16 ago 2015
1991-SEÑOR JEAN – Dupuy y Berberian
El caso de Philip Dupuy (1960) y Charles Berberian (1959) es verdaderamente extraordinario: una pareja de creadores en plena sintonía que han sido capaces de trabajar juntos durante décadas y de cuya colaboración han surgido obras de primer nivel como “Diario de un álbum”, del que hablaremos en otra ocasión, y este “El Señor Jean”.
Todavía muy jóvenes, ambos se curtieron en el campo de la publicidad y la ilustración además de participar en numerosos fanzines. Fue en uno de ellos, “Band´A Part”, donde coincidieron y tomaron conciencia de la proximidad de sus gustos y estilos, por lo que en 1983 empezaron a colaborar en el afamado fanzine “PLGPPUR”. Su método de trabajo era ciertamente inusual, interviniendo los dos por igual en todos los aspectos de la obra y rechazando el tradicional reparto de roles guionista-dibujante. El sistema les resultó tan satisfactorio que continuaron con él aun cuando inicialmente no consiguieron interesar a ningún editor.
Por fin, “Fluide Glacial” les compró una de sus historias. Tras un rodaje a base de narraciones breves sin personaje fijo, crean “El Diario de Henriette”, ácida crónica de la vida de una niña preadolescente de aspecto poco agraciado con la que obtuvieron una buena acogida y cuyas peripecias narrarían durante cuatro años. También en este periodo se incluye un decepcionante álbum, “Klondike”, pero que les sirvió tanto para estrenarse en el formato de historia larga a color como para darse cuenta de que la aventura no era el género que mejor casaba con sus sensibilidades.
La ambición de Dupuy y Berberian, sin embargo, era trabajar en la veterana revista “Metal Hurlant”, editada por Humanoides Asociados. Y lo consiguieron. Su primer trabajo allí es una historia de cuatro páginas protagonizada por un tal señor Jean (inspirado en un amigo de los autores llamado Jean Claude), un soltero que empieza una noche planeando salir de juerga y la termina en casa de sus padres. Publicada en 1990 en la revista “Yeti” (cabecera mediocre a quien Humanoides vendió por su cuenta aquella primera entrega), fue una historia casi improvisada y sin intención de continuidad, pero ambos autores se dieron cuenta de que podían utilizar el personaje para contar más cosas. Eso llevó a más historias y a la propuesta del editor para que dibujaran algunas más, las suficientes para completar un álbum con el señor Jean como protagonista. Y así fue. En 1991 aparecen las siete primeras historias del personaje compiladas en el volumen “El Señor Jean, el Amor, la Portera”.
Jean es un treintañero bastante corriente que vive en París y que ejerce de traductor a la espera de que despegue su carrera de escritor. No es ni mucho menos un superhombre ni tiene talento particular alguno. De aspecto ordinario, fuma, bebe y disfruta de su soltería involucrándose felizmente en rápidos romances, aunque tiene problemas a la hora de comprometerse más seriamente.
Pero cada vez le resulta más difícil ignorar el hecho de que la mayoría de sus amigos se casan y tienen hijos. No es que todo ello le haga sentir la necesidad de contraer matrimonio y criar a una prole, pero sí le despierta un incómodo sentimiento de aislamiento en una etapa de la vida que sus amigos ya han dejado atrás. Ello viene perfectamente explicado en la historia “Una gran sorpresa” en la que telefonea a todos los conocidos de su agenda para salir una noche y se encuentra con que todos tienen que atender obligaciones familiares más importantes que encontrarse con él para tomar unas copas. Es una sensación familiar para muchos solteros que, de repente, ven cómo viejos amigos que sólo vivían para el jolgorio se han transformado en responsables criaturas domésticas.
Jean no es un reflejo exacto ni de Dupuy ni de Berberian, pero sí tiene características de ambos. Por ejemplo, los dos realizan diseños para publicidad, una actividad que también deslizan en la vida de Jean, permitiéndole pagar las facturas hasta que pueda vender sus propios libros...igual que los autores. Por otra parte, muchas de las vivencias que experimentan ellos o su entorno les sirven de inspiración para ciertos pasajes. Aunque iría cambiando con el paso del tiempo, inicialmente construyeron a Jean como un individuo tímido, modesto, incluso retraído, puesto que querían que su personalidad se definiera en relación a aquellos que le rodeaban. Entre estos destaca, por ejemplo, Félix, extrovertido y extravagante. Todo el mundo tiene un amigo como Félix: un tipo cargado de buenas intenciones pero que siempre llega tarde y flota por la vida sin tomarse en serio sus responsabilidades profesionales o familiares. Sin embargo, como ese comportamiento no es consecuencia de la malicia sino de un perpetuo estado de ensoñación mental y, además, es un tipo encantador y apasionado, todo el mundo, aunque a menudo acabe exasperado por su causa, le aprecia.
También está Clement, profesional con éxito tanto en los negocios como en el matrimonio, pero que puede ser bastante cargante cuando presume de ello y que, como otros amigos casados de Jean, disfruta metiéndose con él en relación a su vida romántica y tratando de emparejarlo (aunque uno tiene la impresión de que, en secreto, también envidia la vida de soltero de Jean y su capacidad para subsistir de su arte en lugar de los negocios). Jean mantiene una difícil relación con la portera del edificio en el que vive, la señora Poulbott, quien considera su vida disoluta y reprensible…hasta que lo ve por televisión con motivo del libro que ha publicado, momento en el que su opinión cambia radicalmente a mejor.
Y, naturalmente, las mujeres, esas entidades que de un modo u otro siempre están presentes en su vida, incluso cuando cena con sus padres (que no olvidan sacar a colación el asunto: ¿cuándo sentarás la cabeza? ¿cuándo tendremos nietos?...). Algunas de esas féminas son romances rápidos, encuentros casuales en una fiesta que terminan tan velozmente como empezaron. Otras llevan a relaciones más serias que le ofrecen felicidad, pero también preocupaciones acerca del compromiso a largo plazo, algo que se traduce en extraños sueños.
Aunque los autores supieron reconocer que el marco en el que se desenvolvían mejor era el cotidiano, las secuencias oníricas aparecen en todos los álbumes del señor Jean. Éste, en su condición de escritor, es, pues, un soñador, pero no solo nocturno. También durante el día se sumerge en pequeñas ensoñaciones. Son una forma de romper el tono realista y cotidiano de las historias al tiempo que hacerlas avanzar sin ser demasiado explícitos. En lugar de limitarse a colocar un bocadillo de texto que diga “Jean está angustiado” o “Jean está inseguro”, insertan un sueño que ilustre esa sensación, a menudo recurriendo al humor absurdo, el surrealismo y una violencia algo sangrienta que en absoluto tiene presencia en la vida real del protagonista. Su gran imaginación se halla limitada por la vida urbana y escasamente aventurera que lleva, por lo que sus sueños y pesadillas se convierten en una válvula de escape.
Ha habido quien ha calificado a esta serie de “burguesa” y aburrida. Ciertamente, no hay un drama propiamente dicho. Jean es un bohemio burgués y urbanita que disfruta de una vida sencilla pero confortable sin grandes problemas financieros; reside en un edificio céntrico, tiene amigos de la misma condición social y aunque busca sin encontrarlo su gran amor se conforma con los breves romances que le surgen mientras tanto. El episodio más atrevido dramáticamente es aquel en el que Jean es contratado por un productor cinematográfico metido en turbios negocios con el crimen organizado, quien lo engaña para que se convierta en blanco de unos matones. Aparte de eso, lo más traumático que sucede en este primer álbum es que Felix le deje su temperamental gato Theo para que lo cuide en su ausencia.
En otras palabras, no es que haya mucho en juego aquí e incluso los conflictos y las crisis que experimenta Jean pueden interpretarse como la proverbial tormenta en un vaso de agua. Son, digamos, “problemas del Primer Mundo”, pequeños obstáculos en unas historias de corte cotidiano y con un suave humor. Es esa banalidad y la forma en la que Jean se angustia y obsesiona con unas dificultades que en realidad no lo son tanto lo que despierta la simpatía del lector. El disfrute de esta serie, pues, depende mucho de que ese lector sea capaz de identificarse con los personajes y sus situaciones.
De cualquier forma hay que reconocer el desafío al que se enfrentaban los autores: desarrollar una serie compuesta por episodios cortos de temática costumbrista en los que siempre se corre el riesgo de caer en la banalidad, en la anécdota graciosa pero vacía; o, en el otro extremo y aún peor, en la simple vulgaridad. Dupuy y Berberian, sin embargo, supieron mantenerse siempre a la distancia correcta entre lo ligero y lo profundo, lo sentimental y lo cómico; y ese acierto fue precisamente lo que les granjeó un grupo de seguidores leales.
Ya comentamos al principio que a diferencia del método clásico de colaboración entre profesionales del cómic –en el que uno realiza el guión y el otro lo traduce en imágenes- Dupuy y Berberian participan conjuntamente en todo el proceso de elaboración de la historia: guiones, diálogos y dibujos, hasta tal punto que es imposible determinar qué ha escrito o dibujado cada cual. Este peculiar procedimiento de simbiosis artística lo describirían ambos en otra de sus obras recomendables que ya mencioné al principio: “Diario de un Álbum”.
Su dibujo es perfecto para el tipo de historia que quieren contar. Un estilo hiperrealista para una crónica cotidiana de un soltero treintañero podría haber resultado aburrido, una especie de fotorreportaje indigesto. En cambio, optan por ilustrar la sencillez de la historia con un estilo igualmente ligero, rayano en lo cartoon, que permite a los autores no sólo enfatizar la expresividad, sino insertar momentos surrealistas como los de los sueños. La línea, sobria pero cálida, dinámica y redondeada, recuerda a Jules Feiffer o al más cercano Margerin y su personaje “Lucien”, del que Jean podría ser una especie de pariente refinado.
La sencillez y espontaneidad del dibujo, no obstante, son engañosas, puesto que esconden tras de sí un laborioso proceso de síntesis para llegar al difícil equilibrio entre simplicidad y detallismo y gracias al cual todas las viñetas contienen los elementos necesarios para transmitir todo su significado narrativo y emocional. Su retrato de París, por ejemplo, es sobresaliente: sin caer en los tópicos más gastados, pero al mismo tiempo dejando claro que se trata de un lugar muy concreto y no una ciudad genérica.
El primer álbum del señor Jean ya era prometedor. El segundo confirmaría esa impresión.
Al finalizar el primer volumen, Dupuy y Berberian no habían pensado todavía convertir al señor Jean en una serie, pero eso cambiaría pronto. Si el primer álbum había servido para presentar al personaje, en el segundo, “Noches en Vela” (1992) encontramos ya una historia larga en la que se introducen temas que surgirán una y otra vez en las siguientes entregas, encarrilando con ellos la trayectoria que seguirá el personaje en lo sucesivo. Además, su estructura obedecía no a una fórmula rígida, sino a lo que el propio personaje requiriera en cada momento. Así, encontraremos o bien narraciones que abarcan toda la longitud del álbum o bien historias más cortas –a veces de una sola página, otras de hasta diez- en las que se narran anécdotas y episodios de diferente extensión, mezclando lo costumbrista, lo intimista, lo real y lo onírico. Esa flexibilidad es precisamente uno de los elementos que aportan originalidad y frescura a la serie y otorgan a cada álbum su propia identidad.
“Noches en Vela” retoma los elementos más conseguidos en la primera entrega y les aporta una mayor coherencia insertándolos dentro de lo que ya empieza a verse como una evolución del personaje. Como pista que indica que nos encontramos ante una serie que progresa en una dirección clara, el álbum comienza con una celebración: el trigésimo aniversario de Jean, una fiesta que abrirá para él un periodo marcado por las dudas.
La brecha entre los tormentos psicológicos que asedian al protagonista y la cómoda existencia que disfruta introduce un tono subyacente de comedia tan sutil como amarga. Lo que siente Jean, en realidad, es insatisfacción ante la contemplación de lo que ha conseguido en la vida y lo que él cree que debería haber logrado. Y en la base de esa crisis existencial está el Amor. Todavía permanece soltero y aunque no le faltan romances con mujeres, siente como un fracaso el no haber conseguido establecer una familia. ¿Cómo puede compatibilizar su edad con el deseo de permanecer en la eterna adolescencia? Dupuy y Berberian materializan ese trance existencial castigando al personaje con crisis gástricas, insomnio y, cuando por fin llega Morfeo, agitados sueños con los que los autores se permiten una incursión en la fantasía al tiempo que dan forma a las angustias de Jean y los utilizan para marcar el ritmo de la historia.
Los personajes secundarios siguen siendo importantes en la vida de Jean. Su relación con Félix adquiere una nueva dimensión cuando éste se muda con él. Ambos comen, beben, van de fiesta, ligan con mujeres y realizan ingeniosas observaciones sobre el otro, la amistad y el paso del tiempo, todo lo cual da lugar a ciertas tensiones y choque de temperamentos. Mientras tanto, Felix trata de rehacer su vida con Marléne, una madre soltera.
El papel de Clement es diferente: él es quien azuza y molesta continuamente a Jean con sus burlas y consejos. Esto lleva precisamente a uno de los mejores capítulos del álbum en el que el protagonista viaja a Lisboa para aclarar su mente, promocionar su último libro y, sin haberlo previsto, encontrarse con el espíritu de Fernando Pessoa, una hermosa librera y su celoso novio, un libro perdido y una carta que le traslada a tiempos pasados. Otro interesante pasaje es aquel en el que Jean se ve acompañado en su quehacer diario por Mr.Negativo, la encarnación de su mal humor, una entidad claramente inspirada en las “Ideas Negras” de Franquin.
Gráficamente, Dupuy y Berberian no registran una evolución destacable. Si acaso podemos decir que aquí, gracias a un entintado más preciso, asientan definitivamente un estilo que ya habían perfilado muy bien en la primera entrega. El color aplicado contribuye a dotar de identidad y unidad estética a la colección. Es un apartado que juga un importante papel expresivo en toda la serie, reforzando el componente emocional de cada historia. Aunque no son Dupuy y Berberian quienes lo aplican, colaboran estrechamente con otros profesionales (en este caso Claude Legris, más adelante Isabelle Busschaert, Ruby…), explicándoles sus deseos al tiempo que dejándoles suficiente libertad como para que el resultado final les sorprenda.
“Noches en vela” es un comic que bajo una apariencia modesta, esconde una belleza especial gracias a la elegancia de su dibujo y la agudeza de su guión.
Del tercer volumen, “Las mujeres y los niños primero” (1994), están los autores especialmente satisfechos. Fue éste un punto de inflexión para la serie. En él, Dupuy y Berberian quisieron volver al formato de historia corta porque muchas de sus ideas no eran adecuadas para una narración larga. Se demostraba así una vez más que era el personaje lo que marcaba la forma y fondo de la serie.
Por tanto, esta entrega se estructura en episodios de duración variable, de 4 a 14 páginas, continuando la línea de las dos anteriores. Pero sería un error creer que los autores se contentan con prolongar una fórmula con la que habían obtenido buenas críticas. En esta ocasión, los cinco capítulos se centran en un tema: el de la maduración personal a través de las relaciones sentimentales. Tres de los episodios tienen como foco otros tantos personajes femeninos que, cada uno a su manera, interfieren en la cómoda rutina de Jean.
En primer lugar está Veronica, la mujer de Jacques, cuyo embarazo la ha sumido en una crisis marital. Sospecha que su marido le es infiel porque ya no la encuentra deseable y se presenta una noche en la casa de Jean para que la acoja sin saber que el motivo por el que Jacques ha llegado tan tarde a su hogar es, precisamente, porque estuvo con Jean. Esta historia sirve para mostrar de una forma un tanto ácida las limitaciones que impone la vida matrimonial.
A continuación tenemos a Manuvera, protagonista de un relato divertido aunque frustrante para Jean. Éste la conoce en un gimnasio al que acude arrastrado por Clement. La hermosa morena es una amante volcánica que, sin embargo, “olvida” avisar a Jean de que su exnovio culturista aún la ama y, todavía peor, es tremendamente celoso.
Por último, tenemos a Cathy, un personaje importante que se convertirá en habitual de la serie. Jean recuerda la ruptura con ella años atrás al son de una canción de los Beatles, “Norwegian Wood”. Vuelve a aparecer en el episodio final, cuando Verónica y Jacques, ya casi reconciliados y ahora padres de gemelos, la invitan a ella y a Jean sin saber que ambos vivieron un romance.
Entre mujer y mujer, Dupuy y Berberian insertan un interludio ligero en el que Jean, ante la inminente subida del alquiler por parte de su casero, se ve obligado a empezar a buscar un nuevo apartamento. Las cosas se complican con la presencia de un Félix deprimido tras la ruptura con Marléne, quien le ha abandonado dejándole su hijo Eugene. Los intentos de suicidio de un vecino y la solución a la que llegan los inquilinos para aliviar su depresión permitirán a Jean conservar su vivienda.
Dupuy y Berberian utilizan varias veces en este álbum el mismo recurso: Jean sueña que es un rey, primero ciego y sordo (durante su romance con Manureva), luego a punto de marchar al exilio (cuando se prepara para mudarse), en un castillo asediado por mujeres que lo atacan con catapultas que disparan niños o a punto de perecer dentro de sus muros (con la llegada de los rechazados Félix y Eugene). Esta traslación distorsionada de la realidad al mundo onírico es tan divertida como inquietante, porque refleja la dificultad del protagonista para asimilar las experiencias que vive, ya sea la ocupación de su domicilio por un amigo, la turbulenta relación con Manureva o el recuerdo de su primer amor.
Sólo el reencuentro con Cathy y la decisión de perdonar la aflicción que ella le provocó en su juventud, logra atenuar sus temores. ¿Ha llegado el momento de comprometerse? ¿Es capaz de hacerlo? Esas preguntas quedan planteadas pero sin respuesta al final del álbum y los lectores, aunque entonces no lo sabían, debieron armarse de paciencia para descubrir qué decidiría Jean. Y es que el siguiente álbum tardaría casi cuatro años en aparecer.
Gráficamente, es interesante destacar que si bien la línea no experimenta cambios sustanciales, el montaje sí lo hace, variando el número de viñetas y su forma en cada página, como en la secuencia en la que se ilustra, alternando sueño y realidad, la pesadilla de Jean como rey prisionero en un calabozo y Manureva anunciando su reconciliación con su exnovio.
La cuarta entrega del señor Jean, “Vivamos felices sin parecerlo” (1998), supone la primera vez que Dupuy y Berberian abandonan la estructura de compilación de historias cortas para abordar una única narración que ocupa todo el volumen y en la que se entretejen diferentes tramas, independientes entre sí pero confluyentes en la vida del protagonista, algo muy parecido a la realidad.
Ahora nos encontramos con un Jean cuya relación con Cathy ya tiene un año de vida. Entretanto, Félix le hace la vida imposible persiguiendo todo tipo de proyectos profesionales de éxito dudoso y abandonando mientras tanto al pequeño Eugene en sus manos. Cathy, harta de la pasividad e indecisión de Jean, rompe con él y acepta un trabajo en Nueva York. Félix sufre un estúpido accidente y Jean tendrá que llevarse a Eugene con él cuando tenga que asistir a una boda que se celebra en un ambiente poco propicio. Allí congenia con Marion, una atractiva mujer, pero rechaza pasar a mayores al darse cuenta de sus verdaderos sentimientos. De vuelta en París, Félix y Eugene se marchan al campo con los padres de éste para completar su recuperación, permitiendo así que Jean viaje a Nueva York para reencontrarse con Cathy.
Por fin, el largo camino que Dupuy y Berberian comenzaron siete años y tres álbumes atrás, parece que llega a su conclusión: su protagonista decide dejar de lado su testarudez y sus cómodos hábitos para aventurarse en un terreno más peligroso, pero quizá más satisfactorio a largo plazo. No es que la historia cuente nada revolucionario: vuelve a girar alrededor de las dudas sentimentales de Jean, atrapado entre la paz emocional del soltero que le dejaba espacio para sus pequeños escarceos, y el riesgo de verse aprisionado en una relación estable con Cathy.
Pero lo que realmente pone a prueba su estilo de vida es la experiencia de la paternidad. Porque, de hecho, aquí lo vemos erigido en principal responsable a cargo de Eugene, a quien Félix ha olvidado primero debido a sus disparatados planes para ganarse la vida y luego a causa de su hospitalización. Continuamente se confunde a Jean con el padre de Eugene hasta que él mismo acepta ese rol, no siempre a gusto ni voluntariamente, pero tampoco con amargura u hostilidad hacia el pequeño.
La relación entre Eugene y Jean está muy bien descrita, especialmente porque los autores han sido capaces de superar el tópico de “niño insufrible”. Como cualquier criatura de esa edad, Eugene tiene tanto momentos enternecedores como otros insoportables. Esta contención se extiende al resto de peripecias de Jean, narradas con un elegante tono metafórico (como la escena en el restaurante japonés o el trágico destino del pintor Zdanovieff y su musa en Montparnasse durante los años veinte).
La línea expresiva, sencilla, incluso minimalista, se mantiene respecto a los álbumes anteriores, aunque ahora podemos detectar un mayor grosor en el trazo, que potencia la impresión de espontaneidad y evidencia el deseo de no caer en un esteticismo demasiado elaborado. Vuelve a cambiar el colorista, recayendo este fundamental apartado en Isabelle Busschaert, que realiza un trabajo notable con una limitada paleta cromática dominada por los marrones y amarillos sin marcadas gradaciones.
“Vivamos felices sin parecerlo” es un álbum de lectura deliciosa, sencilla y fluida, que consigue transmitir muchas y diversas emociones mediante un dibujo espontáneo pero preciso. El talento aquí desplegado se hizo merecedor del premio al Mejor Álbum en el Salón del Comic de Angoulême, un galardón otorgado por un jurado compuesto de anteriores ganadores y que está considerado como uno de los más importantes del mundo de la viñeta-.
“El Señor Jean” venía gozando desde hacía años de un gran reconocimiento por parte de la crítica, como demuestra el mencionado premio. Sin embargo, nunca disfrutó de unas ventas espectaculares y para Humanoides Asociados no fue ni mucho menos una de las estrellas de su catálogo. A la altura del cuarto álbum, que tuvo una cifra de ventas decepcionante, la relación de los autores con la editorial ya se había agriado a raíz de la desaparición de los editores que inicialmente confiaron en ellos. Dupuy y Berberian llegaron incluso a tener problemas para cobrar. Pero el contrato que habían firmado años atrás les obligaba a entregar cinco álbumes a la editorial y, mientras tanto, no podían recuperar los derechos sobre el Señor Jean y buscarle otro hogar. Así que decidieron congelar al personaje, parálisis que se prolongó durante cinco años, de 1997 a 2001, a la espera de poder darle una nueva orientación. Esa oportunidad llegó al entrar en escena un nuevo editor en Humanoides, Sebastien Gnaedig, que modificó la política de la compañía y convenció a los autores para que retomaran la serie. En este contexto aparece el quinto álbum: “Como quien oye llover” (2001).
Los tres últimos volúmenes de la serie (quinto, sexto y séptimo) ofrecen variaciones algo más oscuras de las vivencias de Jean y su reparto de secundarios, evidenciando el largo periodo durante el cual los autores habían abandonado al personaje. Fue un intervalo durante el cual acumularon nuevas vivencias personales y tuvieron tiempo suficiente como para reflexionar sobre ellas y traducirlas al lenguaje de las viñetas.
El proceso de crecer, madurar, envejecer forma una parte esencial del Señor Jean. Como otras grandes figuras del comic (Blueberry, Príncipe Valiente, Buddy Longway…), Jean va cambiando con el paso de los años. No es algo que Dupuy y Berberian se plantearan ya en el primer álbum, pero con el transcurrir del tiempo, los autores entendieron el cambio como un paso completamente lógico y necesario, ya que ellos mismos experimentaban una evolución en sus propias vidas: las vivencias que tenían no eran las mismas que diez años atrás, como tampoco su forma de interpretarlas; su entorno familiar y profesional, sus amigos…habían cambiado; y ello tuvo su correspondiente reflejo en el señor Jean. Éste madura, pero no necesariamente se hace más sabio. Aprende de sus errores, pero comete otros diferentes y nunca llega a estar completamente seguro de nada.
Cuando comenzó la serie, Phillip Dupuy acababa de tener un hijo. No es que él quisiera trasladar ese acontecimiento al personaje de forma inmediata y, de hecho y como muestra de la retroalimentación con la que trabajan ambos autores, fue Charles Berberian quien tuvo la idea de introducir niños en la historia al ver a su colega bregando con pañales y pasando noches en vela. De esta forma, fueron inicialmente dos amigos de Jean, Jacques y Veronique, los que tienen gemelos. Pero llegados a este punto, era el propio Jean quien debía dar el gran paso.
Y lo hizo. En este álbum vemos como él y Cathy son ahora padres de una niña llamada Julie. Después de todas sus dudas e inseguridades, Jean ha decidido fundar una familia, una transición difícil en el curso de la cual tiene que dejar atrás independencia y libertad para aprender a aceptar a otra persona y vivir con ella. Jean sufre de síndrome postparto y se siente inseguro acerca de su capacidad para comprometerse plenamente y asumir sus nuevas responsabilidades.
Jean y Cathy viven todavía en Nueva York, donde también está trabajando Clement. Mientras tanto, en Paris, Felix se ha instalado en el apartamento de Jean y se tiene que enfrentar a una funcionaria del Ministerio de Asuntos Sociales, Liette, en relación a su custodia de Eugene. Naturalmente, Félix cree que puede distraerla de su trabajo seduciéndola. El pequeño Eugene, por su parte, también ha crecido y pasa la mayor parte de su tiempo jugando al videojuego “Potok Attak” en el que Jean ve una metáfora de la vida.
La abuela de Felix fallece y durante el funeral éste se entera de que ha dejado una importante fortuna como herencia. Pero ese patrimonio se adquirió denunciando a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial y Félix, ante semejante encrucijada moral, decide renunciar a ella y dejarse engañar por su hermano mayor. Muerte, herencia, colaboracionismo con los nazis… es un paréntesis tan atrevido como oscuro en el positivo tono general de la serie. Félix empieza luego otro de sus extraños proyectos profesionales: reproducir en directo actuaciones de su ídolo, un cómico ya fallecido. Jean, entretanto y en ausencia de Cathy, tiene un nuevo encuentro con Marion, a quien conoció durante una boda en el álbum anterior.
“Como quien oye llover” es, pues, un álbum de transición entre la etapa “de soltero” de Jean y su vida como hombre de familia. Como de costumbre, el dibujo refleja a la perfección la sutileza de esas nuevas emociones, sin exagerar el lado cartoon de su estilo y renunciando a la vena más abiertamente cómica para optar por un tono más costumbrista elaborado con un estilo ligero en su forma al tiempo que profundo en su contenido.
Por fin, con “Hora de Hacer Balance” (2005) Dupuy y Berberian se mudan a Dupuis, pero las cifras de ventas de este sexto álbum resultan ser aún más bajas que con Humanoides, quizá porque el álbum tiene un desarrollo y conclusión menos sencillo y optimista que los anteriores.
Más de diez años después de su creación, el universo de Jean se había convertido en una especie de fresco intimista cuya riqueza y densidad habían ido evolucionando al compás de las vidas no sólo de los autores, sino también de sus lectores. De hecho, a estas alturas había pasado a ser una suerte de documental sobre los sentimientos e inquietudes de una determinada clase social en una determinada época. Y es en este punto cuando llega la entrega más oscura de todas.
El gran cambio editorial que experimentaron los autores halla su reflejo en el traslado de Jean y Cathy de Nueva York a París. Era un regreso anhelado, pero que también se convierte en fuente de dudas existenciales cuando Cathy le convence para que se mude con ella a un piso más adecuado para una familia. Y es que abandonar definitivamente su viejo apartamento para que se muden allí Felix y Liette le provoca una gran angustia, atizada por el acoso al que le someten en sueños los fantasmas de sus abuelos. El hallazgo de una caja del anterior propietario del piso alquilado por Cathy, llena de pequeños objetos cuyo valor solo está en los recuerdos que suscitan, obsesiona a Jean de tal modo que no le queda más remedio que enfrentarse a sus propios miedos para salir adelante.
En realidad, todas esas preocupaciones son artificiales, suscitadas por su miedo al cambio. La mudanza es tan sólo el símbolo de un nuevo comienzo, de una nueva vida en la que todo –excepto su relación con Cathy- ha de construirse desde cero. Ello es fuente, una vez más, de desorientación y angustia para Jean, quien teme que ese cambio suponga una pérdida de parte de su identidad, de su pasado.
Y también, una vez más, los sueños sirven de espejo inconsciente del torbellino emocional del protagonista. En esta ocasión éstos son más macabros que en entregas anteriores a causa de la presencia en ellos de los antepasados de Jean, que expresan su descontento por el abandono de los muebles que le dejaron y su rechazo a traspasar a su nueva vida el legado familiar más significativo que posee. Como sutil contrapeso, esas escenas oníricas están tamizadas por un significativo color verde, símbolo de la esperanza.
A los cuarenta años, la vida transcurrida ya equivale a la que le queda por vivir y Jean, aunque nunca deja de encontrar motivos de preocupación en las decisiones que debe tomar, al final del álbum empieza a tener algunas ideas claras. Al fin y al cabo, la sonrisa de Julie, ¿no vale todos los tesoros del mundo? ¿Acaso no da más satisfacción cuidar de otros que preocuparse exclusivamente de sí mismo? La edad, después de todo, sí le aporta cierta claridad mental.
En este punto de la serie, Jean no es sólo el protagonista de la misma, sino también el vector a través del cual describir la evolución de quienes le rodean. Félix, por ejemplo, también parece haber adquirido una nueva estabilidad y sabiduría. Feliz en su relación con Liette, trabaja en la agencia de Clement y ha conservado la custodia de Eugene. El muchacho, muy perceptivo y sensible, está obsesionado con la muerte, una actitud que difiere radicalmente de la de su padre adoptivo, hombre visionario y optimista. Félix, dándose cuenta de que su hijo se siente solo, le compra un perro. Y precisamente a través de una campaña pública de concienciación sobre las heces caninas en las calles, los autores apuntan una metáfora sobre algunos problemas sociales contemporáneos, un intento demasiado ambicioso habida cuenta del espacio disponible. En cualquier caso, Eugene plantea un nuevo frente temático y argumental a través del cual explorar –no sin cierta malicia, a tono con el resto del álbum- los cambios y preocupaciones que se afrontan ya a una edad temprana.
“Hora de hacer balance” es un álbum de perfil medio-bajo comparado con los anteriores. Se lee con placer pero, a pesar del cambio de escenario y temas y tonos más oscuros, no aporta auténticas sorpresas ni cambios verdaderamente fundamentales. El acierto de algunos pasajes (la historia de los mendigos y la cama, la búsqueda de Jean del dueño de la caja de cartón) contrasta con otros más desdibujados (los referidos a Félix y Clement) además de alargar en exceso los sueños de Jean.
De todas formas, ojalá todas las “decepciones” del mundo del tebeo fueran como esta. Defectos incluidos, “Hora de hacer balance” sigue siendo un buen álbum.
El séptimo y último álbum de la colección hasta el momento, “Un Cierto Equilibrio” (2005) supone el cierre de un círculo iniciado casi quince años atrás, regresando al formato de episodios cortos, muchos de ellos sketches de una sola página, a veces dos. Ello añade un nuevo dinamismo a la serie a costa, eso sí, de recortar la vertiente más poética y soñadora del personaje.
En total, el volumen consta de cuarenta y una escenas en las que se profundiza algo más en las cuitas cotidianas de los personajes que ya hemos conocido en los álbumes anteriores. Así, se nos muestran las angustias que el teléfono móvil provoca en Jean; las opiniones sobre el género masculino de Cathy y su amiga Agnes; las discusiones de Jean con su panadero; los problemas de Eugene con sus deberes escolares; la odisea de encontrar una cuidadora para Julie; el concepto de paternidad según Félix y Jean; los encontronazos de Félix con un cajero automático; la promoción del nuevo libro de Jean; el miedo a envejecer de Cathy; la depresión de Félix tras la ruptura con Lisette, harta de apoyar a un hombre que se niega a madurar…para terminar de nuevo reconciliándose en lo que puede ser un nuevo comienzo para todos.
La conclusión definitiva de “El Señor Jean” ha sido tema de debate desde hace tiempo, puesto que sus autores nunca han confirmado que hayan terminado con el personaje, manteniendo siempre la incertidumbre acerca de un posible octavo álbum. Quizá Dupuy y Berberian ya estaban cansados del Señor Jean, ahora un hombre de familia bastante convencional. O tal vez pensaron que había llegado el momento de concluir las interminables desgracias de Félix. El caso es que tras diez años de espera no parece que vaya a regresar este destacado personaje del comic europeo de los noventa, estando además Dupuy y Berberian, tanto juntos como separados, ocupados con otros proyectos.
Todo lo cual es una lástima, porque este séptimo y por el momento último álbum, además de sus propias virtudes, presenta a un nuevo personaje de claro potencial y que parecía destinado a protagonizar sus propias aventuras: Agnes, amiga de Cathy, deprimida por su involuntaria soltería y vigilada por una madre hiperactiva e intervencionista. Igualmente interesante podría haber sido contemplar la evolución de Eugene, ahora ya convertido en un avispado adolescente.
Visualmente, el dúo cierra la serie tan impecablemente como de costumbre, con una línea más suelta aún si cabe, utilizando generosamente la clásica rejilla de nueve viñetas por página que les permite disponer del suficiente espacio para desarrollar anécdotas autoconclusivas en tan sólo una o dos planchas. El entintado muestra una línea más gruesa y espontánea gracias al uso del pincel; y el color (a cargo Isabelle Busschaert en los dos volúmenes anteriores y de Ruby en el último) se decanta por tonos más suaves y cálidos –excepto en las escenas que reflejan las ansiedades emocionales de los personajes, como las pesadillas de Jean, en las que se añaden contrastes más intensos.
“El Señor Jean” es una serie entrañable, realizada con elegancia, cariño e implicación, protagonizada por alguien muy verosímil con el que resulta fácil empatizar tanto en el disfrute de sus éxitos como en la asimilación de sus fracasos. No es una obra tremendamente profunda o intelectual ni trata de expandir las fronteras del medio conceptual o narrativamente. Tampoco lo pretende. Dupuy y Berberian ofrecen un tipo de comic muy bien ejecutado en todos sus apartados, ajeno a los géneros más queridos por los aficionados (ciencia ficción, policiaco, terror…), con un tono moderado y por todo ello dirigido a un público urbano de clase media. De hecho, narrar historias insertas en la vida cotidiana y hacerlo de forma convincente es particularmente difícil porque el lector vive ahí, conoce las reglas que gobiernan la realidad. Y más meritorio aún es transmitir esas vivencias, aparentemente corrientes y anodinas, con emoción y originalidad.
En “El Señor Jean” se dan cita, integrados en un rico tapiz vital, los problemas, sueños, frustraciones, ilusiones y satisfacciones que acompañan a un soltero treintañero en su tránsito hacia la auténtica madurez. Desde la cadena de relaciones sentimentales en busca de “la elegida” hasta la decepción que se siente al comprobar que los sueños no son tan bonitos como parecían; de los desesperados intentos por conservar aquellos polvorientos rincones de nuestro antiguo “yo” que consideramos importantes hasta la angustia de asumir nuevas responsabilidades; de lo importante (los hijos, la realización profesional) hasta lo insignificante (la molesta portera y sus desplantes), “El Señor Jean” integra lo familiar, lo cotidiano y lo absurdo para narrar la forma en que una persona con talento artístico e imaginación se relaciona con el mundo, sus placeres y sus fracasos.
Es una serie sin grandes pretensiones, pero enormemente sincera, elegante y entretenida. Si Woody Allen hubiera sido francés y autor de comics en lugar de cineasta, sus historias no habrían sido muy diferentes a las del señor Jean –aunque probablemente con un humor más corrosivo- en la forma en que abordan las cuestiones importantes con humor y las ligeras con seriedad, apoyándose en personajes entrañables a pesar de sus defectos y neurosis.
Un clásico del comic europeo de los noventa para lectores que ya hayan superado la treintena.
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