26 feb 2019
1952-JOHAN Y PIRLUIT – Peyo (1)
Tras la Segunda Guerra Mundial, el comic franco belga alcanza la madurez. Durante el conflicto bélico y a causa de la censura de los invasores alemanes, sus revistas infantiles y juveniles hubieron de aparcar el material norteamericano que antes formaba la base de sus contenidos y dejar entrar a autores autóctonos. Fue el caso de la cabecera belga “Spirou”, editada por Dupuis desde la pequeña localidad de Marcinelle. Fundada en 1936 y hogar del célebre botones creado por Rob-Vel, después de la guerra se convierte en uno de los focos de expansión del comic belga gracias a la labor de uno de sus principales artistas, Joseph Gillain “Jijé”. En torno a él va reuniéndose una cantera de jóvenes dibujantes que se convertirán en auténticos maestros del comic clásico de aventuras: Franquin (“Spirou”), Morris (“Lucky Luke”), Will (“Tif y Tondu”), Tilleux (“Gil Jourdan”)… y Peyo, un creador que no tardó en ser considerado como uno de los más insignes representantes del clasicismo francobelga, alguien que supo hasta el final mantener una calidad constante en todos sus trabajos.
A Peyo, alias artístico de Pierre Culliford, se le conoce en todo el planeta por ser el creador de Los Pitufos o “Schtroumpfs”, como se les denomina en francés. El éxito que cosecharon tras su aparición en 1958 en la revista “Spirou” fue de unas dimensiones pocas veces vistas en el mundo del comic. Generaron todo tipo de merchandising, series de animación, películas de imagen “real”, discos de canciones y hasta un parque temático en Metz (Francia). Creó, a imagen y semejanza de su idolatrado Disney, un gran imperio alrededor de los Pitufos y, junto a “Tintín” y “Lucky Luke”, éstos siguen siendo hoy los comics belgas más conocidos y vendidos del mundo. Pero ese éxito también ensombreció el resto de la obra de Peyo, como “Benito Sansón” (1960) y, sobre todo, su gran serie de aventuras medievales “Johan y Pirluit”, precisamente la serie en la que fueron inicialmente presentados los Pitufos antes de que éstos fagocitaran todo lo demás.
Pierre Culliford nació en 1928 en el seno de una familia mixta de Bruselas: su madre era belga y su padre británico –aunque nacionalizado belga-. Desde muy joven y a pesar de la pobre opinión que de su capacidad artística tenían sus profesores, sintió una gran afición por los comics, especialmente el “Tintín” de Hergé y las tiras americanas que aparecían en diversas revistas de la época. El cine que vio de niño y los libros de cuentos fueron asimismo influencias que le acompañarían toda su vida. Cuando tenía sólo siete años, su padre murió de miopatía y las dificultades financieras de la familia aumentaron, dificultades que se agudizaron todavía más con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. A los quince años, Pierre tuvo que abandonar sus estudios y ponerse a trabajar para contribuir al sostenimiento familiar. Durante la invasión alemana y hasta el final de la guerra trabajó como proyeccionista en un cine de Bruselas y en el verano de 1945, fue contratado como acuarelista en el estudio de animación C.B.A., donde conoció a quienes estaban destinados a ser grandes del comic europeo: André Franquin, Morris y Eddy Paape.
Cuando la compañía se vio obligada a cerrar presionada por la competencia de los dibujos animados norteamericanos, Franquin, Morris y Paape encontraron trabajo como dibujantes en las revistas publicadas por Ediciones Dupuis, que habían experimentado un renacer con el fin de la guerra y estaban necesitadas de personal creativo. Peyo, el más joven del grupo, se matricula en la Academia de Bellas Artes de Bruselas pero se marcha al cabo de tres meses al darse cuenta de que sus intereses no coinciden en absoluto con el tradicionalismo de la institución. Entre 1946 y 1951 se gana la vida precariamente con ilustraciones comerciales trabajando para distintas agencias (actividad que, de forma más esporádica, continuará desempeñando en los sesenta).
Mientras tanto, en su tiempo libre, hace sus primeros comics adoptando el seudónimo de Peyo (basado en la deformación de un apelativo familiar, Pierrot). Pese a las penurias económicas de lectores y editores, las revistas de historietas infantiles-juveniles estaban teniendo un gran éxito en esos años de posguerra y los periódicos decidieron atender también ese segmento de sus lectores introduciendo comics. Ello le dio la oportunidad a Peyo de meter cabeza en la industria como profesional publicando en el suplemento infantil del diario “L´Occident” en abril de 1946, un tebeo sobre un indio llamado “Pie Tierno”, al que seguirían luego el boy scout “Puce” y “Petit François” en los años cincuenta. Más allá de esas anécdotas autoconclusivas, su primer comic con continuidad –ocho páginas- fue 'Une Enquête de l'Inspecteur Pik', aparecido en “Le Petit Monde”, la revista infantil de los almacenes “Le Bon Marché”. Pero su carrera como historietista despegó de verdad cuando se convirtió en colaborador regular del periódico de gran tirada “Le Dernière Heure”.
Fue allí que Peyo, con diecisiete años, presentó al escudero Johan, primero en un par de tiras mudas en blanco y negro en 1946, y luego en una historia más larga en 1947. Eran peripecias de corte medieval muy sencillas en trama y dibujo protagonizadas por un Johan rubio cuyo aspecto difería mucho del que más tarde se convertiría en definitivo. Desde 1950 y a raíz de la cancelación del suplemento de historietas de “Le Dernière Heure”, el personaje apareció en “Le Soir”, periódico importante al que un año antes ya había vendido otro personaje suyo que disfrutaría de una larguísima trayectoria: el travieso gato “Poussy”.
Y entonces, se produce un reencuentro tan casual como providencial con André Franquin mientras ambos pasean por Bruselas. Éste se ha convertido ya en un pilar de Dupuis como autor completo de su personaje insignia, Spirou (a punto estaba ese año 1952 de crear al Marsupilami para la historia “Spirou y los Herederos”) y Peyo le comenta sus problemas para ser aceptado en la revista principal de la editorial, “Spirou”. Charles Dupuis, el editor, consideraba que su nivel gráfico no estaba a la altura de la línea media de la casa y sólo le había comprado algún chiste aislado. Ni corto ni perezoso, Franquin coge unos dibujos de su amigo, se los enseña a su jefe y recomienda sin tapujos su contratación. Dicho y hecho. El peso de Franquin en la editorial es tal que Dupuis no pone pegas. Nunca tendría que arrepentirse de su decisión.
En septiembre de 1952 empieza a serializarse en “Spirou” la primera aventura larga de Johan, “El Castigo de Basenhau” (publicado en álbum en 1954. En lo sucesivo los años harán referencia a la edición en ese formato). Peyo contaba ahora con dos ventajas de las que hasta ese momento había carecido. Por una parte, la extensión estándar de las historietas de la revista, 44 páginas, le permitía crear una trama más compleja, con más personajes y una narrativa más adecuada. Por otra, el color –del que se encargaría su esposa Nine- dotaría a sus dibujos de una viveza y alegría especiales. La figura de Johan se estiliza, su pelo pasa del rubio al moreno y envejece algo, lo que le permitirá medirse de tú a tú con villanos más peligrosos. Ayudado por puntuales consejos técnicos de Franquin, Peyo evoluciona con rapidez en este primer álbum y la mejoría gráfica y narrativa es patente si se comparan las primeras planchas –todavía algo toscas pero ya ambiciosas en su planificación y precisión del dibujo- con las últimas. El argumento es muy sencillo pero está narrado con fluidez: Johan, escudero al servicio del rey, descubre las trampas que un noble, el señor de Basenhau, prepara en un torneo que le enfrentará al conde de Treville. La humillación subsiguiente y expulsión del castillo provocará las ansias de venganza del primero, que organizará una conspiración para atacar la fortaleza real y derrocar al monarca.
El éxito de esta primera aventura es tan patente que tan solo dos meses después de su conclusión empieza la siguiente, “El Amo de Roucybeuf” (1954). De nuevo, una historia simple pero eficaz, en esta ocasión construida alrededor de una intriga detectivesca: Johan debe ayudar al caballero Hugo, de vuelta en su castillo tras una larga ausencia, a averiguar qué le ha sucedido a su desaparecido padre. En el misterio está implicado uno de los tres familiares que ostentan posiciones de poder en la fortaleza. Johan crece un poco más y el dibujo de Peyo se consolida, demostrando además su habilidad para el humor, el suspense, la caricatura y la acción. Nada mal para los primeros pasos de un autor que entonces aun contaba 25 años.
Con la perspectiva que da el tiempo, Peyo afirmó que para él el verdadero comienzo de la serie tras los dos primeros álbumes (a los que siempre consideró –demasiado severamente- como “pecados de juventud”) fue la tercera aventura, “El Duende del Bosque de las Rocas” (1956). Y es que esta historia constituye un punto de inflexión para la naciente serie gracias a la presentación de Pirluit. Los súbditos del rey están acongojados por la presencia de un duende que habita en los bosques y que les atormenta con sus gritos y pequeños robos. Al investigar la cuestión, Johan descubre que el tal Pirluit (grito de batalla de la “criatura”) no es sino un muchachuelo de corta estatura que, incapaz de que le tomen en serio y le den trabajo, se ha visto obligado a robar para no morir de hambre. Johan decide ayudarle recomendándole para bufón del rey pero entonces la princesa Ana, sobrina de éste, es secuestrada y dos de sus escoltas aseguran que el responsable es Pirluit. Johan sabe que es imposible y mientras los hombres del castillo se lanzan a la caza del sospechoso, el protagonista averigua que el culpable es un noble que pretende chantajear al rey para conseguir más feudos.
La historia, como puede verse, es de nuevo bastante tópica (de hecho es una versión recalentada y extendida de la que había publicado en la etapa primigenia de Johan, en “Le Soir”) pero la virtud de Peyo no residía tanto en la originalidad como en su capacidad para entretener, sus personajes entrañables y su narración impecable. En este caso, además, el gran aliciente es la presentación de Pirluit. Peyo sabía que necesitaba un contrapunto para el héroe inmaculado, un recurso utilizado desde hacía mucho tanto en la literatura como en el cine y el comic. Sencillamente, el héroe clásico era demasiado aburrido: noble, valiente, educado, hábil en el combate, incorruptible, de buen hacer y estar, porte apuesto… El compañero era todo aquello que el autor no podía canalizar a través de ese héroe, su contraste físico y psicológico. Pirluit no sólo es un enano rubio (frente a la esbeltez y cabello negro de Johan) sino que, a diferencia de la seriedad y madurez de su compañero, tiene un carácter explosivo: gruñón, pícaro, glotón, algo cobardica… un personaje, en fin, que no sólo permitía introducir abundantes momentos cómicos sino que conectaba mejor con el lector.
Como había sido el caso del perrito Ideafix en “Astérix”, Pirluit no iba a ser inicialmente un personaje fijo, pero tan calurosa fue su aceptación por parte de los lectores que al término de la aventura, el pintoresco muchachito y su montura, la cabra Biquette, se trasladan a vivir al castillo y a partir del siguiente álbum el encabezamiento ya pasaría a ser “Las Aventuras de Johan y Pirluit”. Peyo siempre consideró a Pirluit su personaje favorito. Al fin y al cabo, como había sido el caso de, por ejemplo, Franquin y “Gaston Lagaffe”, había depositado en él muchos de los rasgos de su carácter.
Por otra parte, nunca quedó del todo claro si Pirluit era un jovencito de corta estatura o un adulto enano. El redondeado y simplificado estilo gráfico de Peyo impedía discernir una cosa u otra. Unas veces, su carácter travieso, inmaduro e ingenuo hace pensar en la primera opción; otras, su espíritu crítico y sus observaciones son propias de un adulto. Realmente y una vez inmerso en el particular universo creado por Peyo, esta incógnita no tiene mayor importancia.
Peyo, ya lo he dicho, consideró “El Duende del Bosque de las Rocas” como el auténtico arranque de la serie y así, inspirado por el trabajo de redibujo y actualización que Hergé había realizado en los primeros álbumes de “Tintín”, trató de hacer lo mismo a mediados de los sesenta con “Johan y Pirluit”. Para ello contó con uno de sus ayudantes, el suizo Derib, que volvió a dibujar las seis primeras planchas de “El Duende…” imitando el estilo gráfico y narrativo de Peyo, entonces totalmente consolidado y depurado. El proyecto, sin embargo, se quedó inconcluso cuando Derib se marchó a su país natal a continuar su carrera (creando personajes también clásicos del comic europeo, como “Yakari” y “Buddy Longway”).
Si bien los tres primeros álbumes eran dignas historias de aventuras pero no particularmente notables, “La Piedra de Luna” ya tiene una factura completamente madura digna de una novela de Dumas o Sabatini. No solamente Pirluit y su temperamental cabra están ya completamente integrados en el universo que Peyo estaba construyendo sino que se añade un miembro más: el mago Homnibus. La trama tiene intriga, varios misterios (los poderes de la joya del título, la identidad del villano y el extraño comportamiento del mago), abundante acción (persecuciones, duelos e incluso, aunque excepcionalmente, una muerte –fuera de plano, eso sí) y un adversario con personalidad aunque muy tópico, como no podía ser de otra forma en una serie de estas características-. La estructura de folletín decimonónico –secuencias de acción hiladas con una excusa argumental poco fundamentada- deja paso a una aventura más organizada en la que el desenlace está previsto desde el comienzo y cuyo ritmo se ajusta bien a la extensión de la misma para que no haya acelerones de última hora (algo que parece muy básico pero que el propio Franquín reconocía no hacer en aquella época).
Ya en este punto, Peyo tomó otra decisión creativa poco común en la época: hacer de cada aventura una historia autónoma en la que no apareciesen villanos recurrentes, a diferencia por ejemplo, lo que hacía Morris con los hermanos Dalton en “Lucky Luke” o el propio Franquin con Zantafio en “Spirou”. Ello no significa que no se sirva de un reparto estable de personajes (el rey, el mago Homnibus).
Así, en “El Juramento de los Vikingos” (1957), Peyo aleja a sus protagonistas del entorno palaciego, del rey y las intrigas de los nobles, para empujarlos a una aventura de tono más épico. Mientras vuelven de una misión, Johan y Pirluit descansan en la cabaña de un pescador sólo para ver cómo una partida de vikingos secuestran a uno de los hijos de aquél. Indignados, emprenden la persecución, aliándose con otros nórdicos que parecen ser enemigos de los anteriores. Es el inicio de una aventura que les llevará a las tierras escandinavas para mezclarse en una lucha por el poder entre reyes usurpadores y príncipes depuestos. Se trata de una peripecia a mayor escala que las anteriores, con más personajes –quizá demasiados como para delinearlos bien y dejar huella en el lector- y las usuales intrigas, giros (como la revelación de la auténtica identidad del niño raptado), duelos y batallas, salpicado todo ello con los divertidos toques de humor que brinda Pirluit.
En “La Fuente de los Dioses” (1957), Peyo introduce aún más elementos de fantasía extraídos de aquellos cuentos de hadas que tanto disfrutó en su infancia. Johan y Pirluit están regresando en barco desde tierras escandinavas cuando una tormenta les arroja fuera del navío y arriban exhaustos a tierra siendo auxiliados por la familia de un pueblo cuyos habitantes sufren la explotación y abusos de un noble tiránico. En el pasado, una bruja lanzó un maleficio sobre el pueblo que, generación tras generación, les castiga con un cansancio permanente que les impide defenderse o siquiera trabajar con cierto desahogo. La única solución es el agua que brota de la Fuente de los Dioses, localizada en una región de difícil acceso y donde acechan diversos peligros. Por supuesto, los dos héroes se prestarán a conseguir el bebedizo (en realidad es Johan el de tal iniciativa; Pirluit, como de costumbre, es más reticente).
Así, tenemos una magnífica aventura salpicada de maldiciones, pociones mágicas, guardianes del tesoro y gigantes que preceden al enfrentamiento final con los esbirros del opresor. Aventura, además, que reserva una sorpresa en cuanto a la caracterización de los personajes. Johan es el héroe nominal, la encarnación de todas las virtudes del caballero, sí, pero no se lo piensa mucho cuando, ante lo que parece un peligro insalvable justo cuando han alcanzado su objetivo tras múltiples problemas, se da la vuelta, se rinde y prepara para regresar con las manos vacías. Es Pirluit, reacio en principio a la aventura en la que su amigo le ha embarcado, el que utiliza su ingenio, astucia y buen corazón para hallar una solución que no implica el uso de las armas (hazaña que ya había realizado otra vez en el curso del viaje cuando se enfrentaron al gigante guardián del bosque).
En 1959 aparece en álbum “La Flecha Negra”, una intriga que mezcla la aventura con el misterio. Johan y Pirluit deben averiguar el paradero de un nutrido grupo de bandidos que atormenta a los viajeros del bosque cercano al castillo del rey. Éstos, además, cuentan con un infiltrado en la fortaleza que les avisa del paso de mercaderes acaudalados o de la salida de partidas en su busca. Además de las peripecias que llevarán a los protagonistas a encontrar –por casualidad- a los malhechores, engañarlos para unirse a ellos, averiguar el paradero de las riquezas robadas y lograr que los detengan, Peyo se reserva para el final la resolución del enigma alrededor de la identidad del traidor en el castillo. Poco nuevo que añadir a una aventura magníficamente narrada y en la que se hace evidente que Pirluit se ha convertido en la auténtica chispa de la serie. Sus gags cómicos se extienden varias páginas –en esta ocasión centrados en su manía por ejercitar sus nulas y cargantes dotes musicales y que más adelante inspiraría el personaje del bardo Asuranceturix en “Asterix”-, ayudando a dar consistencia a una trama por lo demás bastante sencilla. Como dijo el propio editor, Charles Dupuis, si no hubiera existido el gran Gaston Elgafe de Franquin, habría sido Pirluit el principal baluarte humorístico de la revista “Spirou”.
“El Señor de Pikodoro” (1960) vuelve a demostrar la facilidad con la que Pirluit podía apropiarse de la aventura, hasta el punto de que Johan parecía un simple secundario. En esta ocasión el argumento gira alrededor de un equívoco de identidades: Pirluit es tomado por el noble señor Edgardo de Pikodoro, recién fugado de su cautiverio en su propio castillo y al que su pueblo, aunque lo idolatra, no ha visto desde hace años. El villano Cuernacorta es quien lo había recluido para hacerse con el poder y el único que conoce su verdadero aspecto. Los enredos y confusiones están servidos. Peyo introduce abundantes gags protagonizados, claro está, por Pirluit, añadiendo otros hilarantes secundarios que actúan como sus comparsas, como Rómulus, el halcón vegetariano de mirada triste al que su amo se empeña en enseñar a cazar; o la oronda y arrolladora dama Güendolina, prometida de Edgardo-Pirluit.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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