No me atrevo a calificar a Howard Phillips Lovecraft del mejor escritor de terror del siglo XX, pero de lo que poca duda hay es de que sus cuentos y novelas reunidos en lo que se ha venido en llamar “Los Mitos de Cthulhu” ha sido inmensamente influyente en el devenir del género e incluso, en los últimos tiempos, en la propia cultura popular. Y, sin embargo, los tebeos tardaron mucho en dar con la forma de trasladar su particular cosmogonía a las viñetas.
No es de extrañar. Al principio, por la sencilla razón de
que Lovecraft tardó bastante en ser reivindicado más allá del círculo de
aficionados a la literatura pulp y no sería hasta mediados de los sesenta, con
la recuperación y dignificación de la literatura de género fantástico, que su
figura fue reivindicada y estudiada por un amplio número de críticos y
aficionados. El siguiente obstáculo a esquivar fue la censura, oficial o no,
especialmente puntillosa con el terror en un medio que era considerado como producto
dirigido exclusivamente a niños y jóvenes de mentes influenciables.
Y, por último y no menos importante, porque el de Lovecraft
es un terror especialmente complicado de trasladar a un medio visual. Sus
relatos hacían hincapié en el miedo existencial, en nuestra insignificancia
ante un universo inmenso, indiferente y poblado por criaturas de inmenso poder
y tan espantosas que resultan indescriptibles. El espanto que domina sus
historias es inmaterial, ambiguo, atmosférico, que evita lo explícito en favor
de la claustrofobia y la sensación de amenaza inminente, invencible y
enloquecedora que se filtra por las puertas abiertas a un abismo dimensional
donde aguardan pacientemente pero sin descanso los Primigenios y los Antiguos,
criaturas de descomunal maldad dispuestos a apoderarse de nuestro plano de la
realidad.
Lo más fácil para un cineasta o un artista de comic que se planteara adaptar al mundo de la imagen los cuentos de Lovecraft era recurrir a “la bicha”, criaturas más o menos grotescas, lo cual no sólo era elegir el camino más fácil, sino prescindir de lo que había hecho de su terror algo tan novedoso, personal e intenso. Hacía falta un creador muy especial, incluso visionario, un artista con temperamento dispuesto a asumir riesgos, que se atreviera a mirar de frente el horror de Lovecraft, dejarse empapar por él y luego darle forma gráfica respetando el espíritu de la obra original. Y ese maestro fue, cómo no, el uruguayo Alberto Breccia.
En los años setenta, Breccia, trabajando para el mercado
del comic argentino, ya había demostrado sobradamente su talento y versatilidad
con obras como “Sherlock Time”, “Mort Cinder” o “El Eternauta”. Su dominio del
blanco y negro, las texturas que conseguía reproducir en sus páginas y la
fuerza arrolladora de su línea y sus sombras lo convirtieron en uno de los
autores más respetados del medio.
No era fácil encontrar un marco en el que dar rienda suelta
a sus impulsos experimentadores. A comienzos de los setenta, estaba interesado
en encontrar una forma de integrar literatura y comic y lo intentó con “Informe
sobre Ciegos”, de Ernesto Sábato. Pero después de tener la obra abocetada, el
escritor no dio su visto bueno al negarse a que Breccia y su guionista, el
poeta argentino Norberto Buscaglia, realizaran necesarias modificaciones en el
texto original. Ese comic entonces frustrado acabaría viendo la luz en 1991,
pero por lo pronto había que buscar otra fuente. Y el argentino la encontró en
la literatura de Lovecraft, descubierta durante un viaje de Madrid a Milán. En
aquellos ominosos entornos de la imaginaria Providence o de Arkham, encontró un
marco en el que desplegar sus experimentaciones formales. Y así, en noviembre
de 1973, en la revista italiana “Il Mago”, aparece “El Ceremonial”, primera de
las nueve adaptaciones de que constará su particular “Los Mitos de Cthulhu”.
La selección de relatos incluye algunos de los más famosos y
representativos del autor americano, como “La Cosa en el Umbral”, “El Horror de
Dunwich”, “La Llamada de Cthulhu” o “El Color que Cayó del Cielo”. Norberto
Buscaglia se ocupa de adaptarlos casi literalmente excepto dos –a cargo del
propio Breccia-. Con la salvedad de un par de globos de diálogo, todo el texto se
articula en densas didascalias o columnas independientes de la viñeta anexa, lo
que le da un formato de relato ilustrado más que de comic tradicional. Literariamente,
esta es una obra espesa que, respetando el estilo de Lovecraft, permite incluir
abundante información que de otro modo quedaría fuera en un tebeo de corta
extensión como lo son éstos además de ayudar a entender lo que un Breccia
progresivamente más experimental plasma en el dibujo, pero también ralentiza el
ritmo de lectura y, en ocasiones, reitera lo que ya se aprecia en la viñeta.
Pero el verdadero punto fuerte de este comic, claro está,
es la experiencia visual que brinda Breccia, demostrando una vez más por qué se
le considera un maestro del blanco y negro, sea cual sea el estilo y técnica
que adopte. Así, los primeros relatos tienen un corte más naturalista que, eso
sí, cuando en la trama empieza a deslizarse la locura y el peligro, deriva
hacia lo indefinido, incluso lo abstracto. Pero a partir de la impresionante
“La Llamada de Cthulhu”, la experimentación se adueña de las páginas y Breccia
se lanza sin contemplaciones a una mezcla desatada y continua de técnicas
(figuras rotas, grandes e informes manchas de negro, collages, degradados, monotipos,
grabados, claroscuros, aguadas, plumilla, fotomontajes..) y estilos (abstracto,
expresionista, tenebrista, naturalista, surrealista) que sacrifica el detalle y
la definición en favor de la evocación de auténticas pesadillas y delirios de
formas atroces que sugieren más que muestran pero que, desde luego, no obedecen
las reglas de nuestro mundo. Sus viñetas resultan fascinantes, alucinatorias, casi
hipnóticas, un auténtico ataque sensorial que asfixia a los personajes
alienándolos de la realidad… Un peligro que también corre el lector. Éste debe
hacer frente al desafío de desentrañar lo que ocurre en no pocas viñetas y en
muchos casos lo mejor es no pensar demasiado y dejarse llevar por la
experiencia plástica.
Un comic, por tanto, intenso, sobrecogedor, brutal por momentos e incluso delirante que no sólo es una de las mejores adaptaciones de la siniestra mitología lovecraftiana a un soporte visual sino que funciona como catálogo de las posibilidades y límites estéticos del arte del comic. No es, eso sí, una obra para todo el mundo ni para todo momento y son necesarios cierto bagaje, sensibilidad, tiempo y predisposición para abordarlo y apreciarlo como se merece.
Esta es la mejor adaptación que hay. También en el guión.
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