(Viene de la entrada anterior)
Los primeros treinta números de “Amazing Spider-Man” se habían centrado en el conflicto entre Peter Parker y su alter ego superheroico, que en cierto modo también era el mismo que libraban Steve Ditko y Stan Lee y, de forma más genérica y sobre la página de un comic-book, las imágenes y las palabras.
La Trilogía del Planeador Maestro, que se desarrollaría entre los números 31 (diciembre 65) y 33 (febrero 66), representa el punto y final de ese conflicto. Lee dejó la colección en manos de Ditko y éste pudo por fin mostrar libremente su visión de Spiderman. Los dibujos eclipsan las palabras y los diálogos son a menudo un embellecimiento del arte; a diferencia de las colecciones que dibujaba Jack Kirby, en las que éste tendía a estirar las tramas en forma de sagas, Ditko prefirió mantener los argumentos limitados a uno o dos números; Peter Parker Parker se hace con el timón y los pullazos sarcásticos de su identidad superheroica desaparecen casi por completo; las dos mitades del personaje, la civil y la uniformada, se fusionan. Ya no estamos ante una historia sobre un superhéroe con una identidad secreta sino la de un joven con superpoderes que algunas veces lleva un extravagante uniforme. Es Peter Parker quien le planta cara a J.J.Jameson para exigirle una paga justa; es Peter Parker quien golpea a Ned Leeds y se distancia de sus inmaduros compañeros de clase en la universidad; pero también es Peter Parker quien reúne las fuerzas para levantar toneladas de maquinaria. Ditko ya no tiene que recurrir a la imagen del rostro dividido Parker-Spiderman. No lo necesita. Parker es Spiderman y Spiderman es Parker.
En la página 14 del nº 31, “¡Si este es mi destino!”, el lector se encuentra con J.Jonah Jameson mirándole directamente a la cara, mordiendo su cigarro y gritando mientras golpea el escritorio con el puño: “¡Noticias! ¡Quiero noticias! ¡Tiene que pasar algo en alguna parte! ¡No puedo vender un periódico sin noticias! ¿Por qué no pasa nada?”. No puedo evitar ver en esa viñeta un reflejo siniestramente divertido de Stan Lee, frustrado por descubrir que durante las ocho páginas anteriores no ha pasado nada… o al menos nada con la acción física que tanto le gustaba. Y, para colmo, aún quedan otras dos para que Spiderman exhiba sus habilidades de combate.
Y es que este es un número extraño, tanto como aquel “El Final de Spiderman” de hacía un año (nº 18, nov.64) en el que no existía un verdadero villano. En este caso, hay tres subtramas diferenciadas y ninguna indicación sobre cuando van a confluir o siquiera si lo van a hacer.
Peter Parker tiene sus primeros días en la universidad Empire State. Ni Lee ni Ditko habían pasado por esa institución por lo que no tenían un conocimiento de primera mano sobre cómo era la vida allí. En una sola viñeta coral, vemos a Peter matriculándose, asistiendo a presentaciones, comprando los libros, rellenando formularios y, más adelante, en la biblioteca, el laboratorio o estudiando en casa. Pero no se nos dice exactamente qué estudia; basta con mostrarlo rodeado de tubos de ensayo para dar una idea de que es algo relacionado con las ciencias. Pero en cualquier caso, tenemos aquí más vida estudiantil que todo lo que se había visto durante su estancia en el instituto.
El paso a la universidad de Peter también supuso un reconocimiento explícito al tipo de lectores que compraban estos comics. No es ya que no fueran únicamente niños quienes acudían al quiosco todos los meses, sino que eran tan fieles a los personajes que les seguían año tras año. Si esos lectores se hacían mayores, pasaban del instituto a la universidad. El paso lógico para no perderlos era que el héroe madurara con ellos. Fue una decisión que facilitó la entrada de los comics Marvel en los campus universitarios, con el prestigio que ello le acarreó a corto plazo. Pocos meses después, en mayo de 1966, Johnny Storm, la Antorcha Humana de Los Cuatro Fantásticos, entraba en la universidad en el nº 50 de esa colección (donde, todo sea dicho, no permanecería mucho tiempo).
Mientras tanto, la Tía May, a la que habíamos visto sufrir un desvanecimiento en el número 29 y encontrarse muy débil en el 30, aquí no puede ocultar por más tiempo su enfermedad y ha de ser hospitalizada. Por si a alguien le gusta llevar la cuenta, es la tercera dolencia grave que sufre desde que comenzó la colección.
Entre unas cosas y otras, Spiderman tiene dos enfrentamientos aparentemente inconexos con los mismos sicarios de uniforme púrpura que habían robado los derivados de uranio de un transporte de Stark en el número anterior. En esta ocasión no consigue detenerlos cuando están robando otro aparato atómico de unas instalaciones, pero sí frustra su asalto a un buque que transporta material del mismo tipo. Ditko estaba poniendo patas arriba la fórmula preferida de Lee: en lugar de un preámbulo narrativo que desembocara en una gran pelea, comienza y termina el episodio con dos breves escenas de acción, ninguna de las cuales tiene consecuencias inmediatas para el héroe. El lector sabe –Spiderman no- que los secuaces trabajan para alguien a quien llaman el Planeador Maestro, aunque ignoramos qué pretende exactamente este villano.
Y entre ambos robos, no sucede nada. La Tía May está enferma y el doctor no está seguro de lo que le ocurre. Peter espera angustiado durante todo el día siguiente y llama al hospital, pero no hay novedades. Después de clase, va a ver a su tía; el médico sigue haciendo análisis. Peter cae en la cuenta de que va a necesitar dinero para pagar las facturas médicas, así que sale por la noche como Spiderman para buscar algún crimen que fotografiar, pero la noche está inusualmente tranquila y no consigue nada. Se pasa el resto de la noche estudiando en su cuarto hasta quedarse dormido. La trama da un breve salto al Daily Bugle, donde tampoco se han registrado novedades en la relación entre Betty Brant y Ned Leeds (“Aún no he podido decidirme”).
Solo con la perspectiva que da el tiempo puede uno identificar lo verdaderamente importante de este episodio: el primer encuentro de Peter Parker con dos de sus compañeros de la universidad: el pijo Harry Osborn y la soberbia rubia Gwen Stacy (modelada por Ditko a partir del personaje de comic de porno blando que dibujaba Eric Stanton, su compañero de estudio). Tras la marcha de Ditko de la colección unos cuantos meses después, ambos personajes cobrarían una importancia enorme para la colección, pero aquí son poco más que palmeros de Flash Thompson, peones de una dinámica con la que los lectores ya estaban familiarizados desde los días de Peter en la escuela.
Y es que Peter está demasiado preocupado por la salud de Tía May como para socializar con sus nuevos compañeros, así que se convierte en diana de sus infantiles bromas en clase de química. Al ignorar a aquéllos, Peter está actuando aún más autodestructivamente de lo que es normal en él, torpedeando su oportunidad de empezar de nuevo en una nueva institución educativa cuando ni siquiera se digna a dar una explicación educada a su comportamiento ausente.
Desde su renacimiento en 1961, Marvel Comics se había caracterizado por sus parias heroicos. Fue una aportación novedosa que facilitó la identificación de muchos adolescentes de la época. El problema, claro, es que uno crece y cuando vuelve a leer estos tebeos con los ojos de un adulto, lo que suele ver son personajes lloricas que se regodean en su miseria, autocompadeciéndose porque nadie quiere ser su amigo pero sin esforzarse en solucionar el problema. Un lector adolescente verá en estas escenas a Flash Thompson y pensará que es un indeseable que se comporta fatal con Peter, confirmando lo que ya sospechaba: que aquellos que no quieren ser sus amigos son gente obtusa con la que no merece la pena relacionarse. Un mensaje reconfortante para un marginado social y que explica el perfil de tantos aficionados de línea dura a estos comics.
Ciertamente, Flash Thompson es un joven tremendamente inmaduro al que en el instituto habíamos visto insultar y acosar continuamente a Peter Parker. Ahora sigue haciendo lo mismo, llamándole “carca” o “bicho”. La diferencia es que mientras antes Peter sufría por esa marginación (literalmente llorando porque nadie le acompañaba a una exhibición de ciencias, por ejemplo), ahora no le importa, ni siquiera le presta atención. Es un Peter Parker que se ha emancipado, renunciando a las falsas amistades y actuando sólo por interés propio. Cuando se enfrenta a los matones del Planeador Maestro, no lo hace porque le importe el bien cómun o porque sienta que debe expiar su culpa en la muerte de Tío Ben; ni siquiera por creer eso de que “Un Gran Poder Conlleva una Gran Responsabilidad”; no, entra en acción como Spiderman porque necesita tomar fotos para ganar dinero.
Hay comentaristas que han querido ver un mensaje objetivista en estos cambios. Y no hay duda de que la filosofía que Ditko absorbió de las tesis individualistas de Ayn Rand, tuvieron su influencia, aunque tampoco creo que abordara su trabajo en la colección como una gran parábola randiana. Al fin y al cabo, un cristiano puede narrar una historia sobre un héroe imbuido de virtudes cristianas sin pretender convertir a los lectores.
El episodio llega a su final sin cerrar realmente ninguna de las subtramas. Spiderman vuelve a salir de noche para conseguir alguna foto con la que pagar la factura del hospital; impide el robo del carguero, pero no consigue las ansiadas fotos. Eso sí, las últimas seis viñetas son un ejemplo perfecto de como montar un cliffhanger intenso. Las tres primeras nos llevan a la base submarina del Planeador Maestro, donde se le escucha “en off” lanzando sus previsibles amenazas megalomaniacas… hasta que en su última frase se nos revela que se trata de uno de los antiguos enemigos de Spiderman: “Si vuelve a interponerse en mi camino, nuestro siguiente encuentro será el último”.
Y justo después, volvemos al hospital, donde dos médicos conversan sobre los resultados de los análisis de Tía May: va a morir. “Toda la evidencia señala a la misma conclusión ineludible: esa pobre mujer no puede durar mucho más”. Y en ese mismo momento, por delante del hospital pasa, balanceándose en su telaraña, Spiderman. Ditko nos había hecho esperar durante 20 páginas a esta gran revelación, distrayéndonos con las nimiedades universitarias de Peter antes de golpearnos en la última plancha con una doble revelación.
Nada más empezar el nº 32, “¡Un Hombre Enloquecido!”, ya se nos desvela el misterio: el Planeador Maestro es nada más y nada menos que el Doctor Octopus. Pero hay que esperar hasta la página 15 para verlo enfrentarse cuerpo a cuerpo con Spiderman en uno de esos combates que tanto parecían anhelar los lectores que escribían a la editorial. Sin embargo, el choque es tan superficial y breve (dos páginas) que uno no puede evitar pensar que quizá Ditko quería decir algo más, algo diferente de lo convencional.
Octopus aparece dramáticamente abriendo una puerta y lanzando frases directamente extraídas del Libro de Clichés de Supervillanos: “¡Vaya, Spiderman! ¡Volvemos a encontrarnos! ¡Pero, ah, esta vez será la última! ¡Nunca volverás a entrometerte en los planes de tus superiores!”. Pese a sus bravatas, Octopus percibe en seguida la desesperación y furia de Spiderman y decide escabullirse rápidamente. Spiderman le arroja un bloque de maquinaria con tan mal ojo que derriba un pilar de carga y provoca el derrumbamiento del techo del bunquer sobre sí.
Nunca llegamos a saber que le pasa a Octopus y, de hecho, no volverá a aparecer por la colección hasta el número 53. Pero no importa demasiado, como tampoco saber cuál era ese diabólico plan que tenía en mente y para el cual necesitaba robar material atómico. A estas alturas, Octopus no es un personaje sino un mero peón para impulsar la historia. Cuando uno de sus sicarios le informa del transporte de un suero experimental llamado ISO-36, exclama: “¡Justo lo que necesito para mis investigaciones! ¡Qué golpe de suerte! (…) ¡El Destino lo pone en mis manos” Cuando Spiderman irrumpe en su base secreta para recuperar el suero, piensa: “¡Un golpe de suerte me da la oportunidad de encargarme de él para siempre!” Y en el número anterior, cuando Spiderman frustró su robo de material nuclear, dijo: “¡Spiderman! Por un mero accidente casi arruina mi plan otra vez!”
Mero Accidente. Destino, Golpe de Suerte… Es como si alguna fuerza externa estuviera empujando a ambos adversarios a encontrarse. El Doctor Octopus no tiene identidad propia ni motivación más allá de ser el peor enemigo de Spiderman. Una vez que se entera de que éste busca el suero, lo utiliza de cebo, colocándolo en el centro de una sala vacía e iluminándolo con un foco. Literalmente. Como si supiera perfectamente que su tarea en la historia es sólo la de tender trampas obvias a las que su némesis se lanzará de cabeza. Es solo el mecanismo narrativo que obliga a Spiderman a enfrentrarse a la prueba suprema.
Y esa es la razón de que Ditko desvele la identidad del Planeador Maestro en la primera página de esta segunda parte de la trilogía. Algunos comentaristas opinan que la revelación llega demasiado pronto, que el suspense debería haberse prolongado unas cuantas páginas más; por ejemplo, hasta que el propio Spiderman lo descubra en la página 15. Pero eso tiene sentido si a alguien le importara quién es verdaderamente el Planeador Maestro. Puede que a Lee sí le importara de haber escrito él la historia. A Ditko, no. Se quita de en medio el “gran secreto” porque no marca diferencia alguna.
Si todos los enemigos de Spiderman fueran “simples villanos”, la colección habría devenido rápidamente en un producto aburrido. No fue el caso. Pero tener a mano un villano “de manual” les permitía de vez en cuando a Lee y Ditko ofrecer historias como esta.
Tras reintroducir a Octopus en la primera página, Ditko desvía la atención a otros escenarios durante las siguientes cinco. Seguramente, Stan Lee se las hubiera ventilado en su guión con una palabra “guía” para el dibujante, algo así como “amor”, “drama”, “misterio”… En realidad, no nos importa demasiado que el Doctor Octopus “esté a punto de dominar las radiaciones atómicas” para obtener “poderes adicionales”, pero sí que Tía May esté al borde de la muerte; importa que hasta cierto punto sea culpa de Peter; y que haya una medicina experimental que podría curarla. Son pasajes estos tan absorbentes que es fácil olvidarse de que el villano sigue maquinando en su base secreta submarina.
Y en una muestra de ingenio, Ditko hace que en la página 8 ese medicamento, ¡oh casualidad! sea otro de los ingredientes que, por alguna ignota razón, Octopus necesita para su villanesco plan. Y así confluyen explosivamente las dos mitades de la historia, la de Spiderman y la de Peter Parker. Cuando se entera del robo del suero por parte de los sicarios de Octopus, salta por la ventana y se pasa cuatro páginas apalizando gangsters y secuaces, destrozando puertas, volcando coches y arrancando escaleras hasta que se encuentra cara a cara con el responsable.
Si el episodio anterior había sido bastante estático, como si estuviera reteniendo el aliento antes de la zambullida, “¡Un Hombre Enloquecido!” es todo lo contrario. El mes anterior, veíamos a Spiderman balaceándose por la ciudad de noche esperando infructuosamente encontrar un crimen que fotografiar; ahora destroza cosas y pega a docenas de sujetos, como si estuviera a punto de estallar.
Las cosas van desarrollándose a un ritmo tan rápido que apenas puede seguirse, cada paso añadiendo un grado más de presión sobre el héroe. Peter rompe con Betty –otra vez- y llega a empujar deliberadamente y con violencia a Ned Leeds; se entera de que la enfermedad de Tía May es terminal y que, aunque indirectamente, él es hasta cierto punto responsable por una transfusión de sangre que se realizó meses atrás en el nº 10 (marzo 63, recordemos además que los poderes de Spiderman derivan de la picadura de una araña radioactiva); en una sola viñeta, consigue encontrar al doctor Curt Connors, el antiguo Lagarto al que había combatido en los pantanos del sur del país y que ahora es un agradable científico que, muy convenientemente para Spiderman, no solamente se ha mudado a Nueva York sino que –a pesar de que su especialidad es la herpetología- es el único hombre capaz de eliminar la radioactividad de la sangre de Tía May. Media página después, Connors le habla a Spiderman de un nuevo McGuffin llamado ISO-36, que “podría ser de gran ayuda”; una página después, el vital suero es robado por los sicarios de Octopus y las tres siguientes páginas las pasa el héroe atizando a gangsters a diestro y siniestro para que alguien le revele el escondite del Planeador Maestro… con quien se encuentra, ya lo dije arriba, en la página 15.
Hay en todo este frenético recorrido bastantes callejones sin salida. Spiderman le pide a Frederick Foswell que le ayude a encontrar la base del Planeador Maestro, pero el periodista, aparentemente, hace caso omiso. La violencia que ejerce aleatoriamente sobre los criminales neoyorquinos para obtener información no sirve, a la postre, para nada, porque es su sentido arácnido el que, cuando toda esperanza parecía perdida y Tía May condenada, le indica la entrada a la base. Quizá Ditko sí tenía explicaciones para todos estos agujeros de guion (especialmente en lo que se refiere al plan maestro del Planeador Maestro) pero nunca se molestó en contárselo a Stan Lee, dejando a éste la ingrata tarea de rellenar las viñetas con textos a su mejor criterio. De todas maneras, no importa mucho porque el empuje narrativo dimana de las ilustraciones: furia, desesperación, urgencia, acción, confrontación, fracaso.
Esto se aplica incluso a la breve subtrama romántica. Trate de imaginarse la breve escena de las páginas 2 a 4 en el Daily Bugle sin aportación alguna de Stan Lee. Los dibujos de Ditko nos mostrarían a Peter llegando a la redacción del periódico; Betty corriendo hacia él; Ned se une a ellos; Peter le habla a Ned de manera agresiva; Ned trata de calmarlo y Peter le empuja; Jameson aparece y desprecia las fotos que le presenta Peter; y, para terminar, una lacrimógena serie de tres viñetas con Peter y Betty.
El texto que añadió Stan Lee hace que la confrontación con Ned Leeds aparezca como algo que Peter finge para que Betty rompa definitivamente con él: “¡Tengo que hacer que me odie! ¡Una ruptura limpia es lo mejor!”. Parece que Lee quiere suavizar la explosiva situación, que Peter aparezca como un noble caballero… aunque a la postre lo que consigue es presentarlo como un estúpido autodestructivo en línea con las escenas de la universidad del número anterior.
La fuerza emocional y el dinamismo que transpira esta trilogía deriva de un solo punto. Cuando se convirtió en Spiderman, Peter Parker fracasó y su tío Ben murió. Ahora, como un fanático obsesionado por ese recuerdo, actúa movido por la desesperación de salvarle la vida a su tía: “Las dos personas que más quiero en el mundo…han sido como mi padre y mi madre… Pero su amor por mí…su cariño…¡no les ha traído más que tragedias!¡No puede volver a pasar! ¡No puede! ¡No puede! (…) ¡Debe haber algún modo de salvarla! ¡Tiene que haberlo! ¡Y lo encontraré! ¡De alguna forma…Lo encontraré!”.
En la anterior ocasión que Tía May enfermó, Peter abandonó su identidad de Spiderman para cuidarla. En el número precedente, se lamentaba: “¡Con todo mi poder, con toda mi fuerza arácnida…no puedo ayudarla!”. Un gran poder, a veces conlleva también una gran indefensión. Pero desde el momento en que escucha el diagnóstico de la enfermedad terminal de su tía, el comic queda sometido a la energía y violencia de un Spiderman desesperado. Por eso rompe con furia la mesa de su casa en la página 5. Es un mensaje: Peter Parker es Spiderman. No son dos identidades distintas. Ya no hay caras partidas reflejando esa dualidad.
Todo el suspense y la agonía que había ido acumulándose página tras página, todas las pruebas a que había sido sometido, colapsan sobre Spiderman-Peter en la penúltima página, dejándolo inmovilizado mientras su tía agoniza en el hospital. Es un cliffhanger que ha dado que hablar desde que se publicó hace cincuenta y cinco años.
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