Resulta curioso cómo los géneros de ficción experimentan ciclos de ascenso y caída en el gusto del público con el paso de las décadas. Algunos consiguen mantener su vigencia adaptándose a las nuevas circunstancias y sensibilidades, como la comedia o el policiaco; otros soportan vaivenes impredecibles, como el western o el género de catástrofes. Y otros viven su momento de gloria más o menos largo y luego, por el motivo que sea, quedan obsoletos para siempre. Y este es un fenómeno que puede observarse claramente en la trayectoria de la revista “Pilote”, uno de los buques insignia del comic europeo durante treinta años.
Así, en su número inaugural, publicado el 29 de octubre de
1959, los lectores pudieron encontrar las primeras páginas de “Astérix”, una
comedia de ambientación histórica firmada por Goscinny y Uderzo; y tres series
escritas por Charlier sobre géneros que no tardarían en decaer. Por una parte,
“Jacques Le Gall”, dibujada por Mitacq, sobre boy-scouts aventureros en la
misma línea de otra serie que Charlier desarrollaba para “Spirou”, “La Patrulla
de los Castores”; por otra, “Michel Tanguy”, dibujada por Uderzo, traslación al
mundo francés de otro personaje de Charlier para la revista “Spirou”: el piloto
norteamericano “Buck Danny”; y una de piratas, “Barbarroja”. Pues bien, hoy
nadie se acuerda ya de los boy-scouts viñeteros, y los aviadores, en su día
epítome del glamour aventurero, hace tiempo que fueron sustituidos por los
astronautas. En cuanto a los piratas, su época de gloria llegó a su fin todavía
antes y, de hecho, “Barbarroja” bien puede interpretarse como un ejemplo
crepuscular del género.
Hubo un tiempo en el que los piratas se veían a través de
un filtro romántico. En una época en la que la mayoría de la gente se pasaba
toda la vida atada a su territorio de nacimiento, sobreviviendo a duras penas y
con mucho trabajo y constreñidos por leyes y convenciones inflexibles, los
relatos de piratas ofrecían una ventana a un mundo -idealizado, por supuesto-
de libertad, viajes a lugares exóticos, camaradería y absoluta desvinculación
de las ordenanzas y costumbres nacionales. Naturalmente, las “hazañas” de los
piratas tenían poco de heroicas y su vida a bordo era todavía más dura e
incierta que los de los marinos de las flotas regulares, por no hablar de que
su destino final era normalmente la muerte prematura, ya fuera en la horca o en
el fondo del mar.
La ficción, por el contrario, tendía a presentarlos como
una especie de luchadores anarquistas contra el opresor sistema aristocrático.
Sí, robaban, saqueaban y mataban, pero siempre lucían espléndidos mientras
cometían tales tropelías. Hombres y mujeres deslizándose por el cordaje, navíos
maniobrando y combatiendo a cañonazos, duelos a sable en cubierta o sobre una
verga… son imágenes que se han convertido en parte de la cultura popular. Los
piratas saltaron de las novelas de Salgari o Sabatini al cine, luego a la
televisión… y los comics, donde ejercieron bien de villanos bien de héroes que
robaban a los ricos para dárselos a los pobres. Uno de los primeros ejemplos de
este enfoque fue Jon Valor, el Pirata Negro, que apareció en la Edad de Oro de
los comics, en el nº 23 de “Action Comics” (abril 40), creado con el molde del
Errol Flynn de “El Capitán Blood”: un pícaro elegante de fino bigote que, en
nombre del rey de Inglaterra, atacaba barcos españoles o de piratas malvados.
Durante los años 40 y 50, los autores italianos fueron
particularmente prolíficos en el género, con personajes nuevos como “Capitan
Sparviero” (1945) o “Morgan el Pirata” (1948); adaptaciones de creaciones de
Emilio Salgari, como “El Corsario Negro” (1938), las aventuras de Sandokan y
otras novelas menos conocidas, como “La Capitana del Yucatán” o “El Corsario de
las Bermudas”; o, en clave humorística, “Pepito” (1951). Por la misma época, en
Francia, René Goscinny y Albert Uderzo volcaron todos los tópicos del género
(calaveras y tibias cruzadas, loros, patas de palo, garfios, bicornios y
sables) en su serie de aventuras ligeras “Juan Pistola” (1952).
Pero la época dorada de los piratas no se prolongaría ya
mucho más. Progresivamente, la ficción de aventuras en general y la de piratas
en particular fue adquiriendo un tono más oscuro, más cínico, que entendía que
los bandidos no eran héroes apuestos que encabezaban una banda de alegres
pilluelos sino indeseables que no robaban al rico para dárselo al pobre, sino
que asaltaban y mataban a todo el mundo para quedarse ellos con el botín. Las
nuevas sensibilidades hicieron imposible tomarse en serio aquellas narraciones
marinas, que cada vez parecían más rancias.
Y, sin embargo, aun cuando en los años 60 el género ya ocupaba sólo una franja marginal de la ficción audiovisual, Charlier consiguió con “Barbarroja” darle un giro diferente, combinando las fórmulas del relato clásico de aventuras marinas con una perspectiva más moderna y asegurando así la vigencia del personaje durante los diez años siguientes.
En su infancia, Charlier había sido un ávido lector de
literatura de aventuras, incluidas, claro, las novelas de piratas, como “La
Isla del Tesoro”, de Robert Louis Stevenson. Es más, de niño soñaba con surcar
los mares como oficial de la marina, aunque sus malas calificaciones en
matemáticas le impedirían acceder al título necesario. El amor por el mar y los
barcos le acompañará siempre, no obstante, y mucho más tarde encontrará cierto
consuelo realizando complejas maquetas de navíos con las que adornaba su
estudio.
Ya en su carrera de guionista, abordó en varias ocasiones
el tema en series como “Las Historias del Tío Pablo” (para “Spirou”) y “Los
Grandes Nombres de la Historia de Francia” (para “Pistolin”). En 1951, Charlier
y su amigo, el dibujante Victor Hubinon, colaboraban regularmente con la
revista “Spirou”. Al tiempo que realizaban la mencionada serie de aviadores
“Buck Danny”, se embarcaron (perdón por el juego de palabras) en un intenso
proceso de documentación para un largo serial biográfico encargado por aquella
cabecera. Se trataba de la vida del corsario, armador y negrero francés Robert
Surcouf (1773-1827) y, con la meticulosidad que caracterizó siempre sus obras
conjuntas, ambos no sólo leyeron abundantemente sobre el personaje y su época,
sino que llegaron a viajar a su ciudad natal, Saint Malo, para entrevistarse
con sus descendientes y obtener acceso a sus cuadernos de bitácora. El serial
se publicó entre 1949 y 1952 en “Spirou”, recopilándose luego en tres álbumes.
Aquella experiencia les dejó buen sabor de boca a los dos autores, ambos
amantes tanto del mundo de la aviación (pasión reflejada no sólo en su serie
“Buck Danny” sino llevada al punto de sacarse ambos la licencia de piloto
comercial) como de la navegación. Y así, cuando nació “Pilote”, tuvieron claro
que una de las series con las que arrancaría la revista sería de piratas.
“Barbarroja” es un comic que, en su primera entrega, “El
Demonio del Caribe” (1961), desconcierta y despista al lector. La acción
arranca en 1715, cuando un galeón español que transporta oro de América a
España es atacado por el bergantín Halcón Negro, capitaneado por el temible
pirata Barbarroja. Haciendo honor a su fama, asesina a todos los tripulantes,
incluidos los que se rinden y un matrimonio cuyo bebé, Thierry, es perdonado
por el infame bandido y adoptado como hijo propio. Es un arranque chocante,
porque el héroe titular resulta ser un asesino despiadado que anima a sus
hombres a masacrar a diestro y siniestro y, de repente y ante el asombro e
incomprensión de sus propios hombres, no sólo decide hacerse cargo de un bebé,
sino proveerle de la mejor educación posible para convertirlo en su digno
heredero como terror del Caribe. Lo lleva a su refugio secreto en una isla y lo
confía a dos de sus hombres más fieles, el anciano Tres Patas, encargado de su
instrucción; y el forzudo negro Baba, que actúa como su “niñera”.
¿Cómo va ser éste el héroe de una serie de comics incluida en una revista destinada a un público eminentemente juvenil? Durante un tiempo, da la impresión de que Charlier va a intentar “blanquear” al personaje, procurando que el lector se ponga de su parte destacando su astucia y audacia durante sus incursiones y escaramuzas y retratando a los españoles con un sesgo, no exactamente villanesco, pero tampoco favorecedor. Sin embargo, esas suposiciones resultan ser erróneas.
No voy a resumir detalladamente la trama de este ni los
siguientes álbumes porque sería un trabajo ímprobo. Charlier era uno de esos
guionistas de la vieja escuela capaz de condensar en la longitud de un sólo
álbum una asombrosa cantidad de peripecias que otros escritores menos dotados
habrían dosificado en sucesivas entregas: ataques a barcos, huidas, asaltos a
ciudades, secuestros, combates, liberaciones, conspiraciones a bordo… Pero lo
que verdaderamente distingue a este primer álbum llega cuando Eric alcanza la
juventud y empieza a acompañar a su padre adoptivo en sus incursiones. La vida
que había imaginado mientras crecía en la isla resulta no ser lo que esperaba: “¿Es esta la vida orgullosa y exaltante que
yo soñé? ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Siempre sangre, lágrimas y odio! ¡Sin cuartel!
¡Matar o morir! Y todo eso para amasar un poco más de oro. ¡Ese sucio oro que
se disputan codiciosamente!”. Las
carnicerías en las que se ve obligado a participar cambia también la percepción
que tiene de su padre: “¡Estoy harto!
¡Harto! ¡Quisiera acabar con estas matanzas! Es..es horrible, pero…mi padre
empieza a repugnarme!”.
Aún peor, cuando Barbarroja decide darle una identidad
falsa y enviarle a la Academia Naval de Londres para que se forme como oficial
y adquiera la mejor educación posible en la profesión de marino, revela para sí
sus auténticos motivos para haberlo acogido bajo su protección: “¡Tú me vengarás de esta sociedad que me ha
rechazado y puesto fuera de la ley! De esta sociedad que me acosa y a la que
odio porque me ha negado los medios de acceder a los títulos y al os grados que
merecía. Por eso me hice pirata. ¡Tú tendrás esos medios! Adquirirás la ciencia
que me fue negada por mis oscuros orígenes. ¡Y te servirás de ella para
combatir y destruir a esa sociedad podrida! ¡Y lo más cómico es que procedes de
ella! ¡Así mi venganza será completa!”.
Por su parte, Eric decide que se graduará y a continuación
se apartará por completo de la vida de pirata. Antes de cumplir su propósito,
sin embargo, se verá obligado moralmente a liberar a Barbarroja del cautiverio
en el que ha caído, lo que le lleva a abandonar prematuramente sus estudios
tras dos años en la Academia y convertirse en un prófugo. Con todo, la historia
termina con Eric reafirmando ante su padre su intención de no seguir sus pasos
y alejándose de él hacia un destino incierto.
Así que, ¿quién es el auténtico protagonista de este comic? El título y la primera mitad del mismo apuntan a que será Barbarroja, pero, paulatinamente, el protagonismo va trasladándose a Eric, un personaje más blanco que encaja mejor en el prototipo de héroe juvenil y que es en quien se centra toda la última parte de la peripecia.
Y, efectivamente, es él quien protagoniza el segundo álbum, “El Rey de los Siete Mares” (1962), que cuenta otra historia clásica del género: la del motín de una tripulación maltratada por un capitán cruel y tiránico. En este caso, el navío en cuestión es el que utiliza Eric para escapar de un Londres lanzado a su caza y captura por su participación en la fuga de Barbarroja.
Como sería costumbre en este comic -y, en general, en todos
los que escribió Charlier- además del componente netamente aventurero, podemos
encontrar una faceta didáctica. Así, en esta ocasión, aprendemos algo del
ambiente opresivo que se vivía a bordo de muchos navíos, las dinámicas que se
establecían entre oficiales y marinería, y cómo, a pesar de los abusos que ésta
padecía, los motines eran mucho menos frecuentes de lo que pudiera pensarse:
sencillamente, nadie salvo los oficiales instruidos sabía gobernar un barco ni
tenía nociones de navegación.
A lo largo de su peripecia, Eric completará su transición a
la madurez superando múltiples desafíos: sobrevivirá a un motín; guiará hasta
la salvación a una balsa perdida en el océano; recuperará un navío a la deriva
y salvará a la mayoría de su tripulación; rescatará a uno de sus hombres de las
garras de una tribu africana -con la cual acaba forjando una sólida amistad-;
derrotará en combate y en inferioridad de condiciones a un barco esclavista y
navegará hasta Francia para devolver a los armadores un navío que ya daban por
perdido. Por si esto fuera poco, aprueba con excelentes calificaciones sus
exámenes para ser capitán de barco y, gracias a la celebridad que ha cosechado
con sus hazañas, le llueven las ofertas de trabajo. Pero en las últimas páginas,
Barbarroja, que no ha cesado en sus sangrientas actividades en el Caribe,
reaparece para saldar una deuda con Eric. A cambio de haberle salvado la vida y
antes de dejar que persiga su propio destino, no sólo le cede a Tres Patas y
Baba, que sienten una absoluta devoción por él, sino que le revela su auténtico
origen: es el vástago de una familia noble cuyo título ha caído en manos de un
pariente codicioso.
“El Capitán sin Nombre” (1962) narrará precisamente los
esfuerzos de Eric/Thierry por recuperar sus derechos familiares. Dado que sus
padres murieron en el ataque de Barbarroja al navío en el que viajaban y que él
fue dado por muerto, la herencia familiar, que consiste en una austera
fortaleza-palacio y unas extensas tierras con sus correspondientes rentas, ha
recaído en un primo, el señor de Argout, que resulta ser un individuo codicioso
y cruel. Aunque Eric declara su intención de no arrebatarle el patrimonio sino
compartirlo, aquél no está dispuesto a llegar a arreglo alguno. Engaña a Eric
haciéndole creer que está realizando gestiones ante el rey para formalizar su
situación y que sus derechos sean reconocidos y cuando aquél se impacienta y
comienza a sospechar, recurre a la acción directa para robarle los documentos
que acreditan esos derechos: el veneno primero, luego el ataque directo y, por
fin, las artes femeninas.
Y, efectivamente, sus artimañas dan resultado. El joven Eric es arrestado por conspiración para asesinar al rey y encerrado en la inexpugnable Bastilla. Sacarlo de allí supera las posibilidades de sus fieles Baba y Tres Patas, así que mandan aviso a Barbarroja, que se presenta en la ciudad con parte de su tripulación y rápidamente urde un plan para la evasión de su hijo adoptivo. Plan que tendrá éxito, pero no sin un precio. Al morir los villanos y quedar destruidos los documentos que legitimaban sus aspiraciones, Eric deberá renunciar a sus esperanzas de llevar una vida honorable y acomodada.
“El Capitán sin Nombre” es un álbum pletórico de acción,
intriga y acontecimientos que demuestra a la perfección las virtudes de
Charlier como guionista: su sentido de la aventura; su imaginación; su
habilidad para los diálogos y su capacidad de síntesis, concentrando en cada
historia un gran número de sucesos, prolongando en ocasiones los argumentos
durante varios álbumes. Lo cual no deja de resultar sorprendente habida cuenta
de su sistemática de trabajo, heredera del folletín popular: imagina una
premisa, la pone en marcha y luego se deja llevar hasta que las ideas se secan;
entonces pasa a otro personaje, otro género y otra historia… hasta que
experimenta el mismo cansancio y, en algún momento, regresa a Barbarroja y
retoma el guion.
Esto no se lo pone precisamente fácil a los dibujantes que no sólo deben habituarse a frecuentes retrasos en la entrega del guion sino que nunca tienen una visión completa de la historia, lo que les impide, por ejemplo, introducir en las viñetas detalles, pistas o elementos visuales que más adelante resulten cruciales. Es más, en cuanto termina un álbum, Charlier lo olvida inmediatamente y pasa a alguna otra de sus múltiples actividades, escribiendo quizá un documental, un artículo o un guion para cualquiera de las muchas colecciones que tenía en marcha (su capacidad de trabajo era legendaria, manteniendo su mente siempre activa, alimentando su insaciable curiosidad y reuniendo documentación de lo más variada que, en un momento u otro, acabaría utilizando para sus guiones). La consecuencia de este continuo tráfago y la no relectura de sus viejos álbumes es que de vez en cuando repita, aunque algo modificadas, algunas tramas y escenas de antiguas aventuras o extraídas de otras colecciones.
Y, probablemente, ese método de trabajo sea el responsable de los únicos puntos discutibles de “El Capitán sin Nombre”. Por una parte, la intervención providencial del propio Barbarroja en el desenlace. Aunque trata de justificarse, no sólo resulta de lo más “afortunada” su proximidad al lugar del drama (teniendo en cuenta que su entorno “natural” es el Caribe, a muchas semanas de viaje) sino que se desenvuelve de forma poco coherente con lo que sabíamos de él, perdonando la vida de los soldados y cuidando de no causar más daños de los necesarios. Pero es que, además, el clímax final, que debía ser el enfrentamiento de Eric con quienes tanto mal le habían causado, su pariente y sicarios, se resuelve apresuradamente en apenas una página, sin el dramatismo que hubiera sido deseable.
(Continúa en la siguiente entrada)
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