Puede que los lectores no sean conscientes de ello, pero la vida de un autor de comics suele ser ingrata, agotadora y angustiosa. Las innumerables horas pasadas frente al tablero de dibujo no se traducen en unos ingresos jugosos; la competencia suele provocar sentimientos de inferioridad; y las interminables sesiones de firmas en salones y ferias incrementan aún más una carga de trabajo ya de por sí abrumadora. El autor debe aceptar que su obra no interese a nadie; que no le comprendan; que le paguen poco, tarde y mal (o que ni le paguen); someterse al capricho de los editores o las exigencias del mercado en contra de sus valores artísticos; medirse frente a genios de talento inalcanzable… En fin, vivir en un estado de constante cuestionamiento personal, artístico y profesional durante el dilatado proceso de creación de un comic.
Pues bien, todo eso y más es lo que, con un tono de ácida sátira, retrata Daniel Blancou en “Sobra un Autor de Comic”, un álbum de gran formato con más carga autobiográfica de la que al propio autor probablemente le hubiera gustado.
Daniel es un autor de comics cuarentón, desengañado,
inseguro y quemado. Cuando va a ferias nadie está interesado en que le firme un
ejemplar y su editor no parece muy dispuesto a seguir apoyando sus proyectos de
comic “político”, con temas tan poco sabrosos como las dificultades de la
comercialización del gusano de harina en África Central o las consecuencias de
la gripe aviar en las Bocas del Ródano. No es de extrañar que sus comics no
interesen a nadie y que sólo pueda pagar las crecientes facturas gracias a unas
clases que imparte en una escuela de comic a cuyos alumnos desprecia y la
ilustración de tebeos infantiles a los que odia.
Pero he aquí que durante una de esas sesiones de firmas
alguien le reconoce: la farmacéutica de su barrio, quien le suministra
regularmente analgésicos para sus crónicos dolores de espalda. La mujer le
explica que su hijo adolescente Kevin también dibuja un poco y cuando le manda
de buena fe una muestra, Daniel se queda estupefacto por su enorme originalidad
y calidad, sintiéndose todavía más deprimido al comprender que, pese a sus
largos años de experiencia, jamás podrá alcanzar semejante nivel fruto tan solo
de un talento innato. Y, sin embargo, la única aspiración de Kevin es entrar en
la Escuela de Bellas Artes y someterse a los caprichos de una profesora sádica
y arrogante.
Cuando el editor cancela el proyecto en el que Daniel había
depositado todas sus esperanzas económicas, sólo se le ocurre una cosa:
presentar el borrador de Kevin como propio. Entusiasmado por lo que ve, el
editor se rinde ahora a sus pies y le manda un contrato muy generoso, pero con
unos plazos de entrega estrictos. El agobio de Daniel es todavía mayor: es
incapaz de continuar las pocas páginas de las que se ha apropiado y sus
intentos de engañar a un crecientemente alienado Kevin para que firme la obra
conjuntamente con él –y haga todo el trabajo-, fracasan.
“Sobra un Autor de Comic” dispara contra todo lo que se mueve en el mundo del comic –al menos el europeo-. El editor de Daniel opina cínicamente sobre la profesión de sus representados: “Mejor no hacerse ilusiones sobre un futuro en el comic. Para vender hay que gustar. Para gustar hay que convertirse en lo que la gente quiere. Para convertirse en lo que la gente quiere, hay que hacer sacrificios. O dedicarse a otra cosa”… Al mismo tiempo que su autor estrella, que tiene colas interminables de fans esperando a verle, afirma con despreocupada arrogancia lo contrario: “Tonterías. No hay que esperar la opinión de los demás. Yo sé desde hace mucho tiempo que lo que hago es genial”.
Se critica también con tanta gracia como amargura a un
mundillo que parece habitado por niños grandes que, o bien son ingenuos o bien mezquinos:
los editores aprovechados que pretenden que el autor trabaje en condiciones
infames y prácticamente gratis; editores faltos de empatía que dejan tirados a
sus autores por motivos puramente económicos pretendiendo que lo hacen por su
bien; autores estrella que nadan en un océano de egocentrismo jaleados por sus
admiradores; los entrevistadores ignorantes; quienes pretenden hacer pasar el
plagio por influencias y homenajes; los adolescentes cretinos que se dejan
manipular o que creen que sus ocurrencias más estúpidas valen tanto como
cualquier otra idea; cazadores de autógrafos, bien por fetichismo bien para
comerciar con ellos; la ceguera de los jurados que fallan premios; los autores
que se aprovechan del talento de quienes acogen como pupilos…
En otro nivel están los militantes fanáticos de la Alta
Cultura, que desde la Escuela de Bellas Artes se dedican a pontificar sobre el
sagrado conocimiento que allí se imparte, despreciando tanto a los masoquistas
alumnos que asisten fascinados a un chorreo de majaderías como a otras artes
que consideran inferiores –el caso del comic-: “Aquí enseñamos a hacer Arte. Sólo sois las excreciones de una cultura
popular putrefacta. Ya sois coprolitos. Mientras no asumáis que sólo sois la
materia fecal de lo que sustituye a vuestro talento, no tendréis un hueco en el
Arte contemporáneo. Debéis asumir vuestro flujo intestinal para ofrecerle
vuestras heces al mundo”.
El personaje de Kevin le sirve también al autor para
reflexionar sobre el lugar que ocupa el comic en el microcosmos artístico
actual, un medio que no parece saber realmente a dónde ir y a qué publico
apelar, prisionero de la agenda mediática y el deseo de agradar a las masas,
una presión que han soportado editores y autores durante mucho tiempo y que se
diría un precio demasiado alto a cambio de cierto tibio reconocimiento. Kevin
es también un recordatorio de que todavía existen artistas natos, gente capaz
de triunfar sin apoyo, medios ni experiencia (aunque en este caso aquél acabe
internado en un frenopático y quien se lleve los laureles sea otro).
“Sobra un Autor de Cómic” es, en fin, una especie de diario personal con un humor que Woody Allen hubiera aprobado en el que, inspirado por sus propias experiencias, Blancou construye un retrato muy poco clemente de un negocio, el de la creación y edición de comics, que resulta ser una jungla donde sólo los mejores, los inteligentes o quizá los afortunados, consiguen medrar. Y éstos son muy pocos. El resto, la inmensa mayoría, llevarán una existencia precaria, pasarán apuros para llegar a fin de mes y sólo permanecerán en el gremio si disponen de suficientes reservas de pasión.
Ahora bien, tampoco estamos aquí ante un ajuste de cuentas
personal del autor porque él mismo, quizá en un ejercicio de catarsis, se
coloca también en la diana. Como su personaje, la bibliografía de Daniel
Blancou es un tanto desconcertante, oscilando entre el comic infantil, el
humorístico y el documental. En este caso, se retrata a sí mismo (espero que
entrando ya en la ficción) como un plagiador, con escrúpulos y atormentado por
la culpa y el remordimiento, sí, pero plagiador al fin y al cabo; un tipo
inseguro que ha fracasado como autor y como profesor (ninguno de sus alumnos
hace demasiado caso a sus dispersas explicaciones y chistes malos y, de hecho,
ese empleo lo conserva por pura caridad del director del centro). Tuvo un único
momento de gloria a los 17 años cuando recibió un premio juvenil en el Salón de
Angouleme (algo que, por cierto, también consiguió el Blancou en 1995). Pero,
engañado por aquel efímero reconocimiento, se creyó en posesión de un talento
que en realidad no tiene y desde entonces ha malvivido en la profesión sin ser
capaz de interesar a nadie ni con sus comics socialmente comprometidos ni con
sus viñetas humorísticas, trabajando en lo que no le gusta, castigando su salud
y sufriendo continuos ataques de síndrome de la página en blanco.
Por otra parte, es de esperar que su falta no quede sin
castigo. Sí, al final del álbum gana una ristra sin precedentes de premios en
el salón más importante del continente, reconocimiento y dinero con una obra
que hace pasar por suya. Pero jamás va a poder escapar ya de la sombra de
aquélla. Editores y lectores le exigen una segunda parte que él, acongojado y
más inseguro que nunca, no hace más que demorar con excusas pobres sabedor de
que no será capaz de llevarla a cabo o, al menos, a la altura que se espera de
él. “Sobra un Autor de Cómic” es un tebeo abiertamente crítico con la industria
y quienes la componen, sí, pero la entrañable humanidad del protagonista
(porque el resto del reparto son básicamente caricaturas) impide que el
conjunto se deslice hacia el más absoluto cinismo y desengaño.
Y si Daniel, el personaje, no es capaz de llevar sus ideas
al papel, Daniel, el autor, sí ofrece una auténtica lección de dominio de los
recursos del medio, alejándose además del estilo que había utilizado en obras
anteriores, ya fuera en sus comics documentales o los infantiles. Para ilustrar
este tortuoso camino del fracaso lógico al éxito injusto y el tóxico ecosistema
en el que tiene lugar, Blancou no se limita a utilizar un solo estilo
narrativo. De hecho, intercala en la línea argumental principal, de tono
dramático, pequeños episodios cómicos y gags surrealistas, unas veces independientes
de aquélla y otras conectados temáticamente, jugando de paso con la composición
de página y el tamaño y forma de las viñetas de todas las formas posibles.
El dibujo es muy estilizado (recuerda en ocasiones a
nuestro gran Josep Coll, del “TBO”). Blancou no sólo se siente tan cómodo con
la pluma como con el pincel, sino que utiliza su línea minimalista, casi
infantil en apariencia pero muy sofisticada en el fondo, para insertar tanto
metáforas como alegorías gráficas. Así, tenemos ese patito que le acompaña a
todas partes y que (representando a una de las víctimas de la gripe aviar en
las que quería centrar su proyecto favorito) actúa como su Pepito Grillo; esa
escena callejera nocturna con un sabor casi art deco; la página-viñeta en la
que se muestra al protagonista perdido en un enorme laberinto que simboliza su
confusión mental; esa otra que plasma una pesadilla en la que se combinan,
deformados, diferentes elementos del drama que está
experimentando el autor; la
recreación tragicómica de una escena de “Titanic”…
Todo ello está coloreado a base de tonos muy básicos aplicados digitalmente remedando el antiguo sistema de trama de puntos. Esto contribuye a acercar el conjunto de la obra al campo del arte pop americano de los años 60 del pasado siglo, quizá recordándonos que esa fue la época en la que el arte se convirtió en un objeto comercial inserto en una dinámica capitalista.
Sin duda, los profesionales y los asistentes regulares a salones del comic se verán de una u otra forma reflejados en estas páginas a través del filtro de la ironía y la caricatura mordaz. Pero más allá de ellos, “Sobra un Autor de Comic” es igualmente recomendable para todo aquel que ame el medio y no sólo quiera profundizar algo en su no demasiado glamurosa trastienda sino disfrutar de una auténtica exhibición de sus posibilidades narrativas y estéticas.
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