24 dic 2022

2008-SPIROU: DIARIO DE UN INGENUO – Émile Bravo

Cuando Dupuis publicó “Diario de un Ingenuo” como cuarta entrega de su colección “Una Aventura de Spirou por…”, fue en un momento de celebraciones para el personaje, que por entonces cumplía su septuagésimo aniversario. Una gesta nada desdeñable dado que, a su provecta edad, el botones-aventurero-periodista parecía estar viviendo una segunda juventud gracias tanto a la energía de la serie regular como a la frescura de las variopintas aportaciones de la antedicha colección. Tanta era ya –y sigue siendo- su popularidad que la Casa de la Moneda de París emitió una con la característica efigie del personaje.

 

Por eso, “Diario de Un Ingenuo” fue a la vez tanto un álbum apropiado para la ocasión (bucear en los orígenes del personaje) como sorprendente por su tratamiento. Algo que ya dejaba adivinar su portada, que mostraba al héroe sosteniendo en sus brazos a su leal ardilla Spip (recordemos que, en dialecto valón, Spirou significa “ardilla”), mirando tímidamente de soslayo con un ojo a la funerala y flanqueado –en la edición original, no la que en España pudimos ver- por sendas bandas laterales, una negra compuesta de esvásticas y otra roja de hoces y martillos entrecruzados.

 

Aun cuando Émile Bravo pudo esquivar la continuidad ya establecida publicando esta obra bajo un sello alternativo ajeno a la colección principal, su apuesta no por ello fue menos valiente, especialmente tratándose de un personaje tan famoso y querido por generaciones de lectores europeos: reformular su origen mediante una historia tranquila, cotidiana, politizada, irónica y dibujada con un estilo retro. 

 

Bruselas, 1938. El joven Jean-Baptiste es apenas un adolescente que, por un malentendido en el orfanato donde vive, es enviado a trabajar al Hotel Moustic, donde padece los malos tratos del jefe de botones, Entresol, y malvive en un piso miserable con su único amigo, la ardilla Spip. En su tiempo libre, sirve de árbitro en los partidos de fútbol que organizan los pilluelos del vecindario.

 

Unos meses después, en el verano de 1939, entran en la vida de Spirou dos personas destinadas de dejar en su joven corazón una profunda huella: por una parte, una joven y hermosa doncella con marcadas convicciones comunistas; por otra, un hiperactivo reportero sensacionalista de nombre Fantasio. La una y el otro tratan de sonsacar a Spirou. La primera, acerca de las conversaciones secretas que están teniendo lugar en una suite del hotel entre un representante del gobierno nazi alemán y los emisarios del gobierno polaco al respecto del destino de esta nación; y el segundo, sobre la escandalosa relación de dos famosos alojados en el establecimiento.

 

Irónicamente, ni Spirou ni Fantasio son conscientes de la gravedad de la situación que afronta Europa y que está cociéndose justo bajo sus narices. Poco a poco, a base de escuchar fragmentos de las conversaciones de los políticos, Spirou se da cuenta de lo cerca que se encuentra la guerra, descubriendo con amargura la realidad de su tiempo y unas rivalidades políticas que no puede comprender. ¿Qué puede hacer un simple botones adolescente ante la inminencia de semejante catástrofe? Nada, aunque lo intenta. La Segunda Guerra Mundial estallará y guiará a Spirou hacia su destino, habiendo perdido parte de su corazón por el camino pero ganado un amigo y una mascota inseparables.  

 

A primera vista, puede parecer presuntuoso por parte del autor monopolizar el pasado de un personaje tan ilustre, pero en esta ocasión fue todo un acierto. Sin duda, Émile Bravo era consciente de que entraba en un campo de minas con el tratamiento que le dio al personaje y su historia. Spirou, aunque creado por Rob-Vel en 1938, fue moldeado hasta su forma clásica por Jijé primero y, sobre todo, por el genial Franquin (de 1946 a 1969) para pasar luego a otras manos que dieron lugar a etapas que iban desde lo convencional hasta lo brillante: Nic y Cauvin, Fournier, Tome y Janry, Munuera y Morvan, Velhmann y Yoann (quienes se hicieron cargo de la serie regular precisamente después de haber inaugurado la colección de “Una Aventura de Spirou por…” en 2006). Y, sin embargo, a pesar de una tan larga trayectoria, Spirou seguía teniendo vacíos en su vida que esperaban a ser llenados por un artista con el talento, creatividad e imaginación adecuados como para llenarlos con una o varias historias de la calidad que merecía el ilustre personaje.

 

El Spirou que nos presenta Bravo es un muchacho muy humano y sensible, todavía bendecido por la ingenuidad de la adolescencia y lejos de su tradicional imagen de eterno solterón e intrépido aventurero. Lo que aquí se narra no es una aventura fantástica relacionada con el último experimento loco de Champignac o alguna búsqueda, expedición o rescate en alguna región exótica del planeta adornada con las travesuras del Marsupilami, la elegancia del Turbotracción o la tecnología futurista de Zorglub. No, “Diario de un Ingenuo” es una historia de toques cotidianos y enfoque realista que se centra en la evolución psicológica del protagonista. De hecho, no se puede decir que ocurra mucho que pueda calificarse de “aventura” en el sentido convencional.

 

Y así, Bravo nos presenta en un magnífico prólogo de tan solo cinco páginas al joven huérfano Jean-Baptiste que, a raíz de una travesura de monaguillo con su amigo René, acaba causando accidentalmente la muerte de un sacerdote borrachín en unas circunstancias que parecen apuntar a un caso frustrado de pedofilia. Avergonzados y deseosos de tapar el escándalo, los curas que administran el orfanato sacan a los dos pilluelos de la institución. Antes de despedirse, René le entrega a Jean-Baptiste a su mascota Spirou (que en dialecto valón significa “ardilla”), de la que éste tomará su apodo. Luego, como he dicho, un sacerdote lo acompaña al hotel donde le han encontrado trabajo, sólo para toparse con una expresión de desconcierto y sospecha por parte del recepcionista al ver a un clérigo acompañado de un tierno jovencito… Un arranque, pues, que ya se atreve a introducir un tema adulto y delicado en el universo siempre positivo y moralmente diáfano del personaje.

 

Evidentemente, este álbum debía, y así lo hace, arrojar luz sobre algunos de los enigmas que rodeaban al personaje: cómo conoció a Fantasio, por qué ha permanecido siempre soltero y fiel a su característico uniforme rojo o el origen de su desconfianza hacia los políticos y defensa fiera de la libertad por encima de cualquier ideología… Y, sin embargo, es un álbum que encadena situaciones tan cómicas y amargas como la vida misma: sus torpes esfuerzos por ganarse el afecto de la doncella sólo para perderla durante la guerra y enterarse de que en realidad era una espía del Komintern; los dolores de cabeza que le causa un persistente Fantasio, decidido a sacar en su periódico los trapos sucios de una pareja de adúlteros famosos alojados en el Hotel Moustic; los abusos del portero Entresol; las rencillas entre los muchachos del barrio por las afiliaciones políticas de sus padres…

 

Bravo incluso se permite rematar el álbum con una escena “poscréditos” en la que revela que, en realidad, Spip es un ser malicioso que saboteó deliberadamente las conversaciones germano-polacas esperando que la guerra subsiguiente exterminara a toda la Humanidad y decidiendo así el destino de su amo. Una escena puede que sorprendente e irónica, pero a mi juicio innecesaria y cruel con un personaje entrañable. También encuentro incómoda la representación de Fantasio, que aquí se comporta en todo momento como un auténtico idiota al que nadie querría tener al lado. En los tiempos de Jijé y Franquin también había tenido una vena extravagante, pero era un tipo simpático y amistoso mientras que en este su debut retroactivo se hace verdaderamente molesto.    

 

El guion es una sucesión de escenas rápidas y breves que hacen pensar más en la crónica melancólica de un adolescente que entra en contacto con las luces y sombras de la vida (el primer amor, el primer amigo, el primer trabajo, la primera ruptura…) atrapado en la apisonadora de la Historia que en una aventura de tipo más convencional. Eso es precisamente lo que evoca el propio título del álbum, “Diario de un Ingenuo”, y lo que hace de él no sólo una historia emotiva, a veces cruel, a menudo divertida y respetuosa con sus ancestros sino un producto que, lejos de contentarse con satisfacer a un público elitista, puede reconciliar tanto a los puristas como a los partidarios de la novedad, a los lectores veteranos y a los recién llegados.

 

Y cuando menciono a los ancestros, no me refiero solo al Spirou original sino a sus sucesores (Fantasio confunde el nombre del nazi Herr von Glaubitz llamándole Zorglub) e incluso a su hermano mayor, Tintín. Dejando aparte que el dibujo y montaje es reminiscente del de Hergé, la fecha elegida, por ejemplo, no es casual: en mayo de 1939, dejó de publicarse en “Le Vingtième Siecle” la aventura de Tintín en curso: “Tintín en el País del Oro Negro” (que debería esperar a 1950 para ser completada); y en el paseo de Spirou por el rastrillo de Bruselas vemos al individuo que le había vendido a Tintin la maqueta del “Unicornio”; Spirou se viste con el característico atuendo de la creación de Hergé cuando acude a su cita con la muchacha…

 

Pero es que Bravo no solo trabajó duro (invirtió tres años en la creación de este álbum) para moldear un guion excelente, sino que se preocupó mucho por el dibujo. A diferencia de tantos otros artistas que durante los últimos cincuenta años han dibujado a Spirou, Bravo no tiene interés alguno en imitar al maestro Franquin y opta por un estilo limpio, amable, sencillo y sobrio que remite a Rob Vel y Jijé y contrasta con la profundidad de la historia y los personajes. Ocasionalmente, utiliza el pincel para romper la pureza de la línea y acentuar con él, por ejemplo, el desgaste de ciertos objetos. El montaje es muy clásico, con abundancia de planos medios y un ritmo lento pero sostenido. Todo el grafismo, color incluido, está pensado para reproducir la estética de los comics de Spirou de los años treinta y cuarenta del pasado siglo.

 

Las viñetas de Bravo son engañosas porque, conteniendo un notable grado de detalle en los fondos, siempre transmiten sensación de espacio. Un simple ejemplo: el cuarto de Spirou, en un barrio alejado y empobrecido, en el que vemos un catre metálico con un colchón ajado, paredes desconchadas y ventanas agrietadas. Tiene un sencillo balde para sus abluciones y se alista frente a un espejo astillado. En la pared, la estampa de una Virgen con el niño y en una estantería, ejemplares de la Biblia, las aventuras de Davy Crockett y un álbum de “Tintín en el País de los Soviets”. Con todos esos elementos, bien colocados a lo largo de un par de secuencias, se transmite una gran cantidad de información no sólo de cómo vive sino de quién es Spirou.

 

No son pocas las ocasiones en que, cuando un autor toma la decisión de humanizar a personajes veteranos de la historieta que han acompañado a los lectores durante generaciones, la propuesta sea recibida con suspicacia cuando no abierto rechazo, como si éstos le acusaran de haber cometido la blasfemia de distorsionar y macular a sus ídolos de la infancia y juventud, avergonzados de haber terminado la historia con un nudo en la garganta y una lagrimilla asomando por el ojo. Personalmente, opino lo contrario. La de Bravo es una audacia que merece aplauso porque, sin traicionar su esencia y yendo más allá del mero entretenimiento, consigue hacer de Spirou un personaje más cercano, más verosímil y con el que podemos identificarnos.

 

“Diario de un Ingenuo” es un gran tributo a Spirou y uno de sus álbumes más maduros e imprescindibles. Repleto de vitalidad y nostalgia, con un guion bien escrito que no deja indiferente, con personajes de peso, temas tan interesantes como variados que van desde el paso de la juventud a la madurez, el encuentro y pérdida del amor o la guerra, es una historia realizada con cariño, cuidado y personalidad que aporta una visión fresca y original del personaje.


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