(Viene de la entrada anterior)
En “Las Llaves de Fuego”, Leturgie recupera el mismo esquema utilizado en la primera aventura: una historia en dos partes que consiste en la búsqueda de un elemento mágico que otorgará inmenso poder a quien lo descubra y active y cuya llave está dividida en dos: un objeto y un conocimiento; búsqueda, además, que también es una carrera contrarreloj entre los villanos que quieren hacerse con la fuente de esa magia negra y los héroes que tratan de impedirlo. Ahora bien, Leturgie quiso en esta ocasión no sólo desarrollar más extensamente este esquema básico (hasta convertirlo en una saga de tres números) sino darle un toque más oscuro y desesperanzador, empujando los límites de lo épico y lo trágico al colocar a los protagonistas en el centro de una guerra mágica de dimensiones no vistas hasta el momento en la colección.
Lo primero que llama la atención del álbum es que los dos
protagonistas tarden diez páginas en hacer acto de presencia. La larga
introducción está dedicada a contar cómo un par de bribones encapuchados (que
el lector de las entregas anteriores no tardará en identificar como
Piedramuerta y Polémic, a los que se creía muertos al final de “El Sepulcro de
Hielo”) viajan hasta la fortaleza del mago Sharlaan, ahora en un reverdecido
País de Aslor tras lo visto dos álbumes atrás, y se las arreglan para engañarlo
–de forma un tanto inverosímil, eso sí- para robarle un escudo mágico. Éste es
una llave que servirá para despertar a un ejército de guerreros infernales
petrificados y escondidos mucho tiempo atrás por el mago de un noble poderoso y
versado en la hechicería más negra, Ainock, quien, sin embargo, murió antes de
utilizarlos para sembrar el terror y la desolación por el mundo. Sharlaan era
el último guardián del escudo.
Pero el escudo es inútil sin el conocimiento del paradero
de esos guerreros. Sharlaan contacta místicamente con Perceván y Kervin para
pedir su ayuda e impedir que la mente maestra que mueve los hilos de
Piedramuerta y Polemic consiga su objetivo. Dado que el escudo ya no obra en
poder del bando del Bien, sólo puede impedirse que los villanos descubran el
lugar donde la casa nobiliaria de Ainock escondió los guerreros. El último
descendiente de ese linaje, el señor de Monterrojo, aún conserva el título y
posesiones familiares. Perceván y Kervin deben convencer a éste de que no se
trata de una leyenda y que les ayude a descifrar el secreto del que dependen
las vidas de todos ellos.
La trilogía conocida como “El Ciclo de Ainock” y que arranca en “Las Llaves de Fuego” es la culminación de la serie hasta ese momento, reuniendo y/o mencionando varios de los personajes y lugares que habían sido presentados en álbumes anteriores: Piedramuerta y Polemic, Sharlaan, el País de Aslor, la referencia a la aventura en el desierto de El Jerada, Monseñor Guillaume, el hechicero Cienciencias… Leturgie y Luguy van moldeando de esta forma un universo coherente de personajes y leyendas, insertos en una continuidad única.
Por otra parte, la serie comienza con un tono casi cómico.
La dinámica entre Piedramuerta y Polémic en el prólogo está desarrollada con un
humor más gracioso y mejor medido que en “Las Tres Estrellas de Ingaar” y “El
Sepulcro de Hielo”. La reserva de insultos del primero hacia el segundo, en
particular, es digna de Haddock (“sanguijuela venenosa”, “medusa con patas”,
“bubón malsano”, “sapo repugnante”, “gusano baboso”, “marmota viscosa”,
“tarántula babosa”, “oxiuro con patas”…). Pero, aunque las intervenciones de
estos dos, tan malos como patéticos, siempre despiertan una sonrisa en el
lector, el ambiente general de la historia va haciéndose progresivamente más
opresivo y tenso. Así, la pitonisa de un grupo de artistas itinerantes le
profetiza a Perceván terribles desgracias; Kervin es sometido a tortura (aunque
no hay violencia
explícita el entorno de la escena es verdaderamente lúgubre y
apenas deja lugar a la imaginación); el despertar de las fuerzas malignas
desencadena un espectáculo sobrecogedor de poder, muerte y destrucción; y, por
si fuera poco, la conclusión del álbum, con un Perceván muerto en vida y unos
villanos triunfantes dominando un paisaje devastado, es desgarradora.
Luguy vuelve a estar a la altura del dramatismo de la historia, representando con su ya característica meticulosidad los paisajes naturales y los castillos medievales en los que se desarrolla una parte de la acción. Cada uno de éstos tiene su propia personalidad tanto en el exterior como en las estancias interiores, oscilando entre lo acogedor y lo siniestro, lo provinciano y lo señorial. Todo lo relacionado con la magia está asimismo fabulosamente dibujado, desde la mística que rodea la fortaleza de Sharlaan hasta sus apariciones luminiscentes ante Perceván y Kervin, culminando en la apocalíptica escena final.
Como curiosidad que al aficionado al comic de Fantasía no
le pasará desapercibida, podemos destacar que la pitonisa que le augura un
destino funesto a Perceván tiene los rasgos y vestuario de otro personaje ya
por entonces muy famoso en el tebeo europeo: Pelisse, la exuberante joven
protagonista de “La Búsqueda del Pájaro del Tiempo”, de Serge Le Tendre y Regis
Loisel y cuyo primer ciclo de cuatro álbumes había finalizado el año anterior.
El propio Loisel presta sus rasgos al director de esa compañía de actores, cuyo
domador, a su vez, tiene las facciones de Xavier Fauche, coguionista acreditado
de la colección hasta su octavo álbum.
“Los Señores del Infierno” (1992) es la segunda parte de la
Trilogía de Ainock y, como suele ser el caso en tantas aventuras con este
formato, es una especie de puente entre el planteamiento y desenlace en el que
no termina de pasar nada demasiado relevante. Tras fracasar a la hora de
impedir que el misterioso enemigo, con la ayuda del brujo Cienciencias y la
colaboración del barón de Piedramuerta, despertara de su sueño a seis guerreros
infernales, la infeliz partida de paladines del Bien se ha visto obligada a
huir sin descanso en una tierra sumida en la magia negra, de la que ha
desaparecido el sol y que se ve continuamente castigada por una incesante
lluvia.
Al término del álbum anterior, Perceván había quedado
convertido en una especie de zombi sin alma, un cascarón vacío. Y, en una
decisión bastante atrevida por parte de los autores, así va a seguir durante
todo este episodio intermedio, lo que significa que el héroe titular de la
colección sólo va a estar presente en cuerpo pero no en alma. Afectuosamente
atendido por su fiel Kervin y acompañados ambos por el mago Sharlaan, se
dirigen hacia el castillo de la hechicera Balkis. Y deben hacerlo pronto,
porque les pisa los talones uno de los Señores del Infierno, un guerrero
imparable, invencible e inquebrantable que no parará hasta terminar el trabajo
encargado por su amo: acabar con Perceván, aunque ya sólo sea un cuerpo de
espíritu ausente.
Entretanto, Cienciencias y su patrocinador, cuya identidad sigue siendo desconocida para el lector al llevar éste siempre su rostro oculto por un siniestro yelmo, han esclavizado a los campesinos de los pueblos cercanos y los utilizan bien para reconstruir la fortaleza de Municornio, fuente de poder arcano, bien como “alimento” con el que mantener activos a sus impíos superguerreros. La intención del líder oscuro, como buen villano que es, es la de asesinar al rey y extender su poder hasta el infinito. Y, obsesionado por ese empeño y desoyendo los consejos de prudencia de Cienciencias, que opina que es mejor esperar hasta encontrar, en algún lugar aún oculto de Municornio, el escondite de la Tabla Esmeralda, un objeto en el que el viejo Ainock consignó la fórmula para fabricar más guerreros infernales.
El plan de Sharlaan, que oculta cuidadosamente a Kervin,
pasa por, con la ayuda de Balkis y su hermana Altaïs, intercambiar su mente con
el cuerpo de Perceván. Añadiendo a sus conocimientos mágicos el vigor físico y
juventud del caballero, espera mejorar sus oportunidades para enfrentarse con
el señor maligno y su hechicero. El complicado conjuro a punto está de fracasar
debido a la interrupción del infernal guerrero perseguidor, al que engañan sólo
temporalmente lanzándolo a un laberinto mágico. A continuación, Sharlaan/Perceván
y Kervin parten de regreso hacia Municornio, donde tratan de infiltrarse en el
castillo y plantar cara a la fuente del mal. Por desgracia, Piedramuerta y
Polemic, que siguen intrigando con su habitual mala fortuna, les descubren y
denuncian, poniéndolos en una situación desesperada que constituye el final del
álbum, dejando el clímax sin resolver hasta la tercera y última entrega de esta
saga.
Decía al comienzo que no pasa gran cosa en este álbum. No
es exactamente cierto. Hay mucho ir y venir, peleas, escenas emocionantes,
acción y conspiraciones. Pero todo ello son meros desvíos para una trama que
básicamente consiste en un corto viaje hasta un lugar, un cambio de cuerpos y
el regreso al punto de partida. No se resuelve ningún punto de la trama iniciada
en el episodio anterior ni se realiza más descubrimiento que el punto débil de
los guerreros (se quedan sin “baterías” místicas y hay que “recargarlos”
periódicamente). Aunque todo es muy entretenido y dinámico, no puedo evitar
pensar que todo el argumento se reduce a una persecución, la que lleva a cabo
el temible Señor del Infierno contra nuestros héroes, que es la que mantiene
viva la tensión de principio a fin. De hecho, parece una versión mágica y
aventurera de “Terminator”, cuya segunda parte –y puede que no fuera casual- se
había estrenado tan solo un año antes de la publicación de este álbum.
Es también una aventura tremendamente oscura y
desesperanzadora. El dibujo de Luguy hábilmente coloreado por Jean-Jacques
Chagnaud plasma a la perfección ese ambiente opresivo, plomizo, perpetuamente
lluvioso y carente de tonos vivos -a excepción de los momentos en los que la
magia entra en acción. El mal campa a sus anchas (la masacre de campesinos es
particularmente desasosegante e inesperada en un comic teóricamente dirigido a
un público juvenil), los villanos parecen invencibles, el héroe está ido y el
mago que invade y utiliza su cuerpo es, cuanto menos, ambiguo. La única fuente
de luz en esta historia es Kervin, leal, valiente y dispuesto a defender tanto
a su amigo como sus valores. Un Kervin, además, que deja a un lado su vertiente
más bufonesca. Lo cual es un acierto dado que habría estado fuera de lugar en
una atmósfera deprimente y una situación de constante peligro como las que
rodean a los protagonistas. El único humor de “Los Señores del Infierno” sigue
estando en la tóxica relación de codependencia de Piedramuerta y Polemic. No
podía ser de otra manera so pena de desvirtuar por completo a esos personajes,
pero incluso así, aquí están más contenidos que en entregas anteriores.
Nada menos que tres años hubieron de esperar los seguidores
de Perceván a tener entre sus manos la conclusión de esa trilogía, “La Tabla de
Esmeralda” (1995), un episodio que reúne todos los ingredientes de un largo e
intenso clímax: héroes en peligro que escapan en el último momento y que a
punto están de fracasar y enfrentamientos de gran calibre y espectacularidad. Una
apoteosis épica, en fin, digna de un gran relato de fantasía.
Tras librarse por los pelos de la muerte a la que parecían
abocados al final de “Los Señores del Infierno”, Kervin, Shylock y Perceván –éste
aún poseído por el espíritu de Sharlaan-, escapan de los subterráneos de la
fortaleza de Municornio y se encaminan de vuelta –otra vez- al castillo de
Balkis. Perceván está retomando el control de su propio cuerpo y el mago
necesita abandonarlo y recuperar el suyo, algo que sólo puede lograr un hechizo
controlado por Balkis y su hermana Altais. A pesar de la intrusión de
Piedramuerta y Polemic, la transferencia se lleva a cabo y Sharlaan insta a los
dos amigos a regresar a Municornio antes de que el Señor Oscuro, instruido por
el hechicero Cienciencias, alcance la cúspide de su poder. De hecho, ya se ha
apoderado del rey utilizando tanto el engaño y la traición como sus infernales
guerreros y pretende usurpar su cuerpo y su corona.
La reconstrucción del hasta hace poco ruinoso castillo de Municornio le ha permitido a Cienciencias encontrar el túnel que lleva hasta la gran sala donde se encuentra la fuente de poder oscuro que tanto ansía, la Tabla Esmeralda. Pero los héroes, embarcados en una carrera contrarreloj, lo tienen muy difícil: Perceván está todavía muy débil y los poderes mágicos de Sharlaan aún no se han recuperado y no se siente del todo capaz de enfrentarse a un Cienciencias que ahora tiene acceso a todo el conocimiento nigromántico del antiguo señor de Ainock.
Hay en este álbum algunas cosas que no funcionan tan bien
como deberían. Por ejemplo, lo relativo a la identidad del Señor Oscuro. La
razón de mantener oculto al villano bajo un casco durante dos álbumes había
sido la de la animar a los lectores a aventurar sus propias sus teorías. El
problema es que esto solo funciona si el plantel de personajes involucrados en
la peripecia es lo suficientemente amplio como para que varios de ellos puedan
ser sospechosos. Y no era el caso. Así que cuando por fin se ve el auténtico
rostro del maléfico villano, nadie se sorprende demasiado.
Por otra parte, en este álbum, por alguna razón, las
escenas que transcurren bajo la lluvia no están tan claras como en el
precedente. A veces, ese efecto emborrona y entorpece la visión de lo que está
ocurriendo en la viñeta. Este tropiezo queda más que compensado por la
magnífica representación de la magia que lleva a cabo Luguy, con esos rayos,
torbellinos, deformaciones y efectos delirantes invocados por los cuatro magos
que intervienen en la aventura, especialmente en el espectacular y frenético
tramo final, que mezcla y alterna momentos que se dirían extraídos de comics de
Druillet y Moebius.
A pesar de los pasajes cómicos centrados en las pullas y torpezas de Piedramuerta y Polemic (que en este punto ya están bastante desgastados), “La Tabla Esmeralda” es un álbum que mantiene el tono lúgubre del anterior, subiendo un grado más el nivel de ansiedad, premura y violencia: ahí está la matanza de los caballeros del rey o la muerte de Gwendar destrozado por la Tabla Esmeralda, que, aunque se pone en escena de tal forma que no se muestran sangre ni vísceras –algo que ni hubiera estado en línea con el estilo de la serie ni con el dibujo de Luguy- sí consiguen remover la sensibilidad del lector.
Es más, aunque la amenaza es finalmente conjurada, el
desenlace tiene consecuencias imprevistas para los héroes. Se ha perdido mucho,
demasiado: un reino devastado, muertes… el rey responsabiliza de ello a
Perceván por haber descubierto la solución al enigma que abrió las puertas al Mal.
Así que, por si el joven caballero no hubiera ya penado suficiente a lo largo
de esta desventura, le castiga desterrándolo. Es una decisión tan injusta que
roza lo inverosímil (al fin y al cabo, Perceván intervino en todo esto
respondiendo a la súplica de Sharlaan y sólo para evitar algo que, a pesar de
todos sus esfuerzos y sacrificios, acabó sucediendo), pero como dice el propio
protagonista: “Los poderosos tienen una
justicia que no obedece sino a sus reglas”. Un final, por tanto, amargo
para la historia más extensa del personaje hasta ese momento.
En general, “La Tabla Esmeralda” es un digno cierre para esta saga que tardó siete años en completarse: tiene acción, drama, humor, intrigas, combates, batallas, duelos de hechicería entre magos, criaturas infernales, amenazas apocalípticas, héroes gallardos y hermosas mujeres. Lo escaso de la trama (los personajes, en los dos últimos álbumes, se han limitado a ir de un castillo a otro una y otra vez y todo resulta algo predecible) queda compensado por un ritmo dinámico, escenas muy bien resueltas narrativa y gráficamente y un dibujo sobresaliente.
(Continúa en la siguiente entrada)
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