15 nov 2018
1984- THEODORE POUSSIN – Frank Le Gall (1)
El género de aventuras es, después del humor, uno de los más antiguos del comic. Sus historias, herederas de una larga tradición literaria que se remonta a la Edad Media y que floreció en forma de novela en el siglo XIX y principios del XX (Verne, Salgari, London, May, Haggard, Rohmer, Stevenson, Burroughs), bebieron también de las películas y seriales americanos de los treinta, cuarenta y cincuenta de la pasada centuria, por los que transitaron personajes como Tarzán, el Capitán Blood, Robin Hood, Tom Sawyer o King Kong. Como sus contrapartidas literarias y cinematográficas, las viñetas presentaban a protagonistas aguerridos que se zambullían en el peligro y la acción física, sobre todo en entornos exóticos. Ahí tenemos a Wash Tubbs, Tintín, Terry Lee, Spirou, Johnny Hazzard y tantísimos otros.
Su flexibilidad como género, le permitió sobrevivir a los vaivenes históricos y sociales. Desde mediados del siglo XIX en adelante, a medida que el alfabetismo se generalizaba, la aventura se convirtió en uno de los géneros más populares de ficción, perpetuándose en el siglo XX en las revistas pulp americanas e inglesas y luego, como he apuntado, en el cine. Ahora bien, conforme el mundo se exploraba y todos sus rincones quedaban consignados, cartografiados, fotografiados e incluso filmados, también vino la homogeneización. Los documentales que se exhibían en los cines en los años treinta todavía fascinaban a los espectadores con sus regiones recónditas, islas remotas y tribus pintorescas. Pero con el conocimiento y la familiaridad vino la indiferencia, a lo que no ayudaron las turbulencias que fueron agitando el siglo XX: dos guerras mundiales, la Guerra Fría, la descolonización, las crisis económicas… El público perdió interés en un exotismo cada vez más marginal y dejó de haber espacio en el mundo para los exploradores. El género de la aventura se metamorfoseó fusionándose con la ciencia ficción, la fantasía, el espionaje, o el western.
Por supuesto, siempre quedó la nostalgia y especialmente en el comic no faltaron nunca aventureros de uno u otro pelaje, aprovechándose de la capacidad del medio para crear mundos propios ajenos al paso del tiempo, especialmente en lo que se refiere al comic europeo. Tintín mantuvo su popularidad hasta el final de la vida de Hergé y sigue siendo un icono superventas; Spirou se supo reconvertir una y otra vez a los nuevos tiempos; Bernard Prince acertó al encontrar la aventura en los rincones criminales del mundo moderno… Y, claro, también están los autores que tiran de la nostalgia, situando a sus aventureros en el pasado, como Corto Maltés o Dieter Lumpen.
Ahora bien, estén sus peripecias ambientadas en el pasado o en el presente, el aventurero creado en nuestros días ya no es la figura heroica de antaño. Se ha humanizado, es imperfecto e incluso tiende a caer en el cinismo y la amargura. Ya no hace siempre y necesariamente lo correcto; o ni siquiera desea la aventura. Son, por tanto, antihéroes. Es también el caso de Theodore Poussin, el personaje creado por Frank Le Gall en las páginas de la revista “Spirou” a mediados de los ochenta.
Le Gall tenía 25 años cuando creó a este joven de gafas y aspecto de oficinista algo despistado que es Theodore Poussin. Y lo hace tratando de encontrar su propio camino en el comic europeo, un comic que ofrecía historias adultas muy elaboradas gráficamente pero a menudo con un tono deprimente que no le convencía; y, por otro lado, historias infantiles con las que tampoco se sentía demasiado identificado. A él le gustaba la literatura de aventuras que he mencionado más arriba, literatura que había además alentado en su corazón el deseo de vivirlas, de conocer aquellas tierras lejanas que tan atractivas parecían sobre el papel. Y así, con mucho de él mismo vertido en su personaje, da comienzo Theodore Poussin.
Le Gall tomó los clichés de las aventuras de viajes en el mar y parajes exóticos (tormentas, motines, piratas, puertos lejanos, tesoros escondidos, rajás, soldados coloniales, princesas raptadas…) y lo reformuló en algo más sofisticado, eso sí, sin abandonar un tono y grafismo ligero y juvenil acorde con la línea editorial de Spirou (al menos al comienzo). Se inspiró inicialmente en las vivencias auténticas de su propio abuelo, Theodore-Charles Le Coq, cuyo diario sirvió de base, casi literal, al arranque de la primera historia, “Capitán Steene”.
Aquel primer álbum (publicado en ese formato en 1987. En lo sucesivo indicaré sólo las fechas de edición en álbum) nos presenta al protagonista, un muchacho que, en 1927, trabaja de oficinista en una compañía naviera de Dunkerke, en Bélgica. Su padre y su tío habían sido marinos (el primero ya fallecido, el segundo desapareció en los mares asiáticos) y él sueña con las tierras lejanas cuyos nombres desfilan ante sus ojos impresos en las consignaciones y manifiestos que pasan por su mesa. Un día, le surge la oportunidad de embarcarse como representante de la compañía en un navío de carga con destino a Indochina. Entusiasmado, lo está celebrando con sus amigos cuando se inmiscuye un desconocido de extraña apariencia que dice llamarse Noviembre y que, recitando poesía de Baudelaire, lanza lo que parece ser una profecía nefasta sobre el viaje.
En enero de 1928, emocionado y listo para aprender todo lo que pueda, Poussin embarca en el “Cap Paradán” y a lo largo de la travesía se entera de que varios oficiales conocieron a su tío, el Capitán Steene, de cuyas andanzas la familia era ignorante pero que parece ser una figura de talla casi épica, un marino atormentado, cruel y capaz que despierta la curiosidad del joven Poussin. También durante el viaje se descubre a bordo como polizonte al misterioso Noviembre, quien le informa de que, de algún modo que no especifica, sus destinos están unidos y que su porvenir va a ser turbulento, repleto de violencia, aventuras y descubrimientos. Al llegar el navío al puerto vietnamita de Haifong, Noviembre se esfuma y Poussin aprovecha la escala para indagar acerca del pasado de su tío. Sus pesquisas le acaban metiendo en problemas al traspasar la frontera china: sufre ataques de soldados renegados, trata sin éxito de reunirse con su barco y acaba enrolado bajo engaños en un grupo de traficantes de armas con los que, finalmente, se encontrará con su nada muerto tío.
Tal y como arranca la historia, da la impresión de que vamos a encontrarnos con un relato muy clásico, el del muchacho que se hace hombre mediante la vida en el mar, la aventura y el peligro. Y aunque es así, las vivencias de Poussin, por mucho que incluyan tópicos del género de viajes exóticos, distan mucho de ser peripecias ligeras y blancas que siempre terminan bien. De hecho, ya la primera historia va evolucionando desde un inicio ligero, esperanzador, hacia lo violento, hacia el lado más oscuro del ser humano, ganando además por el camino ímpetu y velocidad narrativa. En cuanto el protagonista llega a Asia y trata de conocer mejor a esa figura nebulosa de su tío (que recuerda al coronel Kurtz de “El Corazón de las Tinieblas”), se ve inmerso, como he dicho, en luchas políticas e intrigas criminales, ve morir y sufrir a inocentes y es víctima del engaño y la conspiración. La aventura que esperaba correr se convierte para Poussin en una pesadilla de la que no puede escapar. Es un comic considerablemente más duro de lo que podría dar a entender su publicación en las páginas del semanario “Spirou” y su trazo redondeado, ligero y amable deudor de la escuela de Franquín.
El tono adulto del comic viene reforzado tanto por un subtexto metafísico –la figura de Noviembre, ciertos pasajes líricos y oníricos- como por el contexto histórico: la década posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial y el complejo mosaico colonial en el que franceses, ingleses y holandeses se repartían Indochina e Indonesia intrigando entre sí y arrinconando a los nativos, ya fueran con cargo oficial de funcionarios, como contrabandistas u hombres de negocios expatriados. Las cruentas escenas a las que da lugar la inestabilidad política en China son otro buen ejemplo del enraizamiento de este comic en la Historia y la escasa idealización de que hace gala. Puede que todo comenzara con un protagonista soñador que anhelara conocer tierras exóticas y vivir experiencias apasionantes, pero inevitablemente su romanticismo termina dándose de bruces con la más cruda realidad.
El grafismo de Le Gall está influido por la línea clara de Hergé, uno de sus referentes juveniles (la cara de Poussin, simplificada al máximo, recuerda mucho a la de Tintín; uizá tampoco sea casualidad que el comienzo de las aventuras del protagonista coincida en el año con la publicación de la primera historia del famoso reportero belga) como por la de Marcinelle: figuras de formas redondas y amables con un deje caricaturesco que evolucionan sobre unos fondos muy trabajados sin llegar a ser del todo realistas. Todos los personajes están bien diferenciados y tienen su propio lenguaje corporal.
Theodore había comenzado en el álbum anterior como alguien que soñaba con coger las riendas de su vida y convertirse en aventurero, pero en realidad era alguien demasiado inocente y poco preparado para lo que le esperaba y que se dejaba llevar por los acontecimientos. Y son esos acontecimientos los que eventualmente le obligan a madurar y desprenderse de las prometedoras fantasías de juventud en el siguiente álbum, “El Devorador de Archipiélagos” (1987), que en realidad es una compilación de tres historias independientes aparecidas en “Spirou” y para cuya fusión Le Gall recibió la ayuda de otro guionista de la casa, Yann. En esta ocasión es un tercero el que narra el destino de Theodore en Asia tras lo sucedido en “Capitán Steene”, un tal Martin, pasajero a bordo de un transatlántico, que refiere la historia a unas damas.
Separado de su barco, Theodore se ha quedado atrapado en Singapur, sin dinero para comprar un pasaje y regresar a casa. Víctima una vez más del engaño, es reclutado a bordo de un barco pirata comandado por un bandido mítico –y arquetípico-: George Town, un blanco tuerto de impecable vestimenta que destaca en conocimientos, inteligencia y modales sobre la chusma que lidera. El pirata (cuyo modelo es el Wolf Larsen de “El Lobo de Mar”, de Jack London) reconoce a Poussin como un hombre culto y le escoge para que escriba sus memorias, una autobiografía con la que espera compensar de alguna forma las atrocidades que ha cometido en su vida. Poussin, sin embargo, le planta cara y se niega a colaborar con él. Su osadía en una situación tan comprometida podría haberle costado la vida pero en cambio despierta la admiración de su secuestrador, que no sólo decide darle la libertad sino que, algo después y tras verse obligado a huir de las autoridades, le lega un navío, El Devorador de Archipiélagos.
Y es ahí donde comienza una nueva vida para Theodore, puesto que se convertirá en marino mercante a bordo de su pequeño barco, tratando de reunir el dinero necesario para regresar a casa. Pero he aquí que Noviembre, como representación del destino más fatal, vuelve a hacer acto de presencia, revelándole cómo ha maquinado para dejarlo atascado en Singapur, engañando además a su familia haciéndolo pasar por muerto. Para colmo de males, una conspiración se teje a su alrededor para obligarle a que acepte un trabajo imposible: rescatar a María Verdad, la hija de Laurance Brooke, un anciano millonario cultivador de perlas al que se conoce como el Rajá Blanco y que fue secuestrada años atrás cuando un pirata, Aru-El-Khader, se apoderó de su fortaleza y tesoros en Long Andju, un pequeño sultanato de Sarawak, al norte de Borneo.
Ya en este punto, Poussin ha dejado atrás en buena medida su inocencia, aunque no del todo sus ideales. El mundo en el que ha quedado atascado dista mucho del de la aventura idealizada con el que soñaba en su oficina de Bélgica. Tiene que trabajar duro solo para sobrevivir, le secuestran unos piratas, se encuentra perseguido por asesinato por unas autoridades coloniales crueles, le roban su barco… Y los ambientes en los que se mueve son tan marginales como cabía esperar: los bajos fondos portuarios, fumaderos de opio, mercados de mala muerte, tabernas de clientela patibularia… y siempre perseguido por la inquietante e indefinida figura de Noviembre, cuyo papel tanto podría ser el de aliado como el de declarado enemigo o, como dije más arriba, agente del destino. A estas alturas, Poussin ya es un antihéroe: no quiere más que regresar a casa, a su apacible vida anterior. Que a nadie le engañe el trazo suave de Le Gall: si alguna vez su serie tuvo algo de juvenil, ahora es plenamente adulta.
Y esto se pone de manifiesto en el tercer álbum, “María Verdad” (1988), una evolución a la que no es en absoluto ajena la participación en el guión de Yann. Y es que Le Gall, como él mismo admitió, se había metido en un callejón sin salida y no sabía cómo continuar la historia iniciada en el volumen anterior. Yann no sólo le aportó ideas sino que le ayudó a encarrilarla para el futuro. Theodore es aquí ya un hombre decidido, sereno e incluso distante, que llega a Long Andju como capitán de un flamante navío con tripulación completa con el fin de rescatar a María Verdad de las garras del malvado pirata y autoproclamado sultán, atrincherado en su lujoso palacio-fortaleza rodeado de un ejército de mercenarios. Pero toda esa pequeña región costera resulta ser un auténtico polvorín en el que se mezclan cultivadores de perlas occidentales, piratas, mujeres insatisfechas, sicarios y administradores coloniales. Los secretos y fantasmas del pasado se mezclan con los intereses políticos y económicos del presente, los torbellinos emocionales en los que se hallan atrapados algunos personajes y la codicia y obsesión sexual de otros.
Es este un comic en el que la influencia de Yann se hace patente en su ambiente claustrofóbico, la caracterización torturada de sus personajes, la inserción de señales y augurios y un clímax inesperado pero inevitablemente violento y amargo. Es una historia coral en la que Theodore no es ni mucho menos el protagonista por mucho que su llegada a Long Andju sirva de catalizador para unos ingredientes explosivos. La estructura narrativa del álbum es impecable en la forma en que se van presentando a los múltiples personajes, colocándolos en su lugar, haciéndolos interactuar e ir aumentando la tensión hasta el estallido final. Ignoro si el editor de “Spirou” frunció el ceño cuando recibió esta historia, pero lo cierto es que sus reparos, si los hubo, debieron esfumarse cuando “María Verdad” ganó nada menos que el premio Alph´Art de Angouleme al Mejor Álbum de aquel año.
Por su parte, Le Gall evoluciona como dibujante. Sin abandonar la claridad de su línea, sus viñetas son ahora más limpias, más realistas, más sólidas, con personajes mejor proporcionados
En “Secretos” (1990), el señor Martin (a quien, recordemos, habíamos conocido en “El Devorador de Archipiélagos”) se reencuentra con Theodore a bordo del María Verdad cuando éste llega al puerto de Batavia (la antigua Yakarta, en Java). Le informa de que Lord Brooke, el padre de María Verdad, ha sido encarcelado por las codiciosas autoridades coloniales holandesas con el fin de presionarle para que revele el paradero de su riqueza. Ello significa que la esperada recompensa que Theodore confiaba cobrar al término de su misión en Long Andju y con la que contaba para regresar a casa, se ha esfumado. Las cosas aún se le complican más a causa de la inestabilidad política en la colonia, donde los rebeldes independentistas se han organizado. Theodore acabará perdiendo el María Verdad en alta mar para ser recogido por un viejo conocido: el pirata George Town, que, otra vez, lo retiene para que escriba su biografía. Pero en esta ocasión y a causa de su egocentrismo, su barco se ha convertido en un polvorín, con una tripulación dividida y al borde del motín.
En esta ocasión, la intención de Le Gall fue la de recopilar los más conocidos tópicos de las historias de piratas (tesoros escondidos, capitanes carismáticos, motines, tormentas…) y darles un giro oscuro, claustrofóbico, que contrastara con la amplitud y luminosidad de los mares que surca el navío en cuestión. Town es un personaje fascinante cuyo tormento, según él mismo confiesa, es el tener alma pero no conciencia. Poussin, también aquí, es un títere de los acontecimientos que, involuntariamente, él mismo pone en marcha. Y, como en todas sus peripecias anteriores, Noviembre nunca anda lejos, sembrando la discordia y el caos que o bien liberará a Theodore o bien provocará su muerte.
Poco nuevo que añadir en el ámbito gráfico más allá de destacar que el clima y los fenómenos meteorológicos como la niebla, la lluvia o las galernas en alta mar no sólo juegan un papel importante en la historia sino que están muy bien retratados gráficamente.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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