(Viene de la entrada anterior)
El fracaso de Eric a la hora de recuperar sus títulos y propiedades legítimos no le va a devolver a bordo del Halcón Negro, el barco de Barbarroja, tal y como le asegura al comienzo del siguiente álbum, “Jaque al Rey” (1964). Eric sigue decidido a llevar una vida honrada y, ante la consternación de su padre adoptivo, rechaza reunirse con él en su vida pirata. Retoma la identidad falsa con la que había obtenido el título de capitán de navío mercante en Saint Malo en “El Demonio de los Siete Mares” y acepta la oferta de trabajo que le habían hecho unos armadores locales.
Pero la misión que éstos le proponen, encargada por la Corona, es delicada: se trata de transportar un cargamento de monedas de oro a las colonias del Índico para pagar a las tropas y funcionarios franceses allí destinados. Se ha elegido un navío de carga en lugar de uno de guerra para pasar más desapercibido. El problema es que corren tiempos de guerra con Inglaterra y casi todos los marinos y oficiales fiables y eficaces han sido ya reclutados por la marina real, quedando como únicos disponibles la morralla del puerto. Y, efectivamente, el intento de Eric de ganarse la vida honestamente se salda en desastre: sufre un motín, es hecho cautivo por los piratas berberiscos del Mediterráneo, vendido como esclavo y puesto a trabajar hasta la extenuación. Cuando por fin consigue escapar (con la ayuda de Aicha, la hermana de Baba, un giro tan inverosímil como poco inspirado por parte de Charlier) y regresar a Saint Malo para rendir cuentas a los armadores, es arrestado y juzgado por piratería y, aunque finalmente queda exonerado de esas acusaciones, acaba igualmente condenado a galeras por ser el hijo de Barbarroja y haber participado años atrás en actividades piratas. Desengañado por el resultado que han dado todos sus esfuerzos de llevar una vida honrada, se jura que nunca más seguirá más justicia que la propia.
Lo cierto es que, hasta este punto, Charlier había maltratado bastante a su joven protagonista. Ninguno de los álbumes había finalizado con algo que pudiera calificarse de franca victoria para él. Y ahora, para colmo, recompensa su honestidad e integridad con la peor condena posible en aquellos tiempos tras la horca: dejarse la vida encadenado en las filas de remeros compartiendo bancada con la más infame chusma de la sociedad.
Y en esa situación es como lo encontramos al comienzo del quinto álbum, que también es un cierre de ciclo: “El Hijo de Barbarroja” (1965). Asignado a las bancadas de una galera, se reúne con él Baba -otra de esas coincidencias imposibles de las que se servía Charlier de vez en cuando para facilitarse la labor de guionista y que el lector debe asumir para disfrutar de la historia-. A la nave se le ha encomendado una misión secreta y muy peligrosa: encontrar y hundir el barco de un conocido pirata berberisco que se ha convertido en un cáncer para la navegación francesa en el Mediterráneo. El bandido se ha refugiado en un pequeño puerto griego del golfo de para efectuar reparaciones.
Con ayuda de algunos partisanos cristianos de la zona (toda esa región de Europa estaba ocupada entonces por los turcos otomanos, de religión musulmana y a los que las poblaciones autóctonas consideraban invasores infieles), planean tender una trampa al pirata pero las cosas se tuercen y es la galera francesa la que acaba encontrándose en apuros. Resumiendo mucho todo lo que ocurre, digamos que Eric consigue liberar a los galeotes y tomar el control de la nave, derrotar al pirata y zafarse de la flota turca con una arriesgada maniobra digna de su padre adoptivo. Como se propone guiar a su nueva tripulación hacia las Américas, donde podrán ser libres, necesita un nuevo barco, que resulta ser una nave turca que roban de un puerto de Creta haciendo gala una vez más de una audacia que asusta a sus propios hombres.
Pero he aquí que entre los documentos que encuentran en el camarote del capitán otomano se halla una carta que revela una alianza secreta entre Inglaterra y el sultán turco para poner en marcha una añagaza que destruya la flota francesa y deje vía libre a los británicos para invadir Francia. No sin mucha resistencia, Eric convence a sus hombres para que pongan rumbo a un puerto galo y comuniquen la existencia de tal conspiración. Con ello espera no sólo salvar a la que considera su patria sino un indulto general para todos ellos.
Y, efectivamente, eso es lo que consigue. Esa demostración de lealtad a riesgo de sus vidas les hace merecedores de un perdón real y, en el caso de Eric, además, la restitución de sus cargos y títulos, esto es, el de capitán de la marina mercante. Por fin, Charlier le permite a su protagonista un cierre de aventura más o menos definitivo y feliz para él.
Lo más discutible de toda la historia es el inverosímil cambio que experimenta Eric en su final. Después de haber sido despojado de sus títulos nobiliarios y propiedades, ser víctima de las intrigas cortesanas y condenado injustamente a una pena terrible que sin duda acabaría con su muerte, había decidido al final del álbum anterior renegar de sus aspiraciones a buen y honrado ciudadano y no responder a autoridad alguna en el futuro. Nada hay en el curso de la intensa peripecia de “El Hijo de Barbarroja” que pudiera hacerle reconsiderar tal decisión. Y, de repente, cuando descubre la existencia de una conspiración que amenaza la seguridad del mismo país que tan mal lo había tratado y con el que, al fin y al cabo, poca relación tenía (recordemos que había crecido apátrida en el Caribe y su estancia en Francia se reducía a unos meses durante los cuales se preparó para aprobar el examen de capitán de la marina), experimenta un subidón patriótico y decide arriesgar su libertad y su vida por esa nación.
No, no tiene ningún sentido y bien podría acusarse a Charlier de prestar poca atención al desarrollo de personajes. Efectivamente, su fuerte nunca fue el tratamiento psicológico de sus creaciones (lo cual no quiere decir que no pudiera crear personajes con carisma, tal y como demostró, por ejemplo, en “El Teniente Blueberry”) sino su imaginación a la hora de crear aventuras en diferentes géneros y narrarlas con una maestría que pocos contemporáneos podían igualar. Dicho esto, hay que hacer dos puntualizaciones. En primer lugar y reiterando algo que ya he comentado anteriormente, las aventuras de “Barbarroja” se publicaban en un soporte -una revista juvenil- y una época -los años 60- que lo que pedían era trama más que personajes; dibujo y ritmo por encima de sofisticación psicológica.
Y, en segundo lugar, “Pilote” nació con un espíritu muy concreto -que iría modificándose con el tiempo-: que sus personajes fueran franceses: Asterix lo era, Michel Tanguy también… pero el caso de Barbarroja estaba menos claro. Al fin y al cabo, era un pirata que no hacía distinciones patrióticas entre sus víctimas. Quizá por eso, Charlier fue acercando a Eric a Francia, alejándolo al mismo tiempo de los apátridas piratas. En este punto de la colección, Eric se convierte, de hecho, en un marino al servicio de la Corona francesa y, de esta forma, “Barbarroja” confirma lo que los lectores ya venían sospechando desde el segundo álbum: ya no es tanto una serie DE piratas sino una de aventuras marinas CON piratas.
El siguiente álbum, “El Barco Fantasma” (1966) devuelve el protagonismo a Barbarroja, que sigue dedicado a sus correrías por el Caribe, y recupera uno de los grandes tropos de las aventuras marinas: la isla del tesoro. Durante una tormenta en alta mar, el Halcón Negro encuentra un buque abandonado y a la deriva que perteneció al legendario pirata Morgan, del que se dice amasó un inmenso tesoro que nunca se halló. Antes de que el navío se vaya a pique, Barbarroja consigue rescatar el plano de una isla con forma de calavera que todo indica es el lugar en el que Morgan escondió su botín y que está localizada en la región del Cabo de Hornos, cuyo tormentoso clima le ha hecho justificadamente merecedor de una terrible reputación entre los marinos.
Como la tripulación no es tan de fiar como sería deseable a la hora de acometer un viaje semejante, Barbarroja oculta sus intenciones a sus hombres (excepto a sus incondicionales Baba y Tres Patas) y, antes de reemplazarla por hombres de mayor confianza y arrojo, realiza un atrevido asalto a la plaza española de Veracruz, en la costa de México, saqueando el tesoro del gobernador. Pero la misión es traicionada por el segundo de abordo, Morales, un individuo resentido y cobarde que ha averiguado la existencia del mapa, organiza un motín con parte de la tripulación y huye dejando a Barbarroja y los hombres que lo acompañan vendidos a los españoles que los persiguen tras el asalto a la plaza. Baba y Tres Patas, no obstante, consiguen arreglárselas para viajar hasta Saint Malo escapando de los matarifes de Morales y, dando por muerto a su líder, entregan el secreto del botín a Eric, quien decide salir en su busca para destinarlo a buenas obras que compensen las tropelías de su padre. Aquí termina la primera parte de esta aventura, una fórmula esta de dos álbumes que se repetirá en el futuro.
Charlier regresa aquí a un terreno resbaladizo: cómo lograr que el lector se involucre en una aventura cuyo protagonista se dedica a robar, saquear, incendiar y asesinar. No sólo vemos a Barbarroja animar a sus hombres a no dar cuartel durante sus ataques, sino que, cuando éstos expresan dudas y temores -por otra parte, legítimos- respecto a dirigirse hacia el sur del continente americano, los trata de cobardes. Lo que hace Charlier para tratar de salvar la situación es, por una parte, introducir como villano a un individuo aún más reprobable que Barbarroja: Morales, traicionero, receloso, mezquino y vengativo; y, por otra, resaltar las virtudes del líder pirata: es un magnífico táctico, valiente, astuto, capaz de inspirar a sus hombres y con un código de honor propio. Ya depende de cada lector el valorar en qué medida Charlier consigue “redimir” al personaje titular.
La aventura continúa y concluye en “La Isla del Hombre Muerto”, que resulta ser un auténtico manual del tipo de peligros a los que los marinos debían enfrentarse en un momento u otro de sus vidas profesionales: calmas chicha que dejaban los barcos inmóviles en el mar durante semanas mientras los alimentos se corrompían y los hombres se desgastaban por la sed, el calor y la inactividad; galernas que duraban días y durante las cuales resultaba imposible descansar; y, en las regiones más meridionales, temperaturas muy bajas que afectaban a las velas y el cordaje, provocaban congelaciones en la tripulación y amenazaban la propia supervivencia de la nave por la formación de traicioneros icebergs. Charlier así lo refleja en varias escenas muy crudas en las que se muestran hombres muriendo víctimas de todos esos peligros (no tan explícitas como lo serían hoy, claro; no olvidemos que se trata de un comic destinado un público juvenil).
Después de los peligros de la naturaleza toca enfrentarse a los de los hombres en la forma de las tretas de los Fueguinos, los nativos del Cabo de Hornos, para atraer a los navíos a zonas de naufragio seguro para luego asesinar a los supervivientes y saquear los restos. Y, por fin, el desafío intelectual inherente a cualquier historia con planos del tesoro. Porque Morgan, como pirata maquiavélico que era, escondió su inmenso botín tras una serie de equívocos mensajes y pistas que Eric deberá descifrar para encontrar primero la isla correcta y luego la localización del tesoro en la misma. Por supuesto, el clímax llegará con el enfrentamiento entre la tripulación del Halcón Negro y el navío aprestado por Morales en Francia-que, de algún modo, ha conseguido encontrar en esas procelosas aguas al Halcón Negro sin, aparentemente, pasar por las mismas penurias-. Una vez más, Charlier ofrece un desenlace algo decepcionante haciendo que sea Barbarroja el que, in extremis, salve la situación con una reaparición sorpresa. En menos de una página, Charlier trata de explicar cómo el pirata salvó el pellejo en Veracruz, viajó hasta Europa, consiguió un navío y hombres y se las arregló para encontrar a su hijo adoptivo en todo lo largo y ancho del océano Atlántico.
¿Acaso Charlier -cuya técnica de escribir guiones “sobre la marcha” ya comenté anteriormente- empujó a su protagonista a una situación tan enrevesadamente apurada que sólo se le ocurrió salvarlo mediante la intervención de una fuerza ajena a la misma, un deus ex machina? ¿Quizá se sintió obligado de alguna forma a encajar al personaje titular de la serie? ¿O era simplemente uno más de esos reencuentros forzados entre padre e hijo, el uno salvando al otro o viceversa, sobre los que se apoyaría la colección regularmente?
En cualquier caso, Eric vuelve una vez más a rechazar la invitación de su padre a reunirse con él en su vida pirata y decide repartir todo el tesoro entre los hombres que le han acompañado en esta peripecia… olvidando su propósito inicial de dedicar esos fondos a compensar el mal causado por aquél. Esto fue sin duda producto también de esa improvisación con la que Charlier abordaba sus guiones, pero, probablemente, era un defecto perdonable -o incluso olvidable- por los lectores originales de la revista “Pilote”, que iban disfrutando la historia por entregas semanales a lo largo de varios meses y lo más normal era que a su término ya no tuvieran demasiados frescos los detalles del inicio.
(Continúa en la siguiente entrada)
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