“Carta Blanca” es la historia de un amor absoluto e inmortal pero también imposible, una pasión eterna entre un hombre y una mujer que sólo tendrán su oportunidad cuarenta años después de haberse conocido. Todo en la vida se ha confabulado para separarlos y han seguido sus propios y muy diferentes caminos, pero no sólo no se han olvidado sino que han seguido en contacto, compartiendo a distancia penas y alegrías y prestándose apoyo y consuelo. Puede parecer una tragedia de manual, una epopeya romántica de sentimientos exaltados y grandes amarguras y pesares; pero ni mucho menos. Y ello gracias al inmenso talento que demuestra aquí su autor, el barcelonés Jordi Lafebre.
Y es que el secreto es quitarle al lector el peso de encima
desde el principio, revelarle que todo va a acabar bien, aunque un poco tarde.
Y así, la historia sigue una narración inversa que empieza por el capítulo 20 y
que es el comienzo de una nueva etapa para los dos, una etapa que ya no nos
concierne ni pertenece, que está reservada a esta encantadora pareja que, por
fin, podrán amarse.
Así, en ese primer capítulo en el que tomamos contacto con los dos protagonistas, Anita y Zeno, ambos han cumplido ya los sesenta años, pero la viveza de su mirada y la chispa de sus diálogos nos dicen inmediatamente que no han perdido sus ganas de vivir, su llama; matizada quizá por la sabiduría que dan los años, sí, pero igualmente cálida. Los dos se encuentran tras largo tiempo, pasean bajo la lluvia bajo sus paraguas y se sientan a resguardo en un banco para comer galletas. Se conocen desde hace cuarenta años y la complicidad es obvia.
Ana es la antigua alcaldesa de su ciudad natal. Ahora está
ya por fin libre de sus responsabilidades profesionales y familiares. Zeno es un
librero e investigador físico que ha pasado toda su vida vagabundeando. La una
es más autoritaria, más nerviosa; el otro más relajado y ocurrente. Pero ambos
conservan esa cálida humanidad que les atrajo mutuamente cuando sólo eran unos
adolescentes, esa ansia por disfrutar de la vida, que les hace inmediatamente
simpáticos. Obviamente, no son una pareja, ni siquiera amantes, pero está claro
también que hay algo intenso entre ellos. Como veremos a lo largo de la
historia, tampoco son personajes completamente blancos: han tenido sus dudas,
su orgullo y tanto como por su carácter se han ido definiendo por sus errores y
éxitos. La historia que nos cuenta Lafebre a partir de estas primeras páginas
es la de sus vidas y las circunstancias que las forjaron hasta llegar a ese
último-primer encuentro.
Ana ha dedicado su vida, su tiempo y su alma a la ciudad de
la que fue nombrada y varias veces reelegida alcaldesa. Apasionada por su
trabajo, pasa la mayor parte del tiempo en su despacho, a menudo cambiando la
cama de su hogar y la compañía de su comprensivo marido Giuseppe y su hija
Claudia por el duro sofá de la oficina. Su gran sueño es construir un puente
que una las dos orillas del río que separa su ciudad. Zeno, por su parte, es un
soltero recalcitrante que heredó de su padre una librería, pero cuya curiosidad
y espíritu inquieto le llevan a menudo a cerrarla y lanzarse a una vida errante
por los mares del mundo. Durante décadas, utiliza sus viajes no solo para
conocer lugares y gentes, sino para refinar su tesis sobre la física del
Tiempo.
Conforme vamos retrocediendo en el tiempo, aprendemos más y
más cosas de ellos y de su peculiar relación. Al estar físicamente separados y,
además, comprometidos con sus respectivos sueños y ambiciones, Ana y Zeno muy
rara vez coinciden en persona y sólo cuando éste regresa temporalmente a la
ciudad para reabrir la librería y esperar a que su alma inquieta le obligue de
nuevo a marchar. Sin embargo, la distancia física no les ha impedido mantener
un vínculo que el tiempo y las cambiantes circunstancias personales de cada uno
han podido romper y cuyo origen el lector sólo descubrirá al final del álbum.
Ese contacto se mantiene al principio mediante cartas y luego gracias al viejo
teléfono del escritorio del despacho de Ana. Cuando éste suena a extrañas horas
de la tarde o la noche –y esa es una de las razones por las que ella pasa
tantas en el trabajo-, sabe que es Zeno, que la llama quizá desde la otra punta
del mundo. Escuchan música, bailan, se cuentan historias y se ponen al día,
incluso viajan “juntos” con la imaginación. Para ser felices, no deben estar codo
con codo todos los días de sus vidas. Es dejando que
la vida los separe y que
el otro disfrute de su libertad cuando el amor cobra significado e intensidad,
no encerrándose en una jaula para cumplir el sueño propio mientras el del otro
se anula.
La lectura hacia atrás en el tiempo exige del lector una especial atención. Detalles, elementos y alusiones que van saliendo al paso tendrán su explicación conforme “avancemos” hacia el pasado; otros serán simplemente pequeños fragmentos de información, pinceladas de contexto que contribuirán a perfilar estos amantes frustrados. Lo que nos ofrece el autor, por lo tanto, es un inteligente juego de reconstrucción que subvierte las convenciones narrativas. No se trata de esperar el desenlace porque éste ya se nos ha contado nada más empezar, sino de descubrir cómo se ha llegado al mismo: una carrera política y una vida familiar para Ana; una trayectoria científica y de aventuras marinas para Zeno.
Poco a poco, a través de esos instantes cada vez más
lejanos en el tiempo - algunos centrados en uno u otro personaje, otros en
momentos compartidos por ambos- vamos completando el rompecabezas y entendiendo
cómo fueron forjándose sus singulares personalidades, qué les atrajo del otro
pero también qué les separó en un cruel juego de esperanzas malogradas y falsas
expectativas. A pesar de todo (que es el título original en francés), el amor
que sienten mutuamente pervive, aunque les cueste tiempo y distancia
comprenderlo, aceptarlo y abrazarlo.
Al centrarse exclusivamente en la historia de Ana y Zeno,
el autor margina al resto de personajes, otorgándoles una presencia breve que a
veces se reduce a unas líneas de diálogo. Al abordar una trayectoria vital de
cuatro décadas, no queda más remedio que recortar, tomar decisiones sobre qué
es lo realmente importante. Estos personajes secundarios aparecen y desaparecen
pero Lafebre se las arregla para que incluso en sus breves intervenciones
queden muy bien retratados. Por ejemplo, aunque nos hubiera gustado saber más
sobre Giuseppe, el marido de Ana, tiene escenas de maravillosa humanidad. El
reparto que rodea a Zeno es más cambiante, más fluido, como su propia vida y se
compone de marineros, novias efímeras y camaradas con los que recorrer algún
tramo de su existencia. Son los suyos personajes secundarios menos detallados
dado que le acompañan menos tiempo pero aún así importantes porque le ayudan a
comprenderse mejor a sí mismo y al mundo.
El álbum comienza y termina con un primer encuentro. Al
“principio”, con los dos protagonistas en el umbral de la ancianidad, están a
punto de iniciar, por fin, la historia que ambos han soñado durante décadas. Y
el simétrico “final” consiste en exactamente la misma escena, con los dos,
jóvenes e ignorantes de lo que les depara la vida, mirándose el uno al otro por
primera vez. Es un instante que cobra todo su significado e intensidad al
término de ese recorrido vital que nos ha ofrecido Lafebre y tan bien plasmado
que sabemos –y ellos también- que a partir de ese momento sus vidas quedarán
unidas para siempre. Por tanto, no es el final lo que importa en esta historia
de amor, sino el camino, el descubrimiento de las vidas de ambos.
Pero es que, además, ese vigésimo y último capítulo, el
primero de su relación, está compuesto exclusivamente de viñetas mudas que,
esta vez sí, están colocadas como si estuviéramos viendo los fotogramas de una
película hacia atrás, de tal manera que el capítulo empieza con la primera
separación de ambos y termina –y con él, el comic- con su primer encuentro, su
primera mirada. Si el lector quiere quedarse un poco más con estos dos
personajes tan maravillosos, puede hacerlo leyendo el comic a la inversa,
empezando por el capítulo 1 (el último) y terminando en el vigésimo (el
primero), leyendo su historia, ahora sí, en el orden “correcto”.
Lafebre, que había destacado en obras de diferente género
realizadas con su colega Zidrou, se independiza en “Carta Blanca” y demuestra
que no sólo es capaz de volar en solitario, sino que puede dar lecciones
magistrales de narrativa, caracterización y dibujo. Y es que aquí firma uno de
sus mejores trabajos de ilustración. Su composición de página es casi siempre
de seis viñetas por plancha (excepto en los pasajes epistolares, que utiliza
tres), pero aunque se autolimite con esa estructura, le insufla a la narración
un ritmo y un movimiento excelentes. Su línea es fina, nerviosa y elegante,
ligeramente angular para reflejar las aristas de los personajes y a mitad de
camino entre el realismo y la estética del dibujo animado. Los personajes están
siempre en movimiento, enérgicos, como si bailaran, y Lafebre los dota de una
extraordinaria expresividad, un poco exagerada pero sin llegar a la caricatura.
Además, y esto es fundamental en una historia como esta, consigue ir
rejuveneciendo a Zeno y Ana de forma verosímil conforme profundizamos en su
pasado.
Por si fuera poco, coloca a las figuras siempre en un contexto de gran riqueza plástica que da mayor vida aún a los personajes. Los fondos, las localizaciones, tienen, sin perder el grado justo de detalle, un punto onírico, especialmente esa ciudad de provincias que es el centro de su historia de amor, donde siempre residirá Anita y a la que vemos transformarse conforme retrocedemos en el tiempo en cada capítulo. Y, como toda historia de amor, hay pasajes de gran poesía visual–sin caer nunca en la ñoñería- como cuando Zeno explica ante los académicos sus extravagantes teorías físicas con ayuda de un millar de luciérnagas; o todo el capítulo 14, en el que una conversación telefónica a larga distancia y gracias al poder de la música, se convierte para los dos amantes en un baile; o la melancolía que tiñe el capítulo 5…
“Carta Blanca” es un melodrama romántico rebosante de
ternura pero que esquiva con inteligencia las trampas y clichés del amor ciego,
irracional e indigesto que suelen encontrarse en este género. Su romanticismo es
sencillo, divertido y adulto; obviamente ficticio, sí, pero Lafebre se las
arregla para hacer que queramos creer en ello. Una historia entrañable,
original y de gran calidad humana, narrada con humor, poesía y cariño por sus
personajes y que nos habla no sólo de que el amor puede darse de formas poco
convencionales aunque no por ello menos verdaderas, sino de la importancia del
tiempo, de lo que hacemos con él y de la libertad para perseguir los propios
sueños. Un comic, en fin, que es un como un delicioso caramelo cuyo aroma permanece
en la boca durante mucho tiempo después de haberse consumido.
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