En la clase media-baja londinense de comienzos del siglo XX, pocas mujeres hay que se pudiesen llamar a sí mismas viajeras o exploradoras. Son los hombres, apoyados por la todopoderosa Royal Geographical Society, los que ostentan ese privilegio. Uno de ellos es Roald Hodge Junior, último de un linaje de exploradores, que, en 1920, parte hacia Laponia encabezando una expedición que trata de encontrar la tumba de una diosa venerada por los samis, la etnia local. Su novia, Emma, se ha quedado en Inglaterra aguardando noticias que nunca llegan.
Emma se ajusta al perfil de la Madame Bovary de Gustave
Flaubert (de hecho, lleva el mismo nombre que el personaje de esa novela de
1857): es soñadora y romántica, lo que la hace a idealizar su relación con
Roald, con el que lleva siete años de relación aun cuando ella misma sólo tiene
veinte. Ni siquiera se ha atrevido a abrir el sobre que el dejó para ella antes
de marchar con instrucciones de leer la carta del interior sólo si no volvía. Espera
obediente y fielmente su regreso, volcando sus sentimientos en poesías escritas
en el jardín de la modesta mansión familiar en Essex.
Es verano y a pesar del excepcional calor que drena las energías de los londinenses, ella se siente inquieta. No le importa transgredir las normas y bañarse desnuda en el estanque de la casa ante los sorprendidos ojos de su hermana Beth, embarazada de su marido, Charles, un aburrido banquero con sobrepeso al que Emma desprecia (entre otras cosas, porque un día, en estado de embriaguez, trató de abusar de ella).
Pero un día, ya no puede aguantar más y traspasa el umbral
de la vetusta Royal Geographical Society, en la que no se admiten mujeres.
Consigue que le informen del destino y ruta conocidos de la expedición de Roald
a partir de testimonios de testigos. Poco después, atormentada por unos sueños
en los que aparece su difunta madre y un moribundo Roald le pide ayuda, decide
seguir los pasos de su prometido desoyendo los consejos de quienes le rodean.
Como en su día le ayudó a organizar el viaje, sabe el equipo que necesita, lo
reúne y se pone en camino, primero hasta Bergen, en Noruega, y luego por tierra
y con ayuda de un guía local, Borge Hansen, hacia el lago Inari, en el norte de
Finlandia. La experiencia que vive durante su viaje por unas tierras vírgenes
que no pueden ser más diferentes del ordenado y opresivo Londres de
entreguerras la transformará por completo, le abrirá los ojos a su auténtico
interior y a lo que es capaz, le descubrirá un mundo nuevo que no había
imaginado y, al final, le revelará la verdad que había permanecido oculta y que
hará añicos sus sueños.
El guionisa Zidrou (Benoît Drousie) optó en “Emma
G.Wilford” por escribir una historia ambientada en un contexto histórico y geográfico
claramente delimitado, insertando referencias como la relación de Lord Wildford
con Agatha Christie, la mención de Baden-Powell, un libro de Jack London o
incluso la ya difunta reina Victoria. También hay una escena muy definitoria en
el seno de la Royal Geographical Society que deja claro el espíritu rompedor de
la protagonista sin necesidad de recurrir al arquetipo de la mujer activamente
sufragista. Son pequeños detalles, conversaciones, gestos… lo que da pistas de
lo poco que Emma se ajusta al comportamiento esperable de una mujer burguesa en
la sociedad británica de principios de siglo. Su hermana considera inapropiado
que se bañe desnuda en el estanque por el riesgo de que el jardinero pueda
verla; su padre se niega a admitir que ella hubiera podido enamorarse de Roald con
tan solo 13 años; Emma desafía la prohibición a las mujeres de la Royal
Geographical Society; es poetisa y, además, con al menos un libro publicado…
Es, en fin, una feminista avant la letre que se abre paso en una sociedad masculina sin
necesidad de escandalizar ni adoptar una postura militante. Hija de una familia
económicamente bien situada que le proporciona cierto margen de libertad, no
tiene aspiraciones de reclamar un espacio más amplio para las mujeres de su
generación ni de liderar un movimiento de liberación contra la rigidez,
dogmatismo y machismo de la sociedad de su tiempo.
Emma es una joven decidida a experimentar los placeres de
la vida ya sean éstos físicos o sentimentales, desde la emoción de descubrir la
belleza de otros países a la embriaguez ocasional pasando por la sexualidad sin
entenderla como un desafío. Quiere tener libertad de movimientos, vivir según
sus deseos sin que esto pase necesariamente por un continuo desafío a las convenciones
sociales o la asunción de un rol masculino.
Zidrou introduce discretamente una motivación psicológica en sus actos (la ausencia de su madre) y salpica la historia con escenas de carácter simbólico como el sueño que fusiona la madre con el muñeco de nieve; la manifestación de la diosa Dolla dando el fuego a los hombres; o ese cuaderno de poemas que, tras sufrir un accidente en su travesía de Laponia, diluye la tinta haciendo ilegibles los versos, como si ya fueran inútiles después de que su autora hubiera descubierto el mundo real.
Es especialmente destacable como factor esencial a la hora
de valorar este comic la personal aproximación gráfica de Edith (Édith
Grattery), capaz de modelar a los personajes mediante líneas finas y sencillas
y un trabajo muy estudiado y matizado de los colores, que son los que aportan
luz y calor (u oscuridad y frialdad, según el momento, lugar y escena) a la
historia, pero siempre dentro de unas tonalidades algo tenues que dan al comic
el sabor de una vieja publicación desgastada por el tiempo. Es evitando los
excesos gráficos y jugando con el matizado cromatismo y el montaje, como Edith
crea toda una diversidad de atmósferas, desde la canícula que inunda el
frondoso jardín familiar a la bruma mañanera que cubre la campiña inglesa, el
ambiente acogedor de una librería o el opresivo de los despachos de la Royal
Geographical Society, la niebla del puerto, la luminosidad de los paisajes
nórdicos en verano, los cielos metálicos de la Laponia invernal…
Cada personaje tiene una figura y rostro sencillos pero fácilmente
identificables. Emma es una mujer joven de figura esbelta, no muy alta, con el
pelo hasta las mejillas como era la moda de la época. Conforme avanza la
historia, el lector aprende a reconocer su lenguaje corporal, compuesto de un
repertorio gestual natural y espontáneos que dice más de ella que cualquier
diálogo. Emma no entra al juego de la seducción con Hansen, sino que se
comporta con naturalidad, sin exhibir su femineidad pero tampoco ocultándola
bajo una apariencia masculina con la que pretenda competir con sus
interlocutores varones. Contrasta con su hermana Beth, que se desenvuelve de acuerdo
a arquetipos más femeninos y burgueses (en parte, por las limitaciones que le
impone su embarazo). Charles, el cuñado banquero, tiene exactamente el aspecto
confiado que uno podría esperar de alguien que ha alcanzado una posición
económicamente acomodada gracias a su esfuerzo. Børge Hansen, que no tiene en
absoluto el aspecto de un galán, se comporta respetuosamente sin caer en el
servilismo, atento a las necesidades de su joven patrona pero sin considerarla
inferior.
Edith pone también mucha atención en los detalles
necesarios para recrear la época en la que transcurre la historia, desde la
ropa o el mobiliario a la forma de los esquís o la ropa para combatir el frío. Hay
interludios gráficos que a veces parecen algo ajenos a la narración central pero
que aportan un toque de belleza u originalidad, como los lánguidos planos
descriptivos del jardín de los Willford; Emma sumergida en el estanque
ornamental (un homenaje al cuadro “Ofelia”, 1852, del pintor prerrafaelita John
Everett Millais); la escena de la separación de los amantes en la estación de
ferrocarril, con un fondo completamente blanco que centra toda la atención
sobre ellos y le da el sabor de un recuerdo cada vez más impreciso; la
pesadilla de Emma con su madre; las dos páginas dominadas por ideogramas sami;
el paseo casi onírico por el lago helado… Son momentos que enriquecen con su
grafismo y narrativa lo que de otro modo y en manos menos sensibles habrían
resultado mucho más banales.
Por otra parte, el editor (Soleil en Francia y Dolmen en
España), ha comprendido que, ante el desafío del universo digital, el futuro del
comic pasa por cuidar de forma extraordinaria su presentación física. Así,
envuelve esta obra de Zidrou y Edith en un álbum de tapa dura, tacto agradable
y papel de duro tramaje que remite a las antiguas publicaciones maceradas por
el tiempo, añadiendo en las guardas detalles que aportan a la historia detalles
simpáticos pero pertinentes, como una foto antigua de Roald, un billete de
barco y la carta completa –metida en un sobre- que aquél dejó a Emma y que el
lector debe esperar hasta el final para descubrir.
Quizá este viaje iniciático con tintes feministas que mezcla la aventura y el drama romántico, el realismo y el simbolismo, no se encuentre entre las propuestas más originales del prolífico Zidrou, pero su lectura merece la pena por su elegante atmósfera de romanticismo, la delicadeza con la que están perfilados los personajes y los temas y el carisma de la protagonista, una mujer tan carismática como verosímil que se niega a dejarse confinar en un rol social predeterminado y regido por reglas que ella no eligió, y que se lanza a una búsqueda personal en la que evolucionará de niña caprichosa a mujer y en el curso de la cual perderá tanto como ganará, transmutando su pasión juvenil por agridulce sabiduría.
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