2 mar 2019

1952- JOHAN Y PIRLUIT (y 2) - Peyo


(Viene de la entrada anterior)

Y, por fin, llegamos al momento que cambiará la vida de Peyo. En mayo de 1958, empieza a serializarse en “Spirou” una nueva aventura: “La Flauta de los Seis Pitufos” (cuya edición en álbum se lanzaría en 1960). Una flauta encantada que hace bailar hasta la extenuación cae fortuitamente en manos de Pirluit, que la utiliza para sus travesuras hasta que un desaprensivo, Torchesac, se hace con ella para dejar fuera de combate a la población de las aldeas y saquearlas a placer. Johan y Pirluit acuden al mago Homnibus en busca de ayuda y éste les dice que la flauta ha sido fabricada por los Pitufos y que sólo ellos pueden darles otra más poderosa que contrarreste la de Torchesac. El mago los traslada mediante hipnosis al devastado País Maldito, alejada región donde viven estos seres que aparecen por primera vez muy avanzada la aventura conquistando a los lectores de la época… y de las generaciones por venir.



“La Flauta de los Seis Pitufos” fue, para empezar, el primer álbum de 60 páginas en el que trabajaba Peyo, lo que le proporcionaba un mayor espacio que las 44 planchas tradicionales a la hora de desarrollar la historia. Así, pudo mantener el suspense sobre el aspecto de los pequeños gnomos (que aparecen, siempre ocultos, ya desde el comienzo) hasta el último tercio de la misma, concretamente en la página 37. El origen de los Pitufos es múltiple. Su nombre lo tomaría Peyo de una broma privada con Franquin, con quien tenía una buena relación. En 1957, las familias de ambos pasaron las vacaciones juntos y durante una cena, cuando Peyo, queriendo alcanzar el salero pero sin que le salga el nombre del objeto, le pide a Franquin que le alcance el “pitufo” (en el francés original, “Schtroumpf”), ambos empiezan un divertido intercambio de frases con esa palabra inventada, dando origen de paso al peculiar idioma pitufo –cuya utilización en la historia esconde más dificultad de la que aparenta si lo que se quiere es que el lector entienda lo que dicen los hombrecillos azules-.

En cuanto a su aspecto, probablemente se inspiró en el diseño de unos alegres duendecillos rosa que había visto durante su estancia años atrás en el estudio de animación C.B.A. El color azul de la piel, aplicado por su mujer Nine, se eligió por descarte de las otras posibilidades: el verde los habría confundido con los fondos de los bosques, el rojo resultaba demasiado llamativo, el amarillo resultaba excesivamente chirriante y el rosa los emparentaría con la especie humana
cuando Peyo quería dejar bien claro que eran unos seres completamente diferentes. Ya aparece aquí su característica aldea con forma de setas y el Gran Pitufo, si bien el resto son una colectividad indiferenciada. Aún pasaría algún tiempo hasta que surgieran las diferentes personalidades del Pitufo Gruñón, el Pitufo Deportista, etc. Y es que Peyo nunca pensó darle continuidad a estos seres que había inventado como mera solución puntual para obtener un arma mágica con la que contraatacar al villano.

Poco podía imaginar que los Pitufos acabarían monopolizando su trayectoria creativa, convirtiéndolo en prisionero de su inmensa popularidad y a exigencia de sus lectores hasta su muerte en 1992. Volvió a introducirlos en aventuras posteriores de Johan y Pirluit (“La Guerra de las Siete Fuentes”, “El País Maldito”), pero al final no tuvo más remedio que abandonar sus otros personajes –en el fondo más cercanos a su corazón, como Johan y Pirluit o Benito Sansón- para dedicarse en exclusiva a satisfacer la demanda de Pitufos.

“La Guerra de las Siete Fuentes” (1961) es otra excelente historia perteneciente a esta “Edad de
Oro” de la serie (de hecho y para muchos, es la mejor) y que comienza como un relato de terror con fantasma en el castillo y sigue como una intriga palaciega en la que Johan y Pirluit deben ayudar al espectro del señor de Baufort para restaurar la riqueza y prosperidad de la región, arruinada años atrás por la afición desmedida del fallecido al buen vino. La maldición desaparecerá cuando el estandarte familiar ondee de nuevo sobre la fortaleza, pero el problema reside en que son muchos los parientes, con derecho o no, directos o indirectos, que desean hacerse con el territorio aunque sea a la fuerza. Los protagonistas deberán encontrar al auténtico y librarse del resto. Los elementos fantásticos aquí no sólo incluyen fantasmas, maldiciones y hechiceros (se recupera a la bruja Raquel de la primera etapa de la serie) sino en una nueva aunque breve aparición de los Pitufos (cuyo primer álbum, “Los Pitufos Negros”, no aparecería hasta 1963). Asimismo, Peyo continúa demostrando su maestría a la hora de manejar en la historia y dentro de la viñeta a una multiplicidad de personajes, algo que en aventuras anteriores ocurría sólo puntualmente.

“El Anillo de los Castellac” (1962) recupera la trama básica de un álbum anterior, “El Señor de Montresor”, acerca de un noble despojado de su título y castillo por un usurpador y al que Johan y Pirluit ayudan a recuperar sus derechos. Además de su habitual factura impecable, Peyo prescinde en esta ocasión de elementos fantásticos y quizá creyó que podría separar definitivamente a Los Pitufos del par de aventureros titulares dado que los simpáticos gnomos azules ya contaban con sus propias aventuras en pequeñas historietas publicadas en las páginas centrales de la revista “Spirou”. No sería así. Como he mencionado más arriba, Peyo se ve obligado a concentrarse en Los Pitufos. Otros de sus personajes los deja en manos de sus colaboradores, que continúan respetando su espíritu y estética, pero no quiere hacer lo mismo con Johan y Pirluit, su creación favorita. Por ello, los intervalos entre las aventuras de éstos se hacen cada vez más dilatados. Desde su incorporación a la escudería Dupuis, Johan y Pirluit habían ido encadenando historia tras historia en la revista “Spirou”, más o menos a razón de una por año. Para la siguiente al “El Anillo de los Castellac”, los lectores deberán esperar dos.

“El País Maldito” apareció publicado en álbum en 1964, pero su serialización en “Spirou” se
remonta a 1961. Los Pitufos se habían apoderado a estas alturas de Peyo y aunque Johan y Pirluit, como he dicho, siempre fueron sus hijos predilectos y hasta ese momento había rechazado la intervención de terceros, la creciente carga de trabajo le obliga a aceptar la realidad y contrata a un ayudante, el primero de los varios que tendrá, Francis Bertrand, para que entinte la rotulación y los decorados.

Ya fuera por cariño hacia los Pitufos, demanda popular o editorial, éstos vuelven a convertirse aquí en eje central de la trama. El rey está sumido en la melancolía y tras desesperados e inútiles esfuerzos de Johan y Pirluit lo único que le saca de la misma es el encuentro con un Pitufo que había sido hecho prisionero por un feriante que acude al castillo para actuar ante el monarca. Rescatado de su cautiverio por los dos protagonistas, éste les dice que su pueblo está en peligro por un “pitufo que pitufa pitufo”, una amenaza que Johan y Pirluit no saben descifrar pero que sin duda es muy grave. Se deciden a viajar hasta el País Maldito para ayudar a sus pequeños amigos, misión en la que se empeña en acompañarles el rey. Tras muchas tribulaciones en el camino, cuando llegan a la tierra de los pitufos se encuentran con que la amenaza en cuestión es nada
menos que un dragón, monstruo que un villano, Monulfo, utiliza como mascota y con ayuda del cual ha hecho prisionero al Gran Pitufo y esclavizado al resto para que extraigan diamantes de una mina.

De nuevo, una aventura intachable en la que cabe destacar que el papel cómico se traslada de Pirluit al rey, un personaje un tanto desdibujado hasta ese momento pero que ahora se revela como alguien comodón, gruñón y blandengue que a menudo se comporta como un crío, hasta el punto de que Pirluit resulta sensato y maduro en comparación. Al rey pertenecen los mejores gags del álbum. Por otra parte y ello resulta chocante para el lector habitual de los Pitufos, en esta aventura el país en el que éstos habitan vuelve a ser el que había aparecido en “La Flauta de los Seis Pitufos”: lejos del bosque
idealizado que se describía en su propia colección, el País Maldito es un lugar poco acogedor, árido y desolado.

Tal era el trabajo que le daban los Pitufos a Peyo y su renuencia a delegar funciones en “Johan y Pirluit”, que sus lectores tuvieron que esperar nada menos que cinco años para ver una nueva aventura del dúo. En 1967 empieza a serializarse en “Spirou” “El Sortilegio de Malasombra” pero no conseguirá acabarlo. Problemas de salud y otras obligaciones le fuerzan a interrumpir a mitad la aventura y retomarla meses después.

La hija del señor de Bosquehermoso, Genoveva, está prometida a su amado, el caballero Thierry. Pero éste es convertido mediante una pócima en un perro por el intrigante barón de Malasombra, que quiere contraer matrimonio con la joven para hacerse dueño de sus propiedades. Johan y Pirluit se topan con el “perro” Thierry durante una cacería y, tras escucharle hablar en sueños, le obligan a desvelar su identidad e historia. Ambos deciden ayudarlo a recuperar su apariencia humana, frustrar las maquinaciones de Malasombra y reencontrarse con su amada.

En este punto puede apreciarse un cambio en el dibujo de la serie. A pesar del disgusto de Peyo al respecto, no pudo evitar que el grafismo de Johan y Pirluit se aproximara al de los Pitufos: las figuras son ahora más redondeadas, más amables, menos espigadas. Y, por otra parte, intervienen ya de manera muy abierta sus colaboradores. Gos (Roland Goosens, que más adelante creará a los muy exitosos “Quena y el Sacramús” para “Spirou”), Marc Wasterlain y sobre todo François Walthery (“padre” de “Natacha”, otra gran serie para la misma revista) le pasan a tinta, completan los fondos e incluso se encargan de escenas completas.

Esta fue la despedida de Peyo de su serie favorita. El inmenso éxito de los Pitufos había eclipsado absolutamente todas sus otras creaciones y ya no tenía tiempo para dedicarse a ellas. Viajaba constantemente a Los Ángeles para supervisar la serie de animación de Los Pitufos que realizaba Hanna-Barbera; y a Hong Kong, donde se manufacturaban los juguetes y merchandising. Por no hablar de sus continuos desplazamientos por el continente europeo para atender diferentes y variopintas solicitudes. Ya no encontraba tiempo para crear, para sentarse a escribir y dibujar, pero la maquinaria no podía pararse. Y es entonces cuando toma forma el Estudio Peyo, surgido alrededor de sus colaboradores iniciales y en el que daría cabida a otros artistas jóvenes a los que se les exigía
mantener el estilo del maestro. Para muchos de ellos aquella experiencia fue capital en su aprendizaje como historietistas. Peyo siempre les enseñó los secretos del dibujo, la caracterización y el lenguaje narrativo, les apoyó y les animó a emprender el vuelo en solitario con sus propios personajes. Eso sí, siguió impidiendo que nadie se encargara de Johan y Pirluit.

A finales de los ochenta, Peyo se marchó de Dupuis tras décadas de colaboración, siguiendo el camino de muchos dibujantes contemporáneos ante el cambio de orientación de la editorial y los problemas jurídicos derivados de la venta de la misma. Durante un tiempo y con ayuda de su hijo, Thierry Culliford, autoedita su material pero en realidad la labor la hace mayoritariamente el estudio de dibujantes que ha reunido a su alrededor mientras que se ve sigue viendo obligado a pasar
más tiempo del que le gustaría atendiendo los aspectos comerciales y financieros del imperio edificado sobre los Pitufos.

A comienzos de los noventa, llega a un acuerdo con Ediciones Lombard para que sea este sello el que edite tanto los Pitufos como otros de sus personajes. Parece que por fin el artista podrá retomar lo que verdaderamente le gusta: crear, dibujar. Aparece con gran éxito un primer álbum, “El Pitufo Financiero” y se proyecta el regreso de Johan y Pirluit…cuando Peyo muere en diciembre de 1992.

Aunque el padre de los Pitufos ya no estaba, había dejado todo preparado para que sus
personajes pudieran continuar viviendo sin él. Su estudio estaba plenamente operativo y el nuevo álbum de Johan y Pirluit comprometido con Lombard. Thierry Culliford decide asumir el guión con ayuda de un antiguo colaborador de su padre y veterano de “Spirou”, Yvan Delporte. Del dibujo se ocupará uno de los miembros del estudio, Alain Maury, que había dibujado el mencionado “Pitufo Financiero”. Todos tratarán de, en la medida de lo posible, ser fieles al espíritu de Peyo.

La historia de “La Horda del Cuervo” (1994) gira alrededor de una invasión de bárbaros hunos ante la que un monarca fronterizo pide ayuda al rey. Éste ordena a Johan visitar a sus nobles vasallos y reunir un ejército con el que acudir en auxilio de su aliado. Entretanto, Pirluit, harto de que sus talentos musicales sean objeto de crítica y censura, se ha marchado del castillo para visitar a un viejo amigo suyo, el joven barón Joel de Fluflú. Pero he aquí que descubre una conspiración de su intendente para hacerse con el castillo, es atrapado por éste, encerrado en un foso y declarado muerto. A todo esto se suma que, una vez Johan ha marchado del castillo del rey, la fortaleza es puesta
bajo asedio por un ejército de bárbaros que marcha en vanguardia.

Siendo un álbum entretenido, no está a la altura de ninguno de los trece anteriores firmados por Peyo. La historia es mediocre, careciendo tanto de la épica esperada como de esos diálogos punzantes cargados de sarcasmo que tan bien se le daban a Peyo. Por otra parte, la presencia de los Pitufos se siente forzada. Los guionistas la justificaron diciendo que Johan y Pirluit, tras más de dos décadas fuera de circulación, podrían haber sido olvidados por los lectores y que el empuje comercial de los Pitufos les ayudaría. Y en cuanto al dibujo de Maury, aunque respeta el estilo de Peyo, su línea no tiene el peso y la precisión de la de su maestro y no vemos aquí esas magníficas escenas de acción de antaño, repletas de dinamismo cinematográfico.

La siguiente aventura, “Los Trovadores de Rocapico” (1995), es otro álbum poco memorable. Johan y Pirluit ofrecen su ayuda a Maximino, un joven que ha jurado refrenar su mal genio y no pelearse más para no ser desheredado por su padre, el
duque de Rocapico. Le acosan unos bribones al servicio de su codicioso hermano para incitarle y que pierda la herencia. La trama carece de gancho y dramatismo; los villanos están desdibujados y el clímax resulta apresurado y poco convincente. Tampoco los momentos de humor tienen la misma chispa que en los antiguos álbumes y el gag de Pirluit y el laúd se antoja repetitivo. Yvan Delporte fue una pieza fundamental en el éxito de la revista “Spirou” desde mediados de los cincuenta hasta finales de los sesenta y su buen criterio como redactor jefe reunió en torno a esa cabecera a talentos de primera línea (por no hablar de que fue cocreador, junto a Franquin, del inconmensurable Gastón ElGafe). Pero treinta años después su ingenio había caído varios enteros. O quizá es que Johan y Pirluit, efectivamente, eran los hijos predilectos de Peyo y nadie sabía entenderlos tan bien como él.

Alain Maury, por su parte, entró en el estudio Peyo a finales de los ochenta y se formó dibujando Pitufos a mansalva en la revista protagonizada por ellos que Peyo autoeditó tras abandonar “Spirou”: historias cortas, pasatiempos, ilustraciones,
chistes… El maestro lo designó para ayudarle en el primer álbum de Johan y Pirluit para Lombard, tarea que abordó, como he dicho, ya en solitario tras la muerte de su mentor. Y aunque seguía el estilo del maestro, su técnica estaba muchísimo menos depurada. En estos álbumes resulta patente que se le dan bien las viñetas panorámicas con muchas figuras pero en los planos más cercanos su dibujo no tiene en absoluto el encanto del de Peyo. Su línea es más fina, menos firme y elegante que la de aquél, y los personajes carecen de su precisa caracterización, perfecta síntesis y divertida expresividad. ¿Es Maury un mal dibujante? No, sencillamente, los zapatos que tenía que llenar le venían grandes y tampoco fue un alumno tan aventajado como en su día lo fueron Gos o Walthery.

En “La Noche de los Brujos” (1998) se aprecian varios elementos que destacan respecto a la etapa clásica. Johan y Pirluit se topan en esta ocasión y de lleno con la magia. Un brujo malvado, Ubiquitas, está intentando hacerse con las tres piezas de un amuleto que le dará un poder absoluto. Le roba la suya al anciano Homnibus
y utiliza sus poderes de hipnotismo para volver a unos aldeanos, ya de por sí suspicaces e intolerantes, contra la joven bruja Myriam y su hija, Armandina, custodias de otra de esas piezas. Johan y Pirluit las ayudarán y escoltarán hasta el concilio de magos que se va a celebrar en la cima del Monte Pelado.

Es una historia un tanto banal que, como decía, contiene algunas inclusiones chocantes. En primer lugar, el protagonismo de dos mujeres fuertes que participan en la acción al mismo nivel que Johan y Pirluit. Peyo, como tantos autores de su época, fue para bien y para mal un hombre de su tiempo, consciente de que dibujaba historietas para muchachos y nunca quiso –o supo- otorgar a las mujeres un papel mínimamente sólido en sus argumentos. Pero claro, a finales del siglo XX, los creadores y su público habían cambiado mucho, la sensibilidad era otra y ya no solamente parecía adecuado sino hasta lógico hacer de las féminas partícipes de las aventuras.

El microverso que creó Peyo para sus personajes era una Edad Media bastante “blanca” extraída de los cuentos infantiles. No había grandes problemas, injusticias ni tropelías aparte de las cometidas por el villano de turno, noble o brujo,
cuyas motivaciones eran las del egoísmo y la codicia. Pero en “La Noche de los Brujos” Delporte y Culliford introducen la sombra del prejuicio, el fanatismo y la intolerancia. Las bondadosas brujas son perseguidas por los aldeanos sólo por ser diferentes, mujeres e independientes y no necesitan para ello ser hipnotizados por Ubiquitas. Es más, en un momento determinado un exaltado cura de pueblo rebosando odio exclama: “¡Hay que aplastar a esos diablos que nos rodean y amenazan! ¡El Cielo nos lo ordena! iAniquilemos a esas criaturas!”. Es difícil imaginar que Peyo hubiera lanzado un mensaje tan claro contra el clero medieval pero, como dije, los tiempos habían cambiado y a los lectores de las series juveniles probablemente ya no les chirriaba encontrar que éstas tocaran temas de actualidad o mucho más definidos y concretos que una maldad genérica y maniquea.

Por otra parte y como hemos visto, Peyo había incluido elementos mágicos diversos en sus aventuras: dragones, magos, brujos, hechizos… En esta ocasión sus sucesores van un paso más allá reuniendo un auténtico cónclave de criaturas extrañas venidas de todos los puntos del globo, desde los pitufos a quimeras pasando por hidras o gigantes. Como los puntos comentados más arriba, esta desviación respecto a la línea de Peyo no es ni buena ni mala en sí misma. Habían pasado treinta años desde que su creador dibujara el último álbum y probablemente era inviable seguir encerrado en la pequeña burbuja que había creado para los personajes. Que estos cambios satisfagan o no es cosa de cada cual. Lo que sí se puede asegurar con cierta objetividad es que las nuevas historias carecían de la chispa, el dinamismo, el encanto y el humor de las clásicas.

La colaboración entre Thierry Culliford e Yvan Delporte no fue todo lo bien que hubiera sido deseable. Aunque el primero era el guionista nominal y el segundo un colaborador, éste tendía a apoderarse del grueso de la historia haciendo cambios por su cuenta. Por otra parte, Culliford afirmaría que su colega tendía a dispersarse conforme avanzaba el guión de cada historia, lo que creaba problemas a todos los implicados a la hora de terminar el álbum. Ello llevó a que tras “La Noche de los Brujos” se disolviera esa asociación y pudiera entrar en Luc Parthoens como parte del equipo creativo.

Parthoens era otro miembro del Estudio Peyo que había entintado y guionizado varios álbumes de Los Pitufos y ahora, con Thierry Culliford y Alain Maury, barajan distintas opciones para el siguiente álbum de Johan y Pirluit. Se empieza a dibujar una aventura titulada “El Sueño de Ícaro”, en la que Pirluit se mete a inventor. Pero tras terminar seis páginas, Maury se da cuenta de que dibujar máquinas y artefactos no es lo suyo y abandonan el proyecto. Comienzan entonces “La Rosa de las Arenas” (2001), en la que Parthoens y Culliford figuran como guionistas.

La premisa del argumento es intrigante por cuanto supone la salida de Johan y Pirluit de su
pequeño mundo europeo de bosques, suaves colinas y castillos. El rey recibe la visita de Godofredo, un noble que décadas atrás acompañó al rey a las Cruzadas, donde fueron ambos hechos prisioneros por un emir local. De la hija de éste, Aicha, se enamoró Godofredo y es ella la que, desobedeciendo a su padre, ayudó a escapar a los cruzados. Ahora, mucho tiempo después, Godofredo ha recibido una petición de auxilio y rescate de su antiguo amor y, estando arruinado, acude al rey en busca de ayuda. Johan y Pirluit acompañarán a Godofredo a tierras musulmanas custodiando el rescate solicitado. Pero durante el viaje empiezan a suceder cosas extrañas que apuntan a que quizá Godofredo no sea tan honesto como aparenta.

No era la primera vez que Johan y Pirluit abandonaban su hogar (recordemos sus aventuras con los vikingos o en el País Maldito), pero desde luego, verlos viajar por los territorios áridos y rocosos del Próximo Oriente es una novedad. Volvemos a encontrarnos con una mujer fuerte y decidida y, todavía más llamativo, hay un momento de violencia nada habitual en la serie hasta ese momento: los protagonistas
encuentran una partida de sus hombres masacrados en una viñeta por otra parte bastante amplia; y al final de la peripecia uno de los personajes muere en los brazos de otro. Ciertamente no hay sangre ni violencia explícita (esto hubiera sido demasiado para una serie infantil-juvenil y una traición a Peyo), pero ese aparentemente pequeño paso es otra muestra de que la sensibilidad de autores y público había cambiado.

“La Rosa de las Arenas”, en mi opinión, es una aventura superior a las anteriores de la etapa post-Peyo: tiene paisajes y culturas nuevas, la intriga sobre el auténtico villano es eficaz y la historia de amor y obsesión que sirve de motor a la trama funciona bien. Pero el resultado final queda deslucido por un giro final forzado e inverosímil (incluso para una serie fantástica
como esta) y un dibujo desganado. Y es que el periodo de gestación de este álbum resultó ser demasiado largo por problemas a la hora de construir la historia e imposiciones editoriales para dar prioridad a otros álbumes de los Pitufos. Así que por el camino, Maury perdió el interés e incluso solicitó ayuda para terminar el dibujo a otro miembro del Estudio Peyo, Ludovic Borecki, algo que se hace fastidiosamente patente en la segunda mitad. Todo ello unido a los mediocres resultados de ventas, hicieron que Lombard cerrara definitivamente la serie.

Al final, y esto es una recomendación personal, los álbumes imprescindibles de esta serie para cualquier amante de la historieta franco belga son los escritos y dibujados por Peyo.

Nunca le gustó analizar en profundidad su obra y jamás dejó de sorprenderse por el éxito que alcanzaron “Los Pitufos”. “Creo que a la gente le gustan las historias sencillas, amables, sin violencia”, dijo. Una máxima, además, que se ajustaba a la perfección a la línea editorial de Dupuis, cuyo catálogo de personajes es probablemente uno de los mejores del comic europeo, personajes, como los de Peyo, pensados
para todos los públicos. A menudo esta etiqueta pretende esconder una obra netamente infantil, pero en el caso de “Johan y Pirluit” o “Los Pitufos” (como también en el de “Spirou”, “Natacha”, “Los Hombrecitos”, “Los Casacas Azules”, “Yoko Tsuno”, “Tif y Tondu”, “Isabel” y tantísimos otros) se ofrecían historias blancas, sí, pero perfectamente narradas y con unos personajes entrañables, en las que se mezclaban en dosis perfectas la aventura, el suspense y el humor y que podían también ser disfrutadas por cualquier adulto que no hubiera renunciado completamente a esa capacidad de maravillarse y disfrutar tan propia de la infancia.

El entorno en el que transcurrían las aventuras de Johan y Pirluit es el de una Edad Media
idealizada, idílica, más propia de los cuentos de fantasía y las fábulas que tanto disfrutaba Peyo de pequeño que de la realidad histórica. No había lugar en la revista “Spirou” –ni en la sensibilidad de los autores de comic de la época- para la miseria, la peste, las horribles guerras, las ejecuciones y las muertes prematuras. En lugar de eso, Peyo volcó aquí toda la imaginería que había absorbido en sus lecturas infantiles: trovadores, magos, cabalgadas, reyes bondadosos, nobles ladinos, dragones, duendes benéficos, bandidos, maleficios, pócimas mágicas, guerreros vikingos... Nunca trató de incluir mensajes políticos o abiertamente morales más allá de que sus personajes se comportaran de acuerdo a una ética propia de los héroes: generosos, valientes, honestos…

Desplegó también en esta serie un gran sentido del humor no sólo escenificando ingeniosos gags
físicos sino también en los chispeantes diálogos que mantienen los personajes, tan precisos en sus palabras y ritmo como en el dibujo. El de Peyo era un humor no limitado para su disfrute al lector infantil sino que también un adulto sin prejuicios hallará momentos verdaderamente divertidos en sus páginas. Por otra parte, su estilo gráfico sólo puede ser calificado como amable. De formas redondeadas y con influencia de la escuela Disney, Peyo maneja a la perfección su línea para caracterizar a los personajes en función de su papel en la historia (“buenos” o “malos”), dotarles de una desbordante expresividad y definir los entornos en los que se mueven, ya sean castillos, bosques, montañas, cavernas o aldeas, con los detalles justos para no recargar las viñetas –lo que lastraría el ritmo de lectura y la sensación de ligereza y elegancia visuales- pero sin caer tampoco en el minimalismo perezoso.

Narrativamente, Peyo es un maestro que creó escuela. No es que sus páginas ofrezcan
composiciones arriesgadas –Dupuis era un bastión del tradicionalismo tebeístico- pero sí una excepcional claridad y eficacia a la hora de mostrar qué ocurre, cuándo y por qué. Su capacidad para establecer el ritmo ideal de cada secuencia, descomponerla en las viñetas necesarias y simplificar al máximo las figuras y la acción dejando el grado justo de detalle, lo convierten en un insigne seguidor de Hergé, aunque su trazo redondeado y dinámico hacen de sus comics una lectura mucho más amable, ligera y alegre que los álbumes de Tintín. La suya es una línea clara no sólo adscrita a la Escuela de Marcinelle (en oposición a la Escuela de Bruselas ejemplificada por Hergé o Edgar Pierre Jacobs) sino que en no poca medida fue él quien creó las bases de esa escuela estética, narrativa e incluso conceptual.
 

“Johan y Pirluit” es, en resumen, un clásico del comic universal, una forma de entender el género de aventuras fantásticas y medievales que tuvo inmensa influencia (ahí está, por ejemplo, “Percevan”, un personaje cuya inspiración es inequívoca). Cuando Peyo dejó entrar a los Pitufos en la serie poco pudo imaginar que éstos no sólo fagocitarían ésta sino a sí mismo. El éxito mundial de los pequeños gnomos azules ha eclipsado injustamente las virtudes de “Johan y Pirluit”, una serie que hoy, cincuenta años después de la publicación de su último álbum, sigue siendo no sólo perfectamente legible sino muy recomendable para lectores de todas las edades.


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