La historia comienza cuando Yoichi Yamashita, un hombre de mediana edad, casado y residente en Tokio, recibe la noticia de la muerte de su padre. Lejos de sentirse embargado por la emoción, su reacción es de calma, incluso frialdad. Lleva quince años sin ir a Tottori, su pueblo natal, y se muestra reacio a acudir al funeral, pero finalmente cede empujado por su esposa. Allí, al día siguiente, durante el velatorio, rodeado de familiares y amigos que ofrecen sus propios testimonios, Yoichi empieza a rememorar su vida. Por su mente pasan imágenes de cálida serenidad, como cuando, siendo niño, jugaba en el suelo de la peluquería que tenía su padre mientras una suave luz inundaba la estancia; y también momentos dramáticos, como el del gran incendio que el 17 de abril de 1952 arrasó Tottori y, eventualmente, acabó llevando el drama a la familia de Yoichi.
El incendio destruyó la peluquería con la que Takeshi, el padre de Yoichi, daba de comer a la familia. Sus suegros le prestaron dinero para que pudieran comenzar de nuevo, pero aquello supuso una humillación para Takeshi, ya que aquéllos siempre habían sospechado –injustamente- que se había casado con su hija por dinero. Decidido a devolver hasta el último céntimo lo antes posible, se entrega al trabajo sin darse cuenta de que ello está perjudicando a su matrimonio. Su esposa, Kiyoko, conoce a otro hombre y acaba abandonándolo a él y a sus dos hijos. Fue a partir de esa ruptura cuando Yoichi, y de esto él mismo se va dando cuenta en el transcurso del velatorio, empezó a formarse una imagen distorsionada y errónea de su padre, al que interiormente acusaba de ser frío, distante y ausente. Yoichi se desconectó de su familia y ya no tuvo más idea que la de abandonar su pueblo. Y eso hizo. En cuanto tuvo la edad y la oportunidad, se marchó a trabajar a Tokio y en quince años sólo volvió una vez. Reconstruyó su vida en la capital y siempre utilizó el exceso de trabajo como excusa para no regresar. Y es ahora, gracias a los recuerdos de otras personas que lo conocieron, cuando toma conciencia de su error: su padre era, de hecho, alguien admirable a quien la ausencia de su hijo le afectó mucho más de lo que jamás había imaginado. Y él, por su parte y sin darse cuenta, ha acabado convirtiéndose en su madurez en el tipo de persona que creía era su padre.
En muchas críticas y reseñas se ha calificado a este comic como “obra maestra”, término tan sobado que a menudo pierde su significado. Pero en este caso, sí es cierto que desde el principio el lector con cierta sensibilidad puede darse cuenta de que se halla ante un trabajo con una fuerza poco corriente, una obra capaz de llegar a lo más profundo tocando emociones comunes a todos nosotros. Reconciliarse con el pasado es uno de los temas más frecuentes en la ficción de todo tipo. Regresar al pasado, revisarlo a la luz de la experiencia, es una vivencia muchas veces dolorosa que sólo podemos realizar siendo adultos. De esta forma, aunque Yoichi es japonés, a efectos de esta obra bien podría haber sido español, alemán, egipcio o peruano y la esencia, el mensaje y los sentimientos que inspiran este comic seguirían siendo los mismos. Inspirado por su propia experiencia al volver a su pueblo natal (el mismo Tottori del comic) tras muchos años ausente, Taniguchi describe la naturaleza humana de forma tan penetrante y honesta como universal. Y ello aun cuando “El Almanaque de mi Padre” nunca deja de ser una obra claramente japonesa en lo tocante a la sociedad que describe, sus costumbres, sentimientos e incluso avatares históricos (como el incendio –real- de Tottori, la reconstrucción del país tras la guerra o las tensiones entre la población autóctona y las fuerzas de ocupación americanas).
El trabajo de Taniguchi es sutil, contenido pero expresivo, sin llegar nunca a caer en histriónicas explosiones emocionales. Su personaje siente rechazo por su padre, pero no lo expresa de forma violenta o exagerada. Poco a poco, sutilmente, ese viejo sentimiento de tenue amargura se transforma en confusión, inseguridad y, por fin, en la certeza haber estado siempre equivocado, de que juzgó a su padre injustamente cuando aún tenía una edad en la que carecía de la sabiduría necesaria para comprender muchas cosas. Es entonces cuando debe enfrentarse a la culpa por el daño que, ahora sí, sabe que causó su actitud. Pero el comic no cae en el moralismo facilón. Lo que separa a Yoichi de su familia no es la malicia, el agravio o el choque frontal, sino la ausencia de comunicación. No hay villanos en esta historia, no hay discusiones exaltadas ni agresiones verbales. Y también ahí es donde Taniguchi demuestra su delicadeza y genio: “El Almanaque de mi Padre” suscita emociones en el lector, pero no le manipula para que juzgue a los personajes; lo cual, por otra parte, supone una bocanada de aire fresco en una época, la nuestra, en la que la moralidad (ya sea en su vertiente más puritana o en la más relativista) parece estar presente en todas las obras de ficción.
La historia que teje Taniguchi evoca muy bien la melancolía que uno siente al regresar a un lugar después de mucho tiempo para encontrar que ya no se parece a como quedó grabado en nuestra memoria. Es lo que le ocurre a Yoichi en el curso de las horas que pasa en el velatorio: recurriendo a su memoria y aprovechando la de los que asisten a la ceremonia, vuelve al santuario de su niñez y adolescencia para contemplar el camino recorrido durante esos años con nuevos ojos, unos ojos que sólo pueden adquirirse tras haber escapado de esa época de la vida y de todo lo que entonces le definió como persona. Yoichi no sólo descubre quién era realmente su padre, sino a sí mismo.
Para conseguir el deseado efecto emocional, Taniguchi divide las 270 páginas de la obra en capítulos muy bien delimitados, cada uno de ellos centrado no sólo en un recuerdo de Yoichi, sino en el descubrimiento que a través de éste hace de una faceta de su padre ignorada hasta ese momento. Todos los capítulos comienzan con una página viñeta –la mayoría de ellas representando fotos familiares en diferentes épocas- y luego pasan a desarrollar la narración de forma pausada, alternando los diálogos con descripciones en tercera persona.
Taniguchi es un artista extraordinario. Sus viñetas gozan de un nivel de detalle sencillamente espectacular. Mientras que las figuras, los rostros y el movimiento están dibujados con la simplicidad propia del manga, los ambientes domésticos, las tiendas, las calles, los paisajes naturales… están retratados con tanta minuciosidad que a veces se podrían confundir con fotografías; pero, al mismo tiempo, esas imágenes están elaboradas con una limpieza asombrosa. No es nada fácil alcanzar ese delicado equilibrio entre línea y espacio vacío, ese punto en el que, dibujando cada piedra de un muro, ladrillo de una pared, hoja de un árbol o adorno de una habitación, no se transmite sensación de abigarramiento. En todo momento el dibujo de Taniguchi exhibe una pulcritud, orden y claridad sobresalientes. Es el mismo tipo de armonía que, a nivel narrativo, consigue combinando y alternando los silencios y las palabras para construir una atmósfera de sereno dramatismo teñido de melancolía.
Por otra parte, el formato gráfico es una buena manera de aproximarse a la cultura japonesa. Detalles de la vida cotidiana y las costumbres que por sabidas en su país de origen no requieren explicación, se ofrecen aquí al lector occidental de forma visual: la ropa, la comida, las casas, la vida en las calles, las escuelas, los ritos funerarios… Todo ello está retratado con tanta naturalidad como detallismo por el elegante dibujo de Taniguchi.
“El Almanaque de mi Padre” es una obra sobresaliente en todos los sentidos y una buena puerta de entrada al trabajo de ese gran autor que fue Jiro Taniguchi (murió en febrero de 2017). De lectura recomendada no sólo a los aficionados al manga sino también y especialmente a aquellos lectores –adultos, eso sí- poco o nada familiarizados con ese tipo de comic. Encontrarán aquí un tebeo atemporal y de lectura íntima, fluida y sencilla pero al tiempo profunda, que aborda temas y sentimientos complejos con los que solamente alguien de cierta edad puede sintonizar: la nostalgia, la duda, el remordimiento, la tristeza, el reconocimiento de los propios errores y las oportunidades perdidas, el amor huérfano, las relaciones familiares, la reconciliación y la recuperación de las raíces. En resumen, mucho más que simple entretenimiento.
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