Con “La Azafata y la Mona Lisa” (1978), Walthéry vuelve a demostrar su eclecticismo a la hora de abordar esta serie. Y es que “Natacha” es una colección impredecible que, de la mano de diferentes guionistas, va saltando de género a género con absoluta facilidad y sin perder coherencia: de la aventura exótica al thriller policiaco, de la intriga política internacional a la aventura arqueológica… para saltar ahora a una historia de época.
Y es que en esta ocasión nos encontramos nada más y nada menos que con los abuelos de Natacha y Walter, que se conocieron en 1929 y que son físicamente iguales a sus descendientes. De hecho, tienen hasta los mismos nombres y mantienen una dinámica similar entre ellos. La Natacha “abuela” era pintora y conservadora del museo del Louvre, está casada y tiene una hermana que vive en Inglaterra. El abuelo de Walter, por su parte, es un excelente piloto, casado (nunca llegamos a ver a su esposa, pero su matrimonio parece algo accidentado) y padre de dos gemelas (una de las cuales, claro, es la madre de Walter).
Varios de estos detalles, sin embargo, se desvelarán en álbumes posteriores porque este recurso, quizá un tanto burdo e inverosímil pero desde luego eficaz, de situar a los que básicamente son los mismos protagonistas de las historias regulares en un contexto histórico diferente, gustó tanto a los lectores como al propio autor (que así tenía la oportunidad de cambiar de registro y dibujar vehículos, vestuario y ambientación de otros tiempos) que volvería a utilizarlo no mucho tiempo después, dándole un recorrido más extenso que las 22 páginas de esta ocasión. Pero a eso ya llegaremos.
La apertura de la aventura es casi ya una tradición en la serie: Walter conduciendo su moto (en este caso un sidecar) y sufriendo un accidente. Al poco, aparece Natacha en su automóvil y lo recoge. Ambos van a verse emparejados inmediatamente en una arriesgada misión secreta: transportar por avión el famoso cuadro de Da Vinci, la Gioconda, de Francia a Londres. Por supuesto, nada sale como estaba planeado: Walter se equivoca de aeroplano, se queda sin combustible y ha de realizar un aterrizaje forzoso, se ven envueltos en un combate aéreo con agentes alemanes que quieren robar el lienzo, caen en el mar… Por supuesto, al final y pese a las apariencias, todo sale bien y la aventura sirve para que, justo al final, descubramos que todo lo narrado es un recuerdo compartido de “nuestros” Natacha y Walter mientras viajan en uno de sus vuelos regulares, descubriendo que sus ancestros se conocieron y reforzando así aún más si cabe sus propios lazos de amistad.
“La Azafata y la Mona Lisa” es, por tanto, una historia ligera pero muy bien contada inspirada además en un hecho real: el sonado robo de la “Mona Lisa” del museo del Louvre en 1911 (fue recuperado casi tres años después), delito que, por otra parte, ayudó a consolidar la fama del cuadro y convertirlo en un icono de la cultura universal.
Este álbum viene completado por otra historia, “Natacha y la Guerra de los Monigotes”, un homenaje del propio Walthéry a sus compañeros de la redacción de “Spirou”. El vuelo que atienden Natacha y Walter y que pilota el comandante Turbo, es un chárter que transporta a Niza a la plantilla de dibujantes de Dupuis para que asistan a una feria del libro. Pero resulta que el avión es secuestrado y dirigido a una isla griega propiedad de un multimillonario cuya intención es, para complacer a sus pequeñas gemelas, obligar a los artistas a dibujar para ellas un álbum nuevo y exclusivo de sus respectivos personajes. A tal efecto, ha dispuesto un taller completo, custodiado, eso sí, por su ejército personal.
Esta historia no es más que una anécdota alargada sin pies ni cabeza de la que sólo sacarán auténtico jugo y diversión aquellos aficionados y conocedores de la escudería de la editorial Dupuis de los 70. Y es que Walthéry disfruta dibujando a sus compañeros y subrayando, de forma tan caricaturesca –incluso cáustica- como tierna, los principales rasgos de su personalidad. Ahí podemos ver a Franquin, Hubinon, Jidéhem, Peyo, Morris, Cauvin, Jijé, Lampil, Will, Tilleux o el propio Walthéry entre otros. Es, por tanto, una obra fruto del cariño y la complicidad del autor con sus colegas de profesión.
Nuevo cambio de registro para la siguiente aventura, que se extenderá nada menos que a lo largo de dos álbumes: “Instantáneas Para Caltech” (1981) y “Las Máquinas Inseguras” (1983), un formato nuevo para la serie. Y es que aquí, con un guion de Étienne Borgers (que ya había escrito para la azafata aventurera, recordemos, el álbum de “La Memoria de Metal”, basado en una novela suya aún inédita), saltamos de lleno al campo de la ciencia ficción.
A bordo de un vuelo a Nueva York, todo parece ir de acuerdo a la rutina. Natacha debe lidiar con pasajeros insufribles y Walter se prepara para pasar unas semanas de vacaciones en Estados Unidos. Pero he aquí que el temperamental amigo de la protagonista divisa y fotografía desde la ventanilla del avión un fenómeno luminoso de difícil explicación y al que nadie más excepto Natacha presta atención. Una vez en tierra, convence a su amiga para que le acompañe nada menos que al Instituto Tecnológico de California, el Caltech, para mostrarle las imágenes al profesor Warring, un astrofísico. Éste se muestra receptivo y envía los negativos al laboratorio. Antes de que lleguen los resultados. Walter y Natacha son abordados y retenidos por agentes del FBI que de malas maneras quieren hacerse con las fotos de aquél.
Más tarde, el profesor Warring les aclara que está siendo vigilado por el gobierno debido a sus investigaciones sobre los ovnis. Las pruebas aportadas por Walter permiten a su equipo terminar de diseñar un elaborado intento de atraer a un ovni utilizando las instalaciones del telescopio del Monte Wilson y comunicarse mediante señales luminosas con él. Y efectivamente, una gran nave luminosa desciende a una apartada zona, de ellan salen unos humanoides muy parecidos a nosotros y abducen a Natacha, Walter y Warring subyugando su voluntad. Se descubre que los secuestradores son robots y que tienen la intención de borrar la memoria de todos aquellos relacionados con el experimento de Warring para localizar su nave. La historia termina en un cliffhanger de manual, con Natacha obligada a colaborar en el siniestro plan de manipulación mental y Walter huido y escondido en las entrañas de la nave.
En 1977, la película de Steven Spielberg “Encuentros en la Tercera Fase”, causó una enorme sensación mundial e inspiró a muchos otros creadores para recuperar por enésima vez el fenómeno ovni para sus historias. Evidentemente, Borgers fue uno de ellos porque es inevitable ver en este comic, publicado en la revista “Spirou” sólo un par de años después del estreno de aquél film, muchos de sus elementos: un fenómeno inexplicable que atrae la atención de la comunidad científica, una conspiración gubernamental para ocultarlo, un intento de atraer a los alienígenas y comunicarse con ellos –en este caso mediante luz en vez de sonidos como en la película-, la aparición en un lugar aislado de una nave rodeada de un intenso brillo y que es contemplada por los protagonistas desde un promontorio rocoso… El giro que se guardaba el guionista bajo la manga es que no se trata, como en la película de Spielberg, de una visita amistosa, pero las motivaciones de estos robots astronautas se explicarán en el siguiente álbum.
En este punto, Walthéry es ya un autor consumado que domina perfectamente la narración y el dibujo. Como buen alumno que fue del gran Peyo, aplica meticulosamente las lecciones que recibió en su estudio: “A él se lo debo todo. Me enseñó a encuadrar un dibujo, a colocar a los personajes, a evitar las líneas parásitas (ya sabes, esos elementos del dibujo que se mezclan o que llevan a confusión)… El dibujo debe poder ser descifrado al primer vistazo. Después ya habrá tiempo para descubrir algún detalle en un rincón”.
Viendo su trabajo en estas páginas no es de extrañar que Walthéry recibiera elogios de otras leyendas del comic, como Neal Adams, que dijo de él: “Tiene la envergadura de un dibujante de comics: el trazo preciso, la elegancia en el dibujo, un algo pegadizo que atrae la mirada e invita a observar. ¡Un hermoso trabajo de un gran señor!”. Otro grande del medio que profesó su admiración por Natacha fue Sergio Aragonés, que llegó a prestarle asesoramiento a Walthéry para perfilar mejor los detalles de la historia y ambientación. Ambos se habían conocido en una de las convenciones que organizaba el estudioso y crítico Maurice Horn en Nueva York y conectaron tan bien que el belga lo incluyó como personaje en esta aventura en la forma del bigotudo y amenazador agente del FBI llamado Sergio.
La ambientación californiana está muy lograda y va más allá de las típicas imágenes de postal con palmeras, playas y rubias despampanantes. Walthéry viajó en persona a los lugares en los que transcurre la historia y fotografió el auténtico ambiente de la zona. Las autopistas y los modelos de coches y camiones que por ellas circulaban, las edificaciones típicas de la región, los moteles y bares de carretera, el Caltech de Pasadena, el observatorio del Monte Wilson, las colinas punteadas por mansiones, el Hollywood Boulevard… Dado que se trataba de unas historias con un importante elemento tecnológico (había muchos automóviles, laboratorios, maquinarias diversas…), Walthéry pidió y obtuvo la ayuda de Jidéhem (alias de Jean De Mesmaeker), que era considerado con justo merecimiento el dibujante “técnico” de la revista “Spirou”.
La segunda parte, “Las Máquinas Inseguras”, cambia bastante el tercio sin abandonar la ciencia ficción. Aquí es Walter quien asume un mayor protagonismo, pasando Natacha a adoptar un rol más pasivo obligada por las circunstancias (por cierto, que aquí la vemos tan sexy como siempre pero ya sin necesidad de resaltar sus encantos a base de pequeñas faldas y generosos escotes. Natacha viste, acorde con el ambiente desenfadado de California y la modernidad de los entrantes años 80, un sencillo pantalón vaquero y una camiseta). Y es que mientras Natacha, durante buena parte del álbum, se ve forzada bajo amenazas a colaborar con los robots en su misión de encontrar a todos los intervinientes del proyecto de Warring y borrarles la memoria, Walter viaja al futuro para encontrarse con que los robots –que allí llaman andros- se han hecho con el control de la ya escasa sociedad humana.
Es una situación de dominio de las máquinas que inevitablemente nos remite a lo que luego veríamos en, por ejemplo, “Matrix”. En palabras de un humano que ha escapado a su control: “Los hombres ya no son más que un pequeño reducto, estimo que unos 100.000, bajo el control de los andros, que les proveen de todo lo necesario e incluso de lo superfluo. Todo está previsto, nada se deja al azar. Los andros son unos robots muy perfeccionados, pero que siguen respondiendo a la ley básica de Asimov: no pueden dañar a un humano”. Es por eso que “crearon los centros de “terapéutica preventiva”, para poder inculcar a los humanos el sentido del respeto al andro y la aceptación de su condición (…). Por el bien de la Humanidad, se la vacía de aspiraciones, de sus sueños, de sus problemas psicológicos, de sus contradicciones… La calma y la paz al precio de la regresión del hombre a un estado casi vegetal”.
Walter, al principio conmocionado por encontrarse en el siglo XXV, acaba recurriendo a su experiencia militar para organizar a un pequeño grupo de resistentes que se esconden en el desierto, adiestrarlos en el uso de las armas y liderar una incursión a una de las ciudades de los andros con el fin de encontrar una nave con dispositivo temporal con la que volver a su época.
Como vemos, el guion es una mezcla de diferentes elementos de varios subgéneros de la CF. La trama en la que está atrapada Natacha es propia de las “invasiones silenciosas”. Los robots del futuro que descubren el viaje en el tiempo y retroceden a nuestro presente así como a los rebeldes que se oponen a ellos los encontraríamos no mucho más tarde en “Terminator” (1984) –es cierto que aquí no tenemos androides asesinos pero, después de todo, estamos hablando de una serie para todos los públicos a finales de los 70. Por otra parte, borrar la memoria de los humanos ya puede considerarse una agresión-. Los robots son de tipo asimoviano -de hecho, Walthéry le envió los álbumes al propio Asimov para pedir su opinión- aunque nunca queda claro si realmente son seres inteligentes con ansias de supremacía o su intención original era salvar a los humanos a pesar de ellos mismos siguiendo una especie de Ley Cero (que Asimov no inventaría hasta 1985, en su novela “Robots e Imperio”).
Obviamente, son álbumes hijos de su tiempo y hoy, en lugar de ovnis y robots humanoides, se hubiera puesto más énfasis en algún cataclismo ecológico o una pandemia vírica. Pero dejando al margen que también resulta interesante sumergirse en las esperanzas y temores que albergaron nuestros antepasados respecto al futuro, la advertencia respecto a los peligros de la inteligencia artificial no ha perdido vigor: ahí tenemos esa especie de falso mundo utópico fabricado en sus mentes por las máquinas (hoy lo llamaríamos mundo virtual o metaverso pero el ciberpunk aún quedaba unos años en el futuro) en el que viven satisfechos unos humanos sumisos, sin criterio propio e incapaces de rebelarse contra una situación cuya verdadera naturaleza ni siquiera conocen.
Los dos primeros tercios del álbum van alternando las tramas de Natacha en el presente y Walter en el futuro hasta que ambos consiguen reunirse y con ayuda de un peculiar mecánico local, rescatan a la fuerza al profesor Warring, que ha sido internado en un psiquiátrico por los siniestros agentes del FBI. La escena en la que los protagonistas irrumpen en el recinto del sanatorio con un espectacular camión, se extiende seis páginas y es un ejemplo perfecto de cómo narrar acción con dinamismo, suspense e intensidad. El final del álbum es agridulce porque nada se resuelve del todo a gusto de los protagonistas. Los robots se han salido con la suya –excepto Natacha y Walter, el resto ha perdido la memoria de lo sucedido- y siguen dominando el futuro, si bien queda la esperanza final de que, con la llegada del profesor Warring a esa época a bordo de la nave que robó Walter, la situación dé un giro.
En este punto, merece la pena mencionar que empieza a producirse cierto distanciamiento entre Walthéry y la editorial Dupuis. Por entonces, los autores aún solían mantenerse fieles a las cabeceras prestigiosas como “Spirou” (editada por Dupuis) o “Tintín” (editada por la francesa Lombard) que les habían dado su primera oportunidad profesional. Y ello aun cuando, a diferencia de lo que suele ocurrir, por ejemplo, en el mercado norteamericano del comic-book, los autores eran los dueños de sus personajes. Habían existido precedentes de grandes nombres que se habían marchado a la competencia, como Franquin, que en 1955 ingresó –temporalmente, eso sí- en “Tintín” para publicar allí “Modesto y Pompón”. Cuando se inauguró “Pilote” en 1959, Charlier y Hubinon empezaron a colaborar en sus páginas, si bien en su caso no perdieron relación con “Spirou” (en la revista francesa publicaban “Barbarroja” y seguían con “Buck Danny” en la belga).
Pero a finales de la década de los 60, Morris rompió esa hasta entonces estable convivencia cuando, descontento con el trabajo que Dupuis hacía con la distribución en Francia de su personaje “Lucky Luke”, decide llevárselo a la editorial Dargaud para que la publicase “Pilote”. Fue una gran pérdida para “Spirou” y no sólo porque el impasible cowboy fuera un gran activo para la revista sino porque abrió los ojos de muchos autores más jóvenes a las posibilidades que les aguardaban más allá de la revista que les había acogido desde sus años jóvenes y que los tutelaba con amable pero firme paternalismo. Fue el caso de Walthéry, que, como veremos más adelante, se llevaría a Natacha con él unos años después pero que ya en este punto, empieza a tener dudas sobre el apoyo que le prestaba Dupuis. Y así, aunque aún no estaba preparado para cambiar de editorial, cuando a comienzos de los 80 se le acercó el redactor jefe de la revista “Tintín” accedió a dibujar para ellos un par de historias completas para un número especial.
(Continúa en la siguiente entrada)
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