Si hay un rasgo que nos caracteriza como especie es nuestra pasión por contar y escuchar historias, una actividad que nos ha acompañado desde la noche de los tiempos y que ha ido amoldándose, con el transcurso de los siglos, a los hábitos, circunstancias, gustos y tecnologías de cada época. No es difícil imaginar cómo, en cualquier momento de la Historia y cualquier lugar del planeta, grupos de personas se reunían por la noche en algún lugar, quizá alrededor de una hoguera al término del día, en una pausa durante el trabajo, un largo viaje o un confinamiento por epidemia o algún duro invierno, para intercambiar historias, reales o inventadas, capturando la atención de los oyentes y transmitiendo en el proceso mitos, ideas y conocimientos.
La literatura adoptó hace mucho tiempo el formato de historias engarzadas en otra mayor que las contiene, lo que le permitía al autor abordar multitud de temas y narraciones. Ahí están el “Decaméron” (1353) de Bocaccio o los “Cuentos de Canterbury” (1400) de Chaucer, obras en las que un grupo de personajes variopintos y diversos en su origen, estatus, circunstancias y actitud, coinciden temporalmente por alguna circunstancia y aprovechan para trocar cuentos, leyendas o recuerdos, a veces con propósito moralizante y otras por mera diversión.
Y ese flexible formato es el que también adopta Josep Mª Bea en “Historias de Taberna Galáctica”, un conjunto de relatos cortos en blanco y negro a los que se dota de unidad haciendo que sean los extravagantes clientes de un bar emplazado en una roca flotante en el espacio, quienes compartan sus recuerdos o ficciones a menudo relacionados con ese peculiar planeta que es la Tierra..
Josep Maria Beá fue un niño precoz en las artes gráficas que empezó a tomar contacto con la industria del comic muy joven: a los catorce años entra en la agencia Selecciones Ilustradas, ese semillero de futuros grandes dibujantes que fundó y dirigió Josep Toutain en los años 50, donde se codea con algunos de los mejores artistas de comic de su generación: Adolfo Usero, Carlos Giménez, Pepe González, Esteban Maroto… Algunas de las novatadas que tuvo que soportar allí las retrató magistralmente Carlos Giménez en su maravillosa serie de “Los Profesionales”.
En “Selecciones Ilustradas”, se brega dibujando comics de encargo para mercados extranjeros, historietas de todo tipo cuyo guionista no conocía y para el que va aprendiendo los trucos y técnicas del oficio en el efervescente ambiente creativo que se vivía en el estudio. Los comics y películas que prefería de niño, de Ciencia Ficción y Terror, marcaron también su trayectoria profesional y cuando Toutain permite a algunos de sus autores desarrollar proyectos propios que luego venderá en el extranjero, Bea y el guionista Blai Navarro presentan Johnny Galaxia en 1960, un héroe espacial que se venderá muy bien en el extranjero.
Pero Bea acaba sintiéndose atrapado en un sistema, el de agencia, que no le permite desarrollar la creatividad que bulle dentro de él. Le resulta frustrante tener que dibujar sosos comics románticos uno detrás de otro y cuando ha de interrumpir su estancia allí para cumplir el servicio militar, decide darle un giro a su vida. Funda una empresa de áridos y excavaciones antes de que el gusanillo artístico vuelva a despertar. Se marcha a París para estudiar pintura en la Academie Julian, en cuyo seno se habían fraguado muchas vanguardias y movimientos contestatarios a la corriente pictórica más tradicionalista. Inmerso en un ambiente artístico (aprovecha también para ver mucho cine), aprende que la pintura, el dibujo, no tiene por qué ser meramente figurativo sino que puede servir para canalizar emociones a través de diferentes técnicas.
Cargado de nuevos conocimientos, perspectivas e inquietudes y consciente de que el comic en Francia estaba atravesando un periodo de rápida e intensa maduración y que el fenómeno estaba extendiéndose a otros países, incluida España, decide volver para zambullirse en el mismo. Su relación con publicaciones como “Nueva Dimensión”, “Drácula” o “Terror Fantastic”, que se esforzaban por romper el tradicionalismo y desafiar los límites de la censura franquista, le convirtieron en uno de los artistas de comic más importantes del medio durante la transición. Es por ello que Toutain cuenta con él cuando cierra un acuerdo con el editor norteamericano James Warren en virtud del cual dibujantes de Selecciones Ilustradas se encargarán de nutrir las populares revistas de terror de aquél. Beá formó así parte de la avalancha de talento español que inundó el terror en viñetas publicado en Estados Unidos y de la que también formaron parte profesionales como José Ortiz, Pepe González, Fernando Fernández, Sanjulián, Enric Torres….
Durante esos años, Beá, siempre inquieto, iconoclasta y explorando nuevos estilos y tonos, participa con sus historias e ilustraciones en múltiples revistas (llegando incluso a ser juzgado por escándalo público a tenor de una de sus historietas). Con todo ese bagaje y ya plenamente reconocido, reafirma su relación con Toutain, para cuya revista “1984” publica serializada, entre 1979 y 1980 la obra que ahora nos ocupa.
En “Historias de Taberna Galáctica”, Beá huye de la fórmula épica que el género había ido desgastando en el comic desde los años 30, a saber, el intrépido y virtuoso héroe que viaja por la galaxia cruzándose con alienígenas casi invariablemente humanoides y rescatando bellas féminas en minúsculos atuendos. Lo cual no quiere decir que no encontremos en estas historias múltiples tropos de la CF: robots que funcionan mal y ponen en peligro a sus dueños; las crueles intrigas palaciegas de la space opera; expediciones a lugares remotos en los que anidan terribles secretos; invasiones silenciosas; encuentros en la tercera fase en un lugar aislado; el alienígena pacífico que llega accidentalmente a la Tierra sólo para ser maltratado por los humanos; los robots que dominan la Tierra sustituyendo a sus antiguos creadores; un extraterrestre monstruoso y un humano persiguiéndose mutuamente por los corredores de una nave; ciborgs; accidentes en el espacio; alienígenas que vigilan a la humanidad; lucha por la supervivencia en entornos extremos; tecnología que no funciona como debiera y condena a su usuario…
Todos estos tópicos y situaciones se insertan en historias que adoptan enfoques y tonos que van del thriller a la comedia más negra pasando por el surrealismo, aderezando de vez en cuando los argumentos o las viñetas con guiños/homenajes a Asimov, John Wyndham, Lovecraft, Lem, Star Wars,, Flash Gordon, “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” o “Alien”. La estructura de historia corta con desenlace sorpresa y, a menudo, impregnado de una siniestra ironía, no era entonces nueva dado que bebía directamente de los comic-books de la EC y las revistas de Warren. Sin embargo, el enfoque, temas, atmósfera y desarrollos de las historias sí son modernos y, de hecho, no habrían desentonado de haberse publicado en la revista “Metal Hurlant”, buque insignia de la CF más vanguardista que se estaba realizando en Francia desde mediados de los 70.
Esa modernidad, combinada con el clasicismo del dibujo de Beà, inspirado -como el de tantos artistas de comic españoles de su generación y anteriores- en los grandes clásicos norteamericanos, ha hecho envejecer la obra mejor que muchas de sus contemporáneas, unas veces todavía lastradas de tradicionalismo gráfico y narrativo y otras por un vanguardismo mal entendido. No es que Beà no fuera capaz de experimentar en composición, técnica y tema (ya lo había demostrado sobradamente en su trayectoria anterior con sus trabajos, por ejemplo, para “Nueva Dimensión” o “Drácula”), sino que supo atender a las exigencias del editor y comprender las expectativas de la revista en la que esta serie iba a aparecer publicada.
No hay héroes en estas historias sin mensaje ni moraleja, ni siquiera antihéroes comportándose correctamente por los motivos equivocados. En la mayoría de las ocasiones, los protagonistas son víctimas de bromas pesadas del destino o individuos que simbolizan la estupidez humana en sus múltiples manifestaciones, desde el egoísmo a las adicciones compulsivas, de los prejuicios a la violencia injustificada o la tiranía doméstica (de hecho, quizá las únicas excepciones son los dos niños que protagonizan sus respectivos relatos).
Bea incluye frecuentes pinceladas de poesía o incluso surrealismo tanto en el argumento de las historias como en la creación de alienígenas o tecnología, que le alejan del “realismo” propio de la space opera pero tampoco tanto como para convertirlo en un material oscuramente experimental o empujarlo hacia la fábula netamente fantástica. Podría pensarse que esos “delirios” podrían obedecer al gusto de la época por el misticismo naif de los hippies y el interés por el inextricable mundo de la mente, aunque el mismo Beà ha comentado que practicaba sofrología, un método de autorrelajación que le sumía en un estado de duermevela lúcido del cual emergían ese tipo de imágenes.
Particularmente originales y divertidos son detalles como los naipes que se utilizan en el casino del “Relato de Tenyktar”, con nombres como “La Mujer que Mata la Mano del Caracol” o “La Niña Jugando con los Pulmones”; las dos páginas dedicadas a repasar al variopinto personal de la Taberna, con criaturas como el “Laserillo de Tormes” o “Vulvalina, la mujer multifaccional. Su anatomía variable se adaptaba a todas las modalidades de apareamiento de toda las más insólitas especies del cosmos. A excepción de los androides que entraban por los Black Holes”; o el último y delirante pasaje, el “Relato de Clakster”, narrado por un ser inteligente en forma de cilindro de energía, que demuestra con espíritu juguetón que la comunicación con otras criaturas, aunque sean inteligentes, podría ser imposible al no existir referencias biológicas, ambientales y culturales comunes (uno de los temas recurrentes del polaco Stanislaw Lem).
Por otra parte, el ritmo de entrega lleva a cierto comprensible grado de improvisación en las historias y que aflora en momentos y diálogos que no tienen demasiado sentido, sobre todo en las escenas de la Taberna. Llama también la atención que en muchas de las historias se incluyan imágenes de carácter erótico (mujeres desnudas, sugerencias sexuales…) que no vienen demasiado a cuento pero que en la época ayudaban a vender estos comics como “adultos” tras un largo periodo en el que este tipo de “libertades” gráficas (que, irónicamente, hoy podrían interpretarse como una cosificación del cuerpo femenino) estaban prohibidas. Que, además, estén emplazadas en el comienzo de las historias, dejan claro su propósito: servir de “gancho” para el lector masculino.
Lo que hay que tener claro al abordar estas historias para comprenderlas y disfrutarlas es el formato en que aparecieron originalmente y las limitaciones que éste impone. Los editores de revistas, en este caso Toutain, necesitaban material de extensión muy concretas para componer el número correspondiente a cada mes. Por una parte, historias largas que se serializaban en el curso de varios meses; por otra, historias de cuatro a diez páginas con las que “rellenar” cada número. Este último era el caso de “Historias de Taberna Galáctica”. Obviamente, esa extensión no permite un desarrollo de personajes ni un argumento muy sofisticado. Todo lo más, el autor puede plantear una premisa que capte el interés del lector y una resolución de impacto que deje con buen sabor de boca o incluso consiga imprimirse en la memoria de aquél. Y eso lo consigue sobradamente Beá.
Podría parecer que hacer mensualmente una historia corta y relativamente sencilla es una tarea fácil. Ni mucho menos. Cuando se dispone de tan pocas páginas, cada viñeta cuenta y es necesario afinar mucho para que todas y cada una de ellas muestren un fragmento relevante de la acción que proporcione la información necesaria y haga avanzar la trama. También Beà, como todos los dibujantes españoles de su generación bregados en el exigente mercado de las revistas mensuales, sobresale en este aspecto. En “Historias de la Taberna Galáctica” alardea incluso de su talento narrativo al encajar hasta dos historias en cada episodio: la que actúa de marco, más anecdótica, en la que algún cliente pintoresco acude al local del título y, voluntariamente o plegándose a la presión de los parroquianos, participa con una narración que es la que constituye el cuerpo principal de aquél.
“Historias de Taberna Galáctica” fue, en su momento, un comic original rompedor con la CF gráfica que se había estilado en nuestro país, especialmente a nivel argumental y de diálogos, además, de una gran calidad gráfica. Beà aportó con este enfoque irreverente y disparatado de las convenciones del género una obra fundamental en la consolidación de esa corriente de comics “de autor” que definió este arte en la España de los 70. En su momento registró un gran éxito no sólo de crítica, sino también entre los lectores a tenor de las excelentes cifras de venta de su edición en álbum. Hoy sigue siendo una obra a revisitar por cualquiera interesado tanto en el comic como en la CF más peculiar.
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