25 jun 2025

1946- SPIROU Y FANTASIO – Franquin (Y 9)

 

(Viene de la entrada anterior)

 

Para el que sería el decimoctavo álbum del Spirou de Franquin, el autor, avanzado el año 1961, presentó al editor Charles Dupuis las primeras páginas de su nueva aventura, en la que participarían el Marsupilami… y Zorglub. Dupuis no veía con buenos ojos la inclusión de este peculiar villano en un tercer álbum tras “Z como Zorglub” y “El Hombre de Z” (cronológicamente, vendría después “Spirou y los Hombres Burbuja”, pero esta aventura se serializó en “Le Parisien Liberé” y apareció en álbum en 1964, después del momento del que ahora estamos hablando). Por otra parte, el tradicionalismo de Dupuis no le permitía estar demasiado en sintonía con la tecnología futurista y el aire de ciencia ficción que rodeaba a Zorglub. Así que puso el veto.

 

Franquin tenía que encontrar otra historia y, además, hacerlo pronto porque Spirou no podía faltar durante mucho tiempo a su cita con los lectores en la revista que llevaba su nombre. Pide ayuda a sus amigos Peyo, Roba y Delporte, pero nada sale de esas reuniones, así que llama a Greg, con quien ya había colaborado en algunos de los mejores álbumes de la serie (los dos de Zorglub, “El Viajero del Mesozoico”, “El Prisionero de los Siete Budas”) y que ahora estaba centrado en su personaje “Aquiles Talón” para la revista “Tintín”. Greg acude al rescate y entre los dos dan con la idea nuclear del argumento. Mientras Greg termina de perfilar el guion, Franquin da largas en la revista publicando gags con el Marsupilami que preceden al arranque de la peripecia propiamente dicha y que nunca llegarán a aparecer en la edición en álbum.

 

Fantasio se presenta en casa de Spirou para hacerle una demostración de la radio miniaturizada que ha comprado, tan pequeña como potente. Exasperado por el ruido, Spip muerde a Fantasio en la pantorrilla, éste deja caer el aparato y el Marsupilami se lo traga confundiéndolo con un caramelo. Pero la radio, instalada en la nariz del animalito, sigue emitiendo a todo volumen impidiendo descansar a ninguno de los implicados.

 

Un vecino radioaficionado, Marcelin Switch ha estado comunicándose clandestinamente con el rey de una pequeña nación centroeuropea, Bretzelburg, el cual se halla a todos los efectos prisionero de su general en jefe, Schmetterling. Cuando una interferencia dificulta sus comunicaciones, Switch empieza a rastrear su origen, encontrándolo en casa de Spirou y, concretamente, en el transistor alojado en la nariz del Marsupilami. Tras escuchar la historia de Switch, Spirou, acompañado de éste, lleva al Marsupilami al veterinario mientras Fantasio accede a cuidar de la casa de aquél hasta que llegue la señora de la limpieza. Sin embargo, es secuestrado por dos agentes de la policía secreta de Bretzelburg que lo confunden con el interlocutor radiofónico del monarca.

 

Al regresar, Spirou y Switch se enteran por la policía de lo sucedido y el segundo no tarda en percatarse de que era él tras quien iban los agentes extranjeros. Spirou, acompañado por un reacio Switch, emprende viaje a Bretzelburg mientras Fantasio se enfrenta a la tortura y el general Smetterling intriga para iniciar una guerra contra Maquebasta, el país vecino.

 

Franquin llegó agotado a este su penúltimo álbum del personaje, tras quince años dirigiendo su destino a un ritmo capaz de triturar a cualquier profesional. Pero es que, además, creó durante todo este periodo a “Modesto y Pompón” para la revista competidora de Dupuis, “Le Journal de Tintin”, imaginó a Gastón, aportó innumerables portadas y dibujos para “Spirou” y colaboró con otros autores (como Jidéhem en su serie “Sofía”).

 

Y lo que tenía que pasar, pasó. Después de publicar unas quince páginas de “QRN en Bretzelburg”, Franquin enferma. En diciembre de 1968, la revista publica una página editorial firmada por Yvan Delporte explicando la interrupción de la aventura y deseándole a su autor estrella una pronta recuperación. Fatiga extrema, colapso nervioso, depresión… sea lo que fuere, Franquin se retira temporalmente. A su dolencia psicológica se suma una hepatitis viral que le deja incapacitado durante meses. Se marcha a pasar un tiempo con su hija Isabelle y, en contra del consejo de los médicos y con la ayuda de su asistente Jidéhem, sigue trabajando, pero no en Spirou y Fantasio, sino en su personaje favorito, Gastón Elgafe, cuyo gag semanal aparece en portada.

 

Entretanto y como no podía dejar abandonado a su personaje estrella, la editorial aprovecha para serializar en las páginas de “Spirou” la aventura “Las Miniaturas”, que originalmente, en 1958, había aparecido en el diario francés “Le Parisien Libération”. Cuando se restablece lo suficiente, lo primero que tiene que hacer Fraquin es completar la aventura inconclusa, cosa que hace a partir de abril de 1963, terminándola en diciembre de ese mismo año. Para entonces, su relación con Greg se ha deteriorado. El guion se aleja mucho de la sinopsis inicial y Franquin le da a la historia un rumbo que no comparte su compañero.

 

Tras su vuelta, Franquin ya no recuperaría el interés por Spirou. Sentía más que nunca que los personajes no eran realmente suyos y que el tipo de historias que quería contar ya no sintonizaban con las que el editor admitiría para su personaje emblemático. Después de este, ya solo hará un álbum más y seguirá adelante sin mirar atrás ni arrepentirse de su decisión.

 

“QRN en Bretzelburg” no tiene la calidad de los álbumes inmediatamente anteriores y puede decirse con bastante seguridad que tras el díptico de Zorglub, la serie perdió buena parte de su chispa e inspiración. Y, sin embargo y a pesar de las difíciles circunstancias de su gestación y desarrollo, es una historia fácil de leer. Adolece, eso sí, de una extensión demasiado larga, lo que repercute en una pérdida de ritmo y fluidez. La última parte, más o menos las diez páginas finales, cuando Spirou y Switch se reencuentran con Fantasio y el Marsupilami y luego con los luchadores de la resistencia, Trinitro y Helmut, se hace interminable, con una sucesión de giros superfluos. Pero antes de eso, el guion no se resiente tanto, probablemente porque su estructura y diálogos aún respetaban la sinopsis de Greg.

 

Sobre un esquema muy clásico (monarquía al estilo de Ruritania, rey prisionero de sus militares, confusión de identidades, infiltraciones y rescates) Franquin y Greg desarrollan una trama muy entretenida en la que dan salida a su germanofobia (al fin y al cabo, a Franquin y a Greg les tocó sufrir en su adolescencia e infancia respectivamente la ocupación nazi de su país) y su antipatía hacia los militares y traficantes de muerte, a todos los cuales los retrata o bien como imbéciles o bien como criminales sin escrúpulos. Mención especial merece el inquietante doctor Kosquis, verdugo oficial del régimen, que protagoniza algunas de las mejores escenas con sus peculiares e hilarantes métodos de tortura (y con los que Franquin, por cierto, esquivó la acción de la censura, particularmente vigilante en este tipo de pasajes potencialmente violentos).

 

El otro atractivo de esta entrega es, cómo no, el Marsupilami, la única creación que Franquin aportó al universo de Spirou y cuyos derechos conservará tras su abandono de la serie. Este prodigioso animal, al que Franquin dota de una vitalidad y dinamismo extraordinarios, protagoniza largas escenas ya sea como víctima (debido al transistor que se ha tragado y que le amarga la existencia) o como salvador providencial (cuando asalta una fortaleza completamente solo y libera a Fantasio). Franquin, quien acabó reconociendo haber atribuido excesivas habilidades a su criatura, corrige aquí la situación llevándola a sus inicios, esto es, el de un animal asombroso pero impredecible (por ejemplo, se toma su tiempo para atiborrarse en la cocina del doctor Kosquis antes de ayudar a Fantasio). Este cambio de enfoque es bienvenido, pero, curiosamente, al privar a sus sucesores en la serie de la posibilidad de seguir usando el Marsupilami, Franquin no le hará ningún favor a la serie ni a sí mismo: como él mismo admitirá más adelante, rompió la dinámica de grupo que tan bién funcionaba y cometió un error de juicio al estimar que su criatura tendría la suficiente entidad como para sacar adelante sus propias aventuras.

 

Visualmente, el colapso nervioso de Franquin es imperceptible y su dibujo no experimenta una pérdida significativa de calidad. Pero el maestro ya no es el mismo de los años 50, cuando su línea poseía esa mezcla de simplicidad, elegancia y vivacidad. Con el tiempo, su lápiz se ha vuelto más nervioso, con una línea un poco más áspera, muy dinámica pero menos fina. Técnicamente, parece que Franquin usó menos pluma y más pincel, lo que resulta en planos con acabados menos atractivos aunque, en ocasiones, consigue traducir artísticamente ciertas ideas de forma deslumbrante, como cuando los protagonistas a la fuga se arrastran por una galería subterránea para escapar del ejército de Bretzelburg).

 

La composición de página, eso sí, es bastante densa, sobre todo hacia el final, con planchas de más de diez viñetas. La expresividad de los personajes y el cuidado que se aplica a los fondos (ahora ya sin la ayuda de asistentes como Jidéhem) también son ejemplares para un dibujante que lidiaba con graves dificultades personales en aquel momento.

 

En resumen, que, pese a que la edad de oro de esta etapa ya quedó atrás y que la producción de la historia fue muy accidentada, “QRN en Bretzelburg” es una obra entretenida. Era difícil que Franquin tropezara de manera estrepitosa habida cuenta de su genio. Es irregular y dista de ser una de sus obras maestras, pero, como mínimo, nos ofrece un testimonio del proceso que llevó al fin de la asociación de Franquin con el personaje que lo inmortalizó.

 

“Los Robinsones del Rail” fue una curiosidad tanto en su formato como en su origen y argumento. En 1962, la SNCF, la sociedad ferroviaria francesa, decide lanzar una campaña publicitaria con el fin de promocionar el uso del tren, en retroceso ante el avance del automóvil particular y el avión. Como parte de la misma y con el objetivo de llegar a los adultos a través de los niños, se propone regalar a los usuarios más jóvenes un álbum de comic con una aventura que transcurra en un tren o esté relacionada con su mundo. Se le propone a Hergé, pero el padre de Tintín lo rechaza. La editorial Lombard, casa madre de “Le Journal de Tintin”, plantea otros posibles personajes, pero es Georges Troisfontaines, a cargo de la publicidad de la editorial Dupuis, quien acaba firmando el acuerdo: será un álbum protagonizado por Spirou y sus compañeros. El problema es que estamos ya en 1963 y, como he dicho, Franquin se encontraba en su momento anímico más bajo. Así que echará mano de dos de sus amigos y colaboradores: Yvan Delporte escribe el guion y Jidéhem (que ya había participado en el dibujo de algunos álbumes de Spirou) apoya en el apartado gráfico.

 

El guion se utiliza primero como base de un serial radiofónico emitido por una cadena francesa y otra belga; y luego se adapta como serial en prosa, publicado por capítulos en “Spirou” entre marzo y mayo de 1964. Se trata, por tanto, de una novela ilustrada, no de un comic.  

 

Con motivo del viaje inaugural del primer tren impulsado con energía atómica, Fantasio es invitado a bordo como periodista. Por desgracia, el único de la redacción disponible para acompañarle y transportar el equipo (porque emitirá en directo con un aparato de radio) es Gastón. Y, efectivamente, éste no tarda en hacer de las suyas, poniendo prematuramente el tren en marcha y cerrando la puerta de la cabina de control, de tal manera que nadie puede acceder a ella y detenerlo. A bordo sólo viajan el ministro de Transportes, el jefe de estación, el camarero del bar, Fantasio y Gastón. El tren, a toda velocidad, provoca el caos en el sistema ferroviario de varios países, que deben despejar el tráfico para no provocar una catástrofe que, antes o después, se prevee inevitable. Por supuesto, Spirou saldrá inmediatamente en ayuda de sus amigos y la crisis acabará solucionándose.

 

Ignoro si el álbum que contenía este texto ilustrado fue finalmente utilizado por la sociedad ferroviaria que lo encargó puesto que, al parecer, no quedó muy satisfecha con el resultado. Al fin y al cabo, se trataba de un obsequio promocional para pasar el rato durante el trayecto… en el que se narraba una historia de un accidente de tren que a punto está de terminar en tragedia y que decía bien poco de las medidas de seguridad de ese medio de transporte. Lo cierto es que, aunque las ilustraciones están correctas, la historia no es gran cosa. Pero sí demuestra algo: la genialidad de Franquin. Lo que sobre el papel, expresado con palabras y frases, no es más que un gag ramplón, él sin duda lo hubiera transformado en una joya del humor gráfico, con diálogos bien medidos y las figuras y expresiones precisas para conseguir la máxima comicidad. Nada tiene que ver, por ejemplo, este Gaston literario con el bienintencionado agente del caos al que, a partir de 1966 y semana tras semana, daría vida Franquin en la revista sin necesidad de extenderse más de una página.

 

“Los Bravo Brothers”, serializado en la revista “Spirou” entre octubre de 1965 y marzo de 1966, son 21 páginas de frenético e hilarante caos que señalan la dirección en la que Franquin deseaba ir en el futuro. Gastón Elgafe le regala por su cumpleaños a Fantasio tres chimpancés que compró a un circo que cerraba sus puertas. Los animales causan estragos en las oficinas de Dupuis y Fantasio no tiene más remedio que tomarse una dosis extra de tranquilizantes. Intentando poner fin a la crisis, Spirou parte en busca del adiestrador de los simios.

 

Esta peripecia es, a todos los efectos, un cruce entre el universo de Spirou y Fantasio por un lado y el de Gastón por el otro, aunque es éste último el auténtico motor de la trama y quien roba el protagonismo a los dos héroes nominales, sumergiendo todo el episodio en su alocado huracán de ocurrencias imprevisibles. Tan solo unos pocos meses después del término de la publicación de esta historieta en la revista, Gastón –que había sido creado por Franquin en 1957- obtendrá por fin página completa, la primera de las cientos que realizaría y con las que, en mi opinión, el autor conseguiría su obra maestra.

 

Lo que tenemos aquí, por tanto, es una especie de ensayo, de puesta de largo de Gastón en una aventura en la que Spirou y Fantasio ejercen de estrellas invitadas. Tengo que decir que Franquin consigue que durante toda la lectura no se me borre la sonrisa de la cara e incluso me arrancó varias carcajadas con su perfecto sentido del gag, frenético ritmo y divertidísima expresividad y sentido del movimiento. Ahora bien, hay que reconocer que no está a la altura de las historias de una página que no mucho después se convertirían en el formato principal para los gags de Gastón, más condensados e hirientes. La trama no es más que un pretexto para dibujar los animales que a Franquin tanto le gustaban (era un gran admirador del circo). Los tres monos devastadores que afligen a la redacción de Dupuis con un encadenamiento de desastres tan predecibles como espectaculares, son menos graciosos que Gastón con sus inventos o mascotas. La excusa argumental no es lo suficientemente sólida como para aguantar una veintena de páginas y el final es bastante absurdo. Con todo, ya lo he dicho, ofrece una lectura muy divertida y este episodio ha sido elogiado calurosamente por muchos seguidores de Spirou. Incluso, Dupuis lo reeditó en un álbum especial fuera de la serie ordinaria (originalmente, había aparecido reunido junto al siguiente del que hablaremos, “Pañales en Champignac”).

 

Tres años después de la accidentada publicación de “QRN en Bretzelburg”, André Franquin comenzó a trabajar en su decimonoveno volumen de “Las Aventuras de Spirou y Fantasio”, creyendo que estaba listo de nuevo. Listo para trabajar, puede ser. Pero, desde luego, no en Spirou. Para entonces, tenía claro que quería desvincularse del personaje y centrarse exclusivamente en Gastón. Una de las razones, ya la he apuntado, es el inhumano ritmo de trabajo que le imponía el editor, quien era muy consciente de que Franquin era el pilar de la revista. No sólo le exigía la presencia semanal casi ininterrumpida de las páginas de Spirou y Fantasio, sino que recurría continuamente a él para otra multitud de pequeñas colaboraciones en forma de portadas e ilustraciones para diferentes secciones.

 

Pero, sobre todo, Franquin ya está cansado de unos personajes que no siente como suyos, una sensación que no había ido sino acrecentándose con los años. Había heredado a Spirou y Fantasio de las manos de Jijé en 1946 y durante más de dos décadas había contribuido al mismo con más de mil planchas distribuidas en dos docenas de álbumes. No fue una decisión fácil porque, aunque los dos protagonistas, efectivamente, habían sido creaciones ajenas, él las había hecho suyas. Más aún, había creado a su alrededor todo un universo de lugares y personajes que sí eran “hijos” de su imaginación: el Conde de Champignac, el pueblo del mismo nombre y sus pintorescos vecinos, el Marsupilami, Palombia, Zantafio, Zorglub, Seccotine… Sin embargo, a esas alturas, ya sólo disfrutaba trabajando en sus creaciones originales, esto es, Gastón y el micromundo de las oficinas donde comete sus desmanes. Era en píldoras condensadas de caos y explosiones emocionales donde se sentía más cómodo, no con unos personajes, Spirou y Fantasio, con los que ya no sabía que hacer y que representaban una forma de entender el comic de aventuras que él deseaba trascender.

 

De todas formas, accedió a la petición de un, suponemos, angustiado Charles Dupuis, de realizar un último álbum. Y para ello, decidió imponer una idea que le había sido rechazada unos años antes: el regreso de Zorglub. Aunque éste iba a tener lugar en una historia en la que no tenían cabida los gadgets futuristas y las conspiraciones de altos vuelos. Sin embargo, su ilusión, que imaginamos ya no era mucha, se transformó rápidamente en una crisis de inseguridad que le llevó a buscar la ayuda de sus fieles amigos. Por una parte, Jidéhem se encargó de los fondos; y, por otra, acudió a su colega Peyo, otro de los maestros del comic mundial, con quien había comenzado a trabajar durante su aprendizaje en el estudio de Jijé en la década de 1940. Según recuerdan Peyo y su entonces ayudante, Gos (futuro creador de “Quena y el Sacramús”), sus contribuciones a la hora de desarrollar la historia fueron muy menores. Básicamente, lo que necesitaba Franquin era apoyo anímico y una mano amiga. 

 

Y, por fin, en octubre de 1967, empezó a serializarse el último álbum que realizó Franquin de “Spirou y Fantasio”: “Pañales en Champignac”.

 

Para distraer a Fantasio, quien se encuentra sumido en una crisis de nervios por exceso de trabajo en la redacción de Dupuis, Spirou lo lleva a visitar al Conde de Champignac, a quien no han visto en mucho tiempo. Al llegar al castillo del científico tras recibir enigmáticos comentarios de algunos vecinos relativos a la salud mental del sabio, lo encuentran exhausto, y con razón: tiene que cuidar de Zorglub, quien, víctima de su propia zorglonda –en el álbum “El Hombre de Z”-, ha retrocedido mentalmente al nivel de un bebé. El problema es que su cuerpo –y su consiguiente fuerza- son los de un adulto, lo que hace de las tareas habituales de cuidado de un infante (alimentarlo, bañarlo, sacarlo a pasear, hacerle eructar, vigilarlo) una tarea agotadora.

 

Spirou y Fantasio empiezan a a ayudar a Champignac con el fin de que éste reúna tiempo para investigar una forma de acelerar el progreso de maduración de Zorglub. Pero por los alrededores acecha un ex soldado del antiguo dictador, Otto Paparapap, quien, armado de un emisor de zorglonda paralizadora, se prepara para rescatar a su amado líder, a quien cree retenido contra su voluntad...

 

“Pañales en Champignac” es un álbum muy atípico, casi una deconstrucción de todo lo que había hecho Franquin con los personajes durante las dos décadas precedentes. Quizá por ese carácter de anomalía, que probablemente pudo permitirse por ser el broche final a su etapa, es por lo que siempre diría que éste fue uno de sus álbumes favoritos.

 

En 1963, Hergé publicó en álbum “Las Joyas de la Castafiore”, una historia que marcó la cima de su madurez como autor al tiempo que ponía de manifiesto su cansancio con el personaje y su deseo de subvertir el espíritu de las aventuras del mismo. De hecho, no había aventura en el sentido tradicional del término: toda la acción transcurría en la mansión del Capitán Haddock, el enigma a resolver no era más que un espejismo y todo se basaba en una cacofonía de malentendidos e incomunicación entre un conjunto de personajes reunidos bajo un mismo techo. Pues bien, algo parecido ocurre con “Pañales en Champignac”, que también transmite la sensación de fin de ciclo, aunque con un mayor grado de acidez y crueldad acorde con el humor del propio Franquin.

 

Empezando porque la historia arranca en la redacción de Dupuis para así introducir a Gastón, el personaje en el que, ya lo he dicho, quería centrarse Franquin. Personalmente, esta elección me parece algo discutible. De la misma manera que fue un error pensar que el Marsupilami podría sacar adelante en solitario su propia colección (al menos en aquel momento), los universos de Gastón y Spirou son incompatibles. Integrar al primero en cualquier historia del segundo potencia la comedia desaforada en detrimento de la aventura humorística que siempre ha sido el rasgo definitorio del botones, desvirtuando así al propio personaje. Spirou y Fantasio son unos aventureros que viajan por el mundo afrontando todo tipo de peligros y/o resolviendo enigmas y casos policiacos, no unos empleados de oficina condenados a trabajar entre papeles mientras soportan las ocurrencias del chico para todo (o, más bien, para nada) que es Gastón. Ese efecto se podía percibir claramente en “Los Bravo Brothers”, aunque aquí resulta menos obvio porque Gastón solo aparece brevemente al principio.

 

Ya en “QRN en Bretzelburg”, el personaje del torturador Dr. Kosquis parecía vehicular el hartazgo de Franquin traduciéndolo en un deseo de maltratar a los héroes (Fantasio en particular, al que Franquin escribió en estos años de una forma un tanto esquizofrénica al aparecer tanto en las aventuras de Spirou ejerciendo de simpático compañero del protagonista nominal, como en los gags de Gastón, donde era el superior jerárquico de éste, alguien claramente más irritable y desagradable). Franquin decidió aquí ir todavía más allá al mostrar primero a Fantasio al borde del agotamiento (reflejando su propio estado anímico) y luego al Conde de Champignac como un anciano desgastado por el cuidado de un Zorglub que ha retrocedido intelectualmente al estadio de un bebé. Se detecta una especie de deseo malsano de torpedear la serie y sus códigos, como si Franquin hubiera decidido de una manera mezquina desquitarse con personajes con los que ya no quería seguir relacionado.

 

Tampoco es esta una aventura, digamos, convencional –si es que este término es apropiado- de Spirou, sino un sainete doméstico con toques de screwball comedy del cine de los años 20 y 30 (la larga secuencia de Zorglub lanzado en su carrito a toda velocidad por la campiña y el pueblo) y un ridículo villano que da más risa que miedo. Incluso el icónico Turbotracción es sustituido por un Honda de lo más normal, como si Franquin deseara dejar atrás esa burbuja de fantasía en la que habían vivido los personajes desde su creación e introducir un hálito de realidad.

 

Y el final es coherente con todo lo anterior. O, mejor dicho, el primer final, publicado en febrero de 1968. En la última viñeta, todos los personajes que podrían contrarrestar la zorglonda (sobre todo Champignac y Zorglub, pero también Spirou, Fantasio y Spip) acaban paralizados por ésta, lo que, en la práctica, los condena a muerte por inanición. Una semana después, sin embargo, se publicaron las “auténticas” dos páginas finales, en las que la situación se soluciona para tener un cierre verdaderamente feliz. Colaboradores cercanos de Franquin, como Peyo o Delporte, niegan que aquél estuviera canalizando a través de este álbum su cansancio e incluso animadversión por los héroes. Otros comentaristas, en cambio, juntan todas las piezas y llegan a una conclusión opuesta. Sea como sea, Franquin ya no miró atrás y, salvo el Marsupilami, cuyos derechos conservó, no regresó al universo de Spirou.

 

En una larga entrevista concedida al escritor, director y gran amante del comic Numa Sadoul, Franquin reveló que su proyecto original había sido el de una ambiciosa trama que abarcaría dos álbumes, pero que lo abandonó porque requería demasiada documentación. Mostraría a Zorglub volviendo a la escuela, pasando de nuevo por la adolescencia hasta alcanzar la madurez mental y, quizás, liberarse de las frustraciones que lo convirtieron en un patético aspirante a dictador. No sé si ese planteamiento habría sido mejor, menos burlesco e hiriente, que el de “Pañales en Champignac”.

 

En cualquier caso, es un álbum sólo regular dentro de la carrera de Franquin (para la de cualquier otro autor, sería sobresaliente). La historia no es demasiado interesante y, excepto el primer final, resulta predecible. Por supuesto, tiene momentos que difícilmente otro artista habría podido igualar, como las luchas domésticas contra el Zorglub bebé o la carrera desenfrenada del cochecito con Zorglub en su interior, perseguido por Spirou y Fantasio por un lado y Otto Paparapap por otro.

 

El dibujo es también algo irregular. El sentido del movimiento de Franquin sigue siendo fabuloso, su narrativa es insuperable y la contribución de Jidéhem en los fondos hace que los diferentes ambientes (la campiña, el castillo, los pueblos) queden muy bien definidos. Pero la línea no tiene nada que ver con la de los mejores episodios de la etapa. Estamos aquí en pleno “modo Gastón”, con ese nerviosismo y tensión que caracterizaron la segunda parte de su carrera, y que supone una ruptura con la línea más elegante y a la vez dinámica de los álbumes de los años cincuenta.

 

Y eso fue todo. Franquin abandonó la serie llevándose consigo al Marsupilami. Entre su marcha y el comienzo de la siguiente aventura, “El Fabricante de Oro”, a cargo de su sustituto, el joven dibujante bretón Jean-Claude Fournier, se encarga de alguna portada, anuncios y dibujos que mostraban al personaje insignia de la revista. Luego, nada.

 

Hasta el final de su etapa con el personaje en 1981, Fournier le dio a Spirou un carácter más reivindicativo y ecologista, reflejando las inquietudes de la juventud contemporánea. A pesar de esta nueva dirección, no pudo mantener el nivel de creatividad y el ritmo vertiginoso que había impuesto Franquin. Tampoco pudo contar con la baza del Marsupilami, cuya presencia sólo autorizó excepcionalmente Franquin para la primera aventura. Personalmente, no me gusta demasiado el Spirou de Fournier y creo –como muchos otros amantes del personaje- que otros autores de la casa, como Seron o Jidéhem, habrían sido una opción más lógica, aunque también más continuista.

 

Cuando dejó las aventuras del botones, Dupuis propuso su continuación a dos tándems creativos. Por un lado, el prolífico guionista belga Raoul Cauvin (colaborador de la revista Spirou desde los años sesenta) y el dibujante Nic Broca, quienes solo realizaron tres episodios bastante discretos y poco memorables. Por otro lado, los también belgas Tome y Janry serían, a la postre, el equipo que llevaría a Spirou con éxito hasta el siglo XXI. Pero sobre eso ya hablé en una serie de entradas específicas.  

 

La etapa de André Franquin al frente de Spirou y Fantasio es, sin lugar a dudas, la más influyente y celebrada en la historia del personaje. Considerado por muchos como la Edad de Oro de la serie, el trabajo de Franquin elevó a Spirou de ser un comic simplemente simpático a una obra maestra del cómic franco-belga, marcando un antes y un después en el noveno arte.

 

Franquin poseía un talento gráfico excepcional. Su estilo dinámico y expresivo, caracterizado por un trazo vivo y caricaturesco, insuflaba una energía inigualable a cada viñeta. Sus personajes se movían con una fluidez asombrosa, y sus fondos, repletos de detalles ingeniosos, invitaban a la contemplación atenta. Pero la maestría de Franquin no se limitaba al dibujo; su capacidad narrativa era igualmente impresionante. Las tramas, a menudo improvisadas, rocambolescas y llenas de giros inesperados, combinaban a la perfección la aventura, el humor y, en ocasiones, toques de misterio o incluso crítica social: a la tecnología descontrolada, la burocracia, la ambición desmedida, las guerras, el estamento militar o la ciencia puesta al servicio de intereses políticos. 

 

Creó, además, personajes icónicos que desde entonces se han mantenido en el universo del personaje e incluso se han independizado en series propias, como el Marsupilami, el Conde de Champignac o Zorglub, que lejos de ser meros secundarios contribuían activamente al desarrollo de las tramas y al humor característico de Franquin.

 

En resumen: el impacto de Franquin en el cómic fue inmenso. No solo definió a Spirou y Fantasio para las generaciones futuras, sino que influyó en innumerables artistas y sentó las bases de todo un estilo mil veces imitado aunque rara vez igualado. Sus álbumes son considerados clásicos atemporales, fuente de ideas innovadoras, gags visuales hilarantes y un nivel de detalle que invita a releerlos una y otra vez. Su Spirou es una obra cumbre de la narrativa gráfica, un universo de personajes inolvidables y un testimonio del genio creativo de uno de los más grandes autores del cómic mundial. Su legado perdura, y sus álbumes siguen siendo una fuente inagotable de diversión y asombro para lectores de todas las edades.

 

 

3 comentarios:

  1. ¿Tiene alguna opinión respecto el álbum "El sulfato atómico" de Mortadelo y Filemón? Lo pregunto porque al parecer coge un poco bastante del argumento de "QRN en Bretzelburg" y de "El asunto Tornasol", de Tintín. ¿Le gusta ese cómic?

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    1. Sí, es un clásico del comic patrio.... Lo que pasa es que, en mi humilde opinión, Ibáñez no era Franquin. El talento para el dibujo y la narrativa de Franquin era excepcionales. En cuanto a Ibáñez, lo que más me gusta es 13 Rue del Percebe, que es algo que Franquin no creo que hubiera sabido ni podido hacer...

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  2. Cada cual tenía sus talentos, sus fallos y sus propias pretensiones. La verdad es que las historias de Ibáñez eran bastante repetitivas en lo que a argumento y situaciones se refiere, las historias de Franquin eran grandes aventuras cómicas mientras que Ibáñez las ideas las usaba para extraer gags y mas gags sin mucha preocupación por la tensión dramática (aunque la escena de los tanques de este álbum sí me la daba), y ojalá hubiera tenido más tiempo para afinar más los guiones y el dibujo como el quisiese, que recuerdo haberle leído diciendo que le habría gustado "ser más como Uderzo" y sacar menos álbumes, y que no disfrutaba haciendo las historietas, sino que haciendo alguna portada, metiendo detalles).

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