17 abr 2018
1983- LAS MURALLAS DE SAMARIS – Schuiten y Peeters
El mundo del comic francés durante la década de los sesenta y primeros setenta estuvo fuertemente impregnado de la influencia de una cabecera, “Pilote”, cuna de grandes personajes como Astérix y Blueberry. Fundada en 1959 con una orientación juvenil, a comienzos de los años setenta, la revista trataba de reencontrar su lugar en un panorama creativo muy distinto dominado no por los editores sino por los autores, ansiosos de experimentar y producir material más sofisticado que difícilmente tenía cabida en la orientación hasta entonces eminentemente clásica de la revista.
Uno de esos autores fue Jean Giraud, que con guiones de Charlier había dado vida al teniente Blueberry desde 1963 a 1973. Tras llegar al convencimiento de que “Pilote” no era el soporte adecuado para comics de corte más adulto, se marchó y fundó con otros colegas la revista “Métal Hurlant”. Utilizando el seudónimo de Moebius, empezó a realizar para ella trabajos vanguardista, como el mudo “Arzach”. Entre 1975 y 1976, colaboró con Alejandro Jodorowsky en el fallido proyecto de adaptación cinematográfica de “Dune” y varias de las ideas que barajaron para aquél acabaron siendo recicladas para la saga de “El Incal”, una colección de ciencia ficción en seis volúmenes publicada entre 1981 y 1989.
Este proceso de maduración del comic en su vertiente más popular iniciado en Francia, acabaría trasladándose, con algo de retraso a Inglaterra, (gracias a autores como Alan Moore) y Estados Unidos (Howard Chaykin, Frank Miller), si bien en estos casos dicha evolución giraría básicamente alrededor del comic de superhéroes. El comic mainstream, de esta manera, alcanzaba en temas y narrativa al anterior pero siempre más minoritario tebeo underground.
Mientras “Métal Hurlant”, “El Incal” y otras obras coetáneas llevaban los comics de ciencia ficción y fantasía al terreno conceptual y gráfico más adulto, el editor belga Casterman ya venía siguiendo una línea similar, si bien de manera menos ostentosa. Así, por ejemplo, en 1973, el mismo año en el que Giraud terminaba su etapa en “Pilote”, Casterman ofrecía el “Corto Maltés” de Hugo Pratt, una evolución hacia la madurez del género de aventuras. En 1978, cuatro años después de la fundación de “Métal Hurlant”, Casterman lanzó su propia revista mensual dirigida a lectores adultos: “(À Suivre)”. En sus páginas podía hallarse también trabajo de género, pero solía ser más intelectual y menos “exhibicionista” que el de su contrapartida francesa. Fue precisamente en “(À Suivre)” donde el dibujante François Schuiten y el guionista Benoît Peeters iniciaron su saga de “Las Ciudades Oscuras” (La palabra “Oscura” puede llevar a engaño al lector no francés. En este idioma, ese término se utiliza con múltiples significados, entre ellos “misterioso”, “oculto” o incluso “recóndito”, adjetivos todos ellos que podrían aplicarse perfectamente al mundo imaginado por esos autores).
El consejo de la ciudad de Xhystos le pide a Franz que viaje a la lejana ciudad de Samaris con la misión de observar y realizar un informe que sofoque los rumores que circulan entre los habitantes del lugar. Hace tiempo que no llegan noticias de allí y los últimos viajeros que se dirigieron a esa ciudad nunca regresaron. A pesar de que los funcionarios intentan convencerle de que no hay peligro en la misión, Franz se muestra remiso; pero al final accede ante la suculenta recompensa que le prometen en forma de dinero y promoción social. Sus amigos le advierten y le recriminan su imprudencia y su amante, Anna, cuya hermana también desapareció tras partir a Samaris, lo abandona al enterarse de que estará fuera dos años. Pero Franz ha dado su palabra y no puede echarse atrás.
El comic nos muestra a continuación una quizá demasiado larga secuencia en la que Franz viaja durante semanas por vastas extensiones desiertas, primero saliendo de la ciudad de Xhystos por tren hasta alcanzar la frontera y luego por aire, deslizadores y barca hasta llegar a su destino. Con cada etapa, de alguna forma, Franz parece estar desplazándose no sólo en el espacio sino también y sutilmente, en el tiempo.
La atmósfera que reina en Samaris es extraña: todo el mundo parece distante y por mucho que se esfuerce, Franz tiende a perderse por las calles, incapaz de reconocer de un día para otro la configuración de las mismas. No hay niños y, de hecho, apenas habitantes. Los pocos que hay, además, no aparentan realizar ningún oficio ni tener propósito alguno más que pasear sin rumbo, como invadidos por un letargo. En un café conoce a Carla, una atractiva mujer que se parece extrañamente a Clara, la hermana menor de Ana. Día tras día, como si estuvieran atrapados en una especie de bucle sin fin, ambos repiten el mismo encuentro superficial, con igual duración y casi las mismas palabras. Con el paso de los días y luego semanas, a Franz le invade un sentimiento de monotonía, de repetición, de aburrimiento. Deseando escapar de ese ambiente opresivo, de una ciudad en la que nada parece cambiar pero todo luce misteriosamente distinto cada día, Franz le propone a Carla que se marche con él pero ella, angustiada, se niega. Poco después él descubre que toda la ciudad es una gran mentira, que es una suerte de extraño ente que se alimenta del espíritu de los viajeros que llegan hasta ella…
Sobre los inicios de Schuiten, ya hablé en la entrada que dediqué a su obra en colaboración con Claude Renard, “Las Medianas de Cymbiola” (1980). Fue a comienzos de los ochenta cuando se reúne con su viejo amigo y escritor, Benoît Peeters, para lo que se iba a convertir en el primer álbum de “Las Ciudades Oscuras”: “Las Murallas de Samaris”, que en el momento de su publicación seriada en “(À Suivre)” entre junio y septiembre de 1982, fue concebido como una historia autónoma. (Aquel año, por cierto, aparecía también el segundo volumen de “El Incal” y Alan Moore empezaba a publicar su trabajo en la revista “Warrior”). Un año después, era recopilado en álbum y alabado unánimemente como uno de los mejores comics del momento. La saga que surgiría a partir de aquí, “Las Ciudades Oscuras”, se convertiría en una ambiciosa y exclusiva obra que se alargaría décadas, que se extendería por múltiples formatos (comics, exposiciones, libros, documentales, sitios web…) y que convertiría a sus autores en grandes figuras del comic.
La narración de Peeters es extremadamente concisa y ambigua. Dejando al margen su arquitectura, prácticamente nada se nos cuenta acerca de Xhystos con excepción de que está gobernada por un consejo. Lo mismo ocurre con Samaris, de la que sólo se aportan breves e inquietantes pinceladas. Y con el protagonista, cuyo pasado y circunstancia personal jamás se desvela. El efecto es como si de repente nos hubieran dejado en un país extraño sin guía de ningún tipo. Esta sensación de inmersión en una cultura desconocida puede ciertamente provocar confusión, pero también es fascinante porque anima al lector a releer, a volver atrás buscando pistas y repasando las frases a la búsqueda de fragmentos de información. Peeters no deja al azar y Schuiten ayuda con su dibujo a ralentizar la lectura y apreciar sus viñetas mientras nos vamos sumergiendo en el misterio.
Este es uno de los atractivos de “Las Murallas de Samaris” y de la saga de las Ciudades Oscuras en general: imponer una lectura pausada que permita al lector ir rellenando los huecos dejados a propósito por los autores. Por ejemplo y como he dicho, en ningún momento se aporta información concreta sobre Xhystos, pero lo que ocurre y lo que dicen los personajes nos lleva a deducir que está gobernada por una suerte de régimen burocrático vagamente autoritario. Incluso la forma de vestir y expresarse de Franz sugiere que él pertenece a esa casta de burócratas.
Es difícil resumir de qué trata “Las Murallas de Samaris”, pues tiene un extraño desarrollo y un final sorpresa que no sólo no resuelve el misterio inicial sino que plantea nuevos enigmas. Es una historia de intriga, claro está, pero también se puede leer como un relato sobre el aprendizaje y madurez de un personaje (que, en este caso, ya es adulto) al descubrir su verdadera naturaleza y la del mundo que le rodea. Tiene también un nivel de parábola social sobre la represión del mundo contemporáneo –o, quizá, del de cualquier época- en el que los individuos se ven obligados a vivir según las expectativas de la sociedad hasta convertirse en simulacros, en mentiras. Para ilustrarlo, los autores utilizan la arquitectura de Samaris, tan falsa en el fondo como el espíritu de muchas sociedades modernas.
Esa crítica social tiene un carácter netamente europeo. La cultura de Xhystos y la atmósfera de Samaris, de hecho, son hasta cierto punto una trasposición de ese síndrome letárgico que parece aquejar a las culturas europeas. Peeters describió a Xhystos como “calma y algo fatigada, casi maternal en su envolvente poder”. Es una ciudad-estado burocrática rebosante de hermosos edificios pero carente de esa efusividad emocional que los americanos dan por hecho.
Precisamente, la representación de “Las Ciudades Oscuras” como variaciones utópicas –sobre todo desde el punto de vista arquitectónico más que social- de un pasado es algo que también viene muy unido al talante europeo. Los norteamericanos tradicionalmente sitúan su “Edad Dorada” en el futuro y, por tanto, su sueño utópico siempre queda fuera de su alcance. Las naciones europeas, en cambio, pueden pensar en diferentes “Edades de Oro”, pero estas siempre se localizan en el pasado, ya sea la antigua Grecia o Roma, o los imperios español, francés o británico. Ambas interpretaciones tienen sus ventajas e inconvenientes. El corto recorrido histórico de América ha llevado a sus habitantes a esperar un futuro lleno de posibilidades, pero también al temor de que éstas se concreten en decepción. En cambio, en Europa, cuyas ciudades están construidas a base de edificios de siglos de antigüedad, uno puede sumergirse en la riqueza de su historia, pero también ahogarse en el estancamiento, el letargo, la monotonía y la ausencia de sueños para el porvenir. Esa suerte de congelación en la Historia es precisamente lo que parece sucederle a los inmutables “habitantes” de Samaris)
El guión es hasta cierto punto tan desconcertante como su desenlace: empieza como una aventura, continúa como una investigación policiaca y se transforma en una pesadilla kafkiana –el nombre del protagonista, Franz, no es casual-. No es fácil hacer un resumen más extenso puesto que Peeters se las arregla para contar bastante más de lo que la extensión del álbum, cuarenta y cinco páginas, podría hacer pensar. Valga decir que en el curso de su peripecia, el “héroe” lo perderá todo: su amor, sus referencias espaciales y temporales y su propia identidad.
Pero es que en este, como en el resto de los álbumes de Las Ciudades Oscuras, la historia y los personajes importan menos que la arquitectura y su capacidad para construir atmósferas. A menudo paseamos por las ciudades sin darnos cuenta de la influencia que la arquitectura y su primo, el urbanismo, ejercen sobre nosotros. Los edificios, sus formas, sus materiales, sus adornos, su disposición interna y externa, la forma en que se relacionan con las construcciones cercanas, cómo filtran y reflejan la luz… todo ello despierta emociones en nosotros de las que no somos totalmente conscientes, pero que sin duda existen. ¿Por qué si no ciertos edificios, calles o plazas pueden transmitirnos belleza, equilibrio, serenidad, recogimiento o espiritualidad, y en cambio otros provocan claustrofobia, incomodidad y rechazo?
Esto es algo que cualquier arquitecto comprende y buena parte de su tarea consiste no sólo en construir estructuras funcionales y habitables, sino un entorno en el que sus residentes puedan sentirse bien. Como hijo de arquitectos que desde la niñez bebió del amor por la geometría y las formas, Schuiten entiende perfectamente ese principio y en “Las Ciudades Oscuras” lo combina con la imaginación más desbordante, un profundo conocimiento de la historia de la arquitectura y la pasión por la narración gráfica, para crear ciudades imaginarias que sirven de decorado a historias imaginarias. De hecho, tanto en “Las Murallas de Samaris” como en los álbumes que la seguirían, lo importante no son tanto la trama y los personajes como la forma en que la arquitectura y el urbanismo condicionan la Historia, la civilización, la forma de relacionarse de sus habitantes e incluso cómo el lector interpreta y disfruta de cada cómic.
Las ciudades reales, las de nuestro mundo, son normalmente un batiburrillo de estilos, un conjunto a menudo poco homogéneo de edificios y estructuras levantados en diferentes épocas que, según el momento y el lugar, conviven de formas más o menos armoniosas. Las ciudades del universo creado por Schuiten y Peeters parecen en cambio erigidas desde cero por un visionario siguiendo un solo estilo y técnica arquitectónicos y un único plan urbano.
Xhystos utiliza casi exclusivamente una variación imaginativa de la arquitectura del acero y el cristal, con amplias avenidas por las que circulan tranvías, un planteamiento visual propio del último tercio del siglo XIX. Schuiten aprovecha esta localización nacida de su fantasía para rendir homenaje al Art Nouveau y, concretamente, al trabajo de Victor Horta, el arquitecto belga responsable de gran parte de la Bruselas del siglo XIX. Pero mientras que en nuestro mundo ese estilo apenas tuvo tiempo para desarrollarse y sólo dio lugar a edificios puntuales perdidos en sus respectivos contextos urbanos, en Xhystos el Art Nouveau tuvo la oportunidad de extenderse hasta el punto de abarcar toda la ciudad. Utilizando no sólo edificios reales sino planes que se hicieron en 1900 para las ciudades soñadas del futuro, Schuiten y Peeters concibieron Xhystos, según sus propias palabras, como “una Bruselas totalmente reinventada por alguien como Horta”.
Por su parte, la arquitectura de Samaris es bastarda y enigmática, a su manera tan fascinante como la de Xhystos. Los edificios son altos y mezclan elementos barrocos como las molduras o los muros de color amarillo con otros extraídos de la arquitectura persa, como las torres coronadas por cúpulas. Mientras que el cristal y, por tanto la transparencia, dominaban Xhystos, la característica de Samaris es la opacidad de sus muros: apenas hay ventanas y las que Franz encuentra están tapiadas o son falsas. Además, el tamaño de las construcciones remite al colosalismo totalitarista europeo, dimensiones que empequeñecen e intimidan a los habitantes que circulan entre ellas.
Si los edificios nos sugieren principalmente un marco temporal que correspondería a nuestro siglo XIX, la tecnología en cambio obedece a la estética y principios del steampunk sin el vapor y la contaminación: vehículos que se dirían extraídos de la imaginación conjunta de Leonardo da Vinci y Julio Verne y cuyos fascinantes diseños también pasarían a formar parte del espíritu de la serie.
Como dije, el verdadero protagonista de la saga de Las Ciudades Oscuras es la arquitectura. Samaris es una ciudad sin edad que utiliza todo tipo de trucos (trampantojos, paneles móviles, etc) para engañar al forastero, como si fuera una anciana dama que recurriera al maquillaje y la iluminación para ocultar sus achaques; o una flor carnívora, como el emblema que la representa, dispuesta a alimentarse de los insectos-viajeros que llegan a ella. La ciudad es un personaje y la arquitectura es su brazo armado.
Porque estos subterfugios y espejismos tienen un destinatario: bien los habitantes humanos, bien los viajeros casuales. A veces, el objetivo de las maquinaciones de la ciudad es toda la población; en otras ocasiones la víctima es un solo individuo, incapaz de enfrentarse a una fuerza que le sobrepasa por competo. Poco a poco, la arquitectura va empujándolo primero hacia la confusión y luego hacia locura, como es el caso de Franz, cuyo cuestionamiento de la realidad exterior a él se acaba extendiendo a la interior. Es un planteamiento este, el de la “realidad” como engañoso decorado, que no le hubiera resultado extraño a Philip K.Dick y que también adoptaron luego cineastas como Andrew Niccol (guionista de “El Show de Truman”) o Alex Proyas (director de “Dark City”).
El suave coloreado de tonos pastel resalta por una parte la cualidad onírica de la aventura de Franz; y por otra, el realismo y la minuciosidad con la que Schuiten diseña tanto los edificios como otros elementos menores (vehículos, muebles, vestuario…), todo ello con una extraordinaria elegancia y refinamiento. Es cierto, no obstante, que sus páginas, sus viñetas, transmiten cierta sensación de rigidez, de estatismo, que no convencerá a muchos lectores. Obviamente y tratándose de comics que versan sobre el poder de la arquitectura y la impotencia de los humanos que la construyen, es un efecto buscado. A cambio de la innegable brillantez en la construcción de fondos y atmósferas, el comic cede vida y calor humanos. Sus figuras se asemejan a marionetas o robots, posando y moviéndose con poca fluidez y con una expresividad facial y corporal muy limitada. En todo momento, en cualquier escena y viñeta y aunque éstas estén centradas en los personajes, la vista se desvía indefectiblemente hacia su entorno. Con todo, el magnífico trabajo de Schuiten en esta saga le llevaría a recibir no sólo premios de público y crítica, sino encargos oficiales para diseñar estaciones de metro en Bruselas y París, murales y pabellones para exposiciones internacionales.
Las páginas alternan viñetas de menor tamaño, sobre todo centradas en los personajes y que sirven para hacer avanzar la acción o proporcionar información al lector; y otras de mayores dimensiones que son las encargadas de construir la atmósfera general. El guión es lineal y siempre narrado desde el punto de vista de Franz, figurando sus pensamientos en cuadros de texto de fondo pastel, mientras que los diálogos se insertan en los clásicos bocadillos de fondo blanco. La primera parte (once páginas) transcurre en Xhystos y consiste en la preparación del viaje que se desarrolla en la segunda parte (cinco planchas). El segmento de Samaris (24 páginas) permite al lector ir “descubriendo” el secreto de la ciudad al mismo tiempo que el protagonista. Las últimas planchas sirven de inesperado remate a la extraña aventura.
En “Las Murallas de Samaris”, Schuiten y Peeters tuvieron la brillante idea de fundir el asombroso talento del primero para imaginar arquitectura fantástica con tramas de contenido filosófico. Sería una combinación que a partir de este momento constituiría el núcleo de sus obras posteriores, empezando por el siguiente volumen de la saga, “La Fiebre de Urbicanda”, en el que la arquitectura y sus efectos sobre el hombre tendría un papel todavía más importante que en “Samaris”. Álbum a álbum, ciudad a ciudad, formato a formato (a veces en blanco y negro, otras en color, a veces con abundante texto, otras con el mínimo posible, presentados como un comic, como una guía de viajes o un cuento), ambos autores construirían un personalísimo universo en la forma de un continente punteado por ciudades-estado extrañas y fascinantes que han desarrollado civilizaciones y arquitecturas muy diferentes.
“Las Murallas de Samaris” es, en definitiva, un álbum original, intrigante y de gran belleza gráfica, con imágenes sugestivas que permanecen en la retina mucho tiempo después de haber cerrado la última página. Es un trabajo de juventud para ambos autores, todavía con muchos fallos pero aún con más virtudes. Puede que su breve extensión no sea suficiente para desarrollar convenientemente todas las ideas que propone, pero ello en absoluto les resta interés.
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