado un
vampiro de ficción. Por tanto y como decía, es lógico que veamos a un Drácula
menos solemne. Comparado con los generales argentinos de los setenta y ochenta,
el chupasangre transilvano es un aficionado.
En la primera viñeta de “Fui Leyenda” puede verse, tras la
cabeza del protagonista, un poster propagandístico de un dictador militar. E
inmediatamente, Drácula pasa de ser un personaje activo a un mero testigo de
las atrocidades cometidas por terceros. Vemos rostros torturados que claman por
la paz haciendo que sus ideas y palabras arrinconen a los militares en el
extremo de una viñeta, empequeñecidos y temerosos. En la siguiente, muestra a
esos generales ridículamente condecorados casi apilados, escondidos tras las
ventanas como cobardes. Uno de ellos ladra órdenes que no tienen la forma de
palabras sino de salpicaduras de sangre. Y, a continuación, llega esa viñeta
vertical pletórica de atrocidades que recuerda al “Guernica”, una imagen casi
incomprensible en su caos y perversidad. La siguiente imagen es la de un
Drácula empapado de sangre. El mismo elixir que él, como vampiro, siempre ha
ansiado, le provoca en esa situación un auténtico shock; apenas puede asimilar
lo que ha presenciado y sale huyendo de esa violencia sólo para ir a parar a
otros escenarios igualmente escalofriantes.
Podría pensarse que el dibujo caricaturesco, con un punto
abstracto, sirve para aliviar la crudeza de ciertas escenas. Todo lo contrario.
Hay viñetas estomagantes en las que los verdugos torturan y descuartizan a las
víctimas, arrojando sus trozos a la basura; los jerarcas se entregan a
desaforadas orgías; y mientras los monstruos ríen, los niños gritan y son
sometidos a perversiones sexuales (la dictadura argentina arrebataba los hijos
a los opositores y los entregaban a conventos o familias afines al régimen para
que crecieran ignorantes de sus auténticas raíces); los más pobres mueren de
hambre o se drogan hasta convertirse en zombis… Una tragedia de esas
dimensiones no puede terminar con un giro sorpresa que apacigüe el horror. Tan
intenso es éste, que es capaz de socavar por completo las convenciones sobre las
que se ha edificado el personaje: el episodio culmina con el vampiro aferrado a
una cruz y rezando en una iglesia.
Gráficamente, lo que más llama la atención de esta obra es
que sus páginas están compuestas casi exclusivamente de formas y colores. Los
espacios y las figuras en estas páginas se retuercen y contorsionan como si nos
hubiéramos sumergido en un sueño febril en el que todo es inestable y
decadente. No hay nada rígido ni lineal, ni siquiera en las formas
arquitectónicas que rodean a los personajes, edificios y habitaciones, que parecen
a punto de colapsar sobre las figuras o derretirse en un suelo que también se
deshace. Breccia interpreta aquí la línea no tanto como la firme frontera que
delimita objetos y espacios como una separación siempre cambiante entre
colores, luces y sombras. Color y línea luchan por la primacía de una imagen a
la siguiente. El efecto es como contemplar una caótica vidriera con motivos
fantasmagóricos o un puzzle abstracto y multicolor visto al trasluz.
“¿Drácula, Dracul, Vlad? ¡Bah…!” es un comic que oscila entre el homenaje cariñoso, la melancolía, el humor y, en sus momentos más intensos, la brutalidad, y que se sirve de un icono de la cultura popular para articular, por un lado, una alegoría sobre los cambios culturales de aquéllas décadas y, por otra, una reflexión ácida, apoyada con imágenes pesadillescas, de los pecados del gobierno argentino recién depuesto.
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