De todos es sabido que en muchas ocasiones la realidad supera la ficción. Y eso es precisamente lo que nos demuestra el comic “La Carrera del Siglo”, el cual, con un tono burlón y cómico, narra un poco conocido episodio de la historia del deporte. Mientras el lector va avanzando en la historia, es fácil que piense que los autores se han tomado abundantes licencias con la realidad histórica en aras de dotarse de mayor libertad artística. Sin embargo, los extras incluidos en el volumen, en los que se narra e ilustra con fotografías aquel episodio y el desempeño real de quienes participaron en él, nos demuestran lo poco que los autores tuvieron que fantasear sobre lo que ocurrió en aquella tercera Olimpiada moderna.
Kid Toussaint es un periodista, guionista y traductor belga que empezó en el mundo del comic en 2015 a través de la revista “Spirou”, habiendo firmado desde entonces un buen número de álbumes abordando géneros diversos. Por su parte, José Luis Munuera es un dibujante murciano que, ante la difícil situación que la industria historietística nacional atravesaba en los 90, decidió probar suerte en el mercado francés, donde llegó a ocuparse nada menos que de “Spirou y Fantasio” –una de sus influencias decisivas a la hora de dedicarse a esta profesión- junto al guionista Jean-David Morvan. Entre 2004 y 2008, firmaron cuatro álbumes de esa serie y a partir de entonces ya no tuvo ningún inconveniente en encontrar trabajo, estando considerado hoy uno de los mejores dibujantes europeos de comic. “La Carrera del Siglo” ha sido la primera colaboración de ambos creadores.
Pero antes de entrar en el comic propiamente dicho, primero aportemos un poco de contexto.
La resurrección de las Olimpiadas en la era moderna fue obra de un historiador francés, Pierre de Coubertin, cofundador del COI (Comité Olímpico Internacional) y segundo presidente de esa institución. Fue quizá el más entusiasta y emprendedor de los muchos otros intelectuales y aficionados al deporte que durante los siglos XVII, XVIII y XIX habían venido utilizando el adjetivo “olímpico” para nominar las competiciones deportivas que organizaban siguiendo, así lo creían, el espíritu de las antiguas Olimpiadas, eventos inmensamente populares entre los griegos de los siglos VIII a IV a.C.
Antes de su recuperación “oficial” en 1896, los Juegos Olímpicos se habían celebrado ese mismo siglo en Grecia como competiciones nacionales que atraían a decenas de miles de aficionados. La iniciativa de Coubertin sintonizó a la perfección con el entusiasmo del pueblo heleno que, en la tercera década del siglo XIX, se había independizado del Imperio Otomano y se encontraba en pleno proceso de construcción de una identidad nacional. Por eso, la organización de un evento deportivo internacional a una escala nunca antes vista, no sólo les atrajo, sino que parecía un paso idóneo en la recuperación de su espíritu patrio. El COI eligió como su primer presidente al escritor y empresario griego Demetrius Vikelas y las primeras Olimpiadas modernas se celebraron en Atenas en 1896.
Concebidas como un acontecimiento recurrente cada cuatro años en un país diferente, se pretendió que el esfuerzo olímpico (tanto el deportivo como el organizativo) tuviera el efecto de unir y fomentar la paz entre las naciones. Así que la segunda Olimpiada, en 1900, se celebró en París como parte de la Exposición Mundial. Y la tercera, también vinculada al mismo evento, se organizó en San Louis, Missouri, Estados Unidos, cuatro años después. Y es en este último evento donde está ambientada la acción del comic que nos ocupa.
La historia expone claramente algunos puntos relevantes que explican por qué las cosas transcurrieron de la manera en que lo hicieron. Las Olimpiadas de San Luis fueron organizadas por empresarios y ciudadanos prominentes norteamericanos que estaban convencidos de que el pobre desempeño de los atletas patrios en los juegos de París se había debido al recurso a sucias triquiñuelas por parte de sus competidores europeos, como que los reglamentos no se tradujeran al inglés o se utilizara el sistema métrico decimal, desconocido para la delegación estadounidense.
Evidentemente, que los atletas americanos ganaran menos medallas que los franceses, no obedeció únicamente a esas razones. Pero los organizadores americanos de la Exposición Universal y las Olimpiadas de San Luis no lo entendieron así y se mostraron dispuestos a rectificar la injusticia imponiendo las “reglas americanas”. Pero, además y aún más grave, tenían la intención de poner en práctica algunos experimentos para demostrar las teorías supremacistas defendidas por algunos de ellos, especialmente James E.Sullivan, fundador de la Amateur Athletic Union, la organización responsable de promover el deporte en los Estados Unidos. Sullivan fue también el “cerebro” tras algunos de los eventos de la Exposición Universal derivados de sus prejuicios raciales, como “Jornadas de Antropología”, “Jornadas Bárbaras” y “Concursos Tribales Filipinos”, cuyo objetivo era mostrar el salvajismo de otras razas y la natural superioridad genética de los norteamericanos (blancos, claro). Las tres primeras páginas del comic narran una reunión de este siniestro individuo con los miembros del comité organizador en el curso de la cual expone su detestable ideología y carácter revanchista.
Lo cierto es que aquellas Olimpiadas no tuvieron demasiado éxito, en buena medida porque el mundo se encontraba entonces revuelto debido a la Guerra Ruso-Japonesa, así que la mayoría de los participantes pertenecían al propio continente norteamericano. Se estima que sólo algo más del 10% llegaron de otras partes del mundo y si no se conocen las cifras exactas es porque, tal y como explica el comic, los organizadores adoptaron la estrategia de registrar a diversos atletas extranjeros como norteamericanos, de tal manera que, si ganaban una medalla, ésta se atribuía al contador estadounidense.
En aquellos Juegos tuvieron representación dieciséis deportes y ocho disciplinas distribuidos en noventa y cinco competiciones, pero “La Carrera del Siglo” se centra exclusivamente en el maratón, un desafío atlético de gran significancia que, no sin razón, está considerado uno de los más exigentes para el físico y la mente humanos. El propio Sullivan, al final, reconoce que: “Correr 40 kilómetros es pedir demasiado a la resistencia humana…solo desde un punto de vista histórico puede justificarse algo así. Supongo que en los tiempos de las Guerras Médicas tenía más sentido echarse a correr”.
Para 1904, el maratón ya era una disciplina muy conocida y practicada y el hecho de que el que se corrió en estas Olimpiadas estuviera repleto de escándalos y resultara insoportable para muchos de los participantes (sólo lo terminaron 14 de los 32 que comenzaron) no tiene que ver con la naturaleza intrínseca de este tipo de carrera sino a las decisiones deliberadamente inhumanas que tomaron los organizadores.
Y es que Sullivan y sus compinches creían que el maratón era la prueba ideal para demostrar la superioridad de los americanos respecto a los ciudadanos de otras naciones, pero también de la raza blanca en relación a otras. Para ello, el pistoletazo de salida se dio en las horas de más calor del día –las tres de la tarde de un día de agosto- en lugar de temprano por la mañana, tal y como recomendaban los más experimentados. Teniéndose Sullivan como un “científico” que quería investigar los efectos de la deshidratación, estableció un solo punto de abastecimiento de agua, a mitad de carrera. Y, para colmo y con el mismo ánimo experimentador, dopó a uno de los atletas americanos, Thomas Hicks, con dos inyecciones de estricnina (un veneno para ratas que entonces se consideraba también un estimulante), “hidratándole” además con copas de coñac, lo que, aunque le llevó a terminar la carrera a base de espasmos musculares y alucinaciones, también le dejó al borde de la muerte y con secuelas de por vida.
Hoy consideramos a los corredores de maratón atletas de categoría superior, pero esta carrera en particular tuvo como participantes a mucha gente que jamás había corrido 42 kilómetros. Algunos de ellos ni siquiera eran, técnicamente, deportistas siquiera aficionados. Uno de ellos incluso tenía una pata de palo. El comic dedica una parte a presentarnos a varios de ellos, proporcionándoles algo de contexto, como el cubano Félix “Andarín” Carvajal, que llegó a Nueva Orleans pocos días antes de la prueba, se gastó todo el dinero en apuestas y llegó a inscribirse en San Luis con el tiempo justo y sin equipo alguno, así que otro de los corredores tuvo que recortarle los pantalones de vestir para darle algo más de libertad de movimiento.
Como era necesario demostrar las teorías raciales a cualquier precio, se admitió a un indio americano, Frank Pierce, que abandonó al poco de comenzar debido a las insufribles temperaturas; y a dos sudafricanos negros, Len Taunyane y Jan Mashiani, que ni siquiera eran atletas. Ambos habían participado en las Guerras Boer y viajado luego a la Exposición Mundial para participar en recreaciones de algunas de las batallas libradas por sus respectivas unidades. Como habían desempeñado labores de mensajero y estaban acostumbrados a correr largas distancias, se les “reclutó” para la maratón confiando así en que el esperado éxito de los atletas blancos destacara todavía más. Pero tal y como fueron las cosas, ambos estuvieron entre los catorce que finalizaron la prueba –uno de ellos corriendo descalzo-. No la ganaron, pero sí demostraron la estupidez de las presunciones raciales.
Así que, ¿quién fue el ganador? Incluso eso fue causa de escándalo y fraude en la mejor tradición de una comedia bufa. Como ya he dicho, la carrera resultó extenuante debido al calor, el terreno irregular (el recorrido incluía subir y bajar siete colinas) y tanto polvo en las carreteras y pistas que algunos participantes se desplomaron tosiendo sangre. Quien cruzó la línea de meta en primer lugar, lo hizo tres horas y media después del comienzo, muchísimo más tiempo que la marca lograda en las anteriores Olimpiadas, casi media hora menos. El ganador oficial fue Thomas Hicks, que corría por Estados Unidos, aunque había nacido en Inglaterra. Y lo hizo, literalmente, llevado en volandas por dos ayudantes, dado que él, víctima de las inyecciones, el brandy, la deshidratación y la insolación, ya no se sostenía en pie. El comic retrata a Hicks como un “perdedor en serie”, alguien muy competitivo y acomplejado que era lo suficientemente bueno como para estar entre los mejores, pero nunca el primero. El de San Luis fue el primero de los dos maratones que ganó en toda su vida.
Pero durante unos pocos minutos, el ganador fue Frederick Lorz, presentado aquí como un caradura mujeriego que cruzó la línea de meta mucho antes que Hicks y fue aclamado como triunfador…. sólo para descubrir poco después que había hecho trampa. Lorz, de hecho, se había retirado a mitad de carrera debido a unos fuertes calambres en las piernas, pero entonces una de las espectadoras se ofreció a llevarle un tramo en su automóvil. Así, adelantó 16 kilómetros y pudo correr, ya descansado los últimos doce. Tan pronto como se destapó el fraude, dijo que había sido una broma. Fue despojado de su título ipso facto y se le prohibió participar en competiciones deportivas por el resto de su vida. Pero, una vez más, la realidad supera a la ficción. Un año después, muy educadamente, Lorz solicitó a la American Athletics Union que le permitiera competir de nuevo, prometiendo portarse bien. Así fue y, con todas las de la ley, ganó el Maratón de Boston de 1905.
Toussaint, como si estuviera realizando un documental, hace hincapié en el contexto y la trama, la cual es básicamente un encadenamiento de anécdotas y episodios aislados protagonizados paralelamente por los cinco corredores principales. Éstos, por su parte, no gozan de una caracterización verdaderamente sofisticada ni un arco relevante, no porque el guionista sea incapaz de darles más carisma sino porque no son ellos el centro del comic ni la extensión de éste permite un mayor desarrollo. Las escasas páginas de presentación que se dedican a cada uno de ellos no son más que pinceladas efectivas, sí, pero que resaltan un solo aspecto de sus personalidades que resultará determinante durante la carrera. El cubano Carvajal es un alma cándida al que importa más echarse una siesta que ganar la competición; Hicks, como he dicho, es un individuo acomplejado y ambicioso, obsesionado por ser el primero; Len y Jan se definen por su rivalidad mutua, no por sus personalidades individuales –aunque son los únicos que, a la postre, terminan sacando algo en claro de la experiencia-; y Lorz es un canalla simpático en busca de fama y dinero. Tras su presentación, “La Carrera del Siglo”, sin separarse demasiado de la exactitud histórica, se centra en el transcurso de la delirante carrera.
El trabajo de Munuera es esencial para que el lector disfrute del comic. Más allá de la amplia documentación que ha manejado e integrado en las imágenes, le da a cada uno de los personajes una presencia definida y muy dinámica, mostrando el tormento que padecen durante la carrera, pero sin caer en la dramatización exagerada. El suyo es un dibujo enérgico de línea elegante, fluida y limpia a mitad de camino entre el realismo y el dibujo animado caricaturesco. Su ágil narrativa y variedad en las composiciones de página permiten al guionista prescindir de muchos textos y aligerar la lectura. El color (a cargo del español Sedyas), muy degradado y teñido con una pátina sepia que acerca las viñetas a viejas fotografías, ayuda a transmitir tanto esa sensación de documental realizado con viejas filmaciones como el calor y el polvo que acompañan a los atletas, aunque, en mi opinión, también le resta algo de intensidad al conjunto global.
“La Carrera del Siglo” es, en último término, un comic “deportivo” que, además de ofrecer una entretenida lectura, nos muestra lo mucho que han cambiado las Olimpiadas desde sus orígenes modernos, recuperando un fragmento de su historia tan improbable y poco conocido como verdadero. Alejándose poco de los hechos, los autores narran en tono de comedia ligera el accidentado transcurso de la carrera, pero encontrando el modo de introducir algunos aspectos muy oscuros de aquel abuso inhumano y tocar temas de índole social, política o incluso emocional que están hoy menos desfasados de lo que nos gustaría pensar: las tensiones raciales y las ideologías supremacistas, el doping, las consecuencias de perseguir la fama como único objetivo vital, la instrumentalización del deporte al servicio de intereses políticos o ideológicos o la desconsideración e incluso desprecio de las élites hacia las clases sociales que les permiten mantener su posición.
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