26 abr 2017
1983- SUPER BOXERS – Ron Wilson, John Byrne y Armando Gil
La línea de Novelas Gráficas Marvel, inaugurada en 1982, supuso un paso importante en la evolución editorial de la compañía. Se trataba de ediciones de calidad en formato álbum (con un tamaño, por tanto, superior al del comic book que constituía la esencia de Marvel) y mejor papel e impresión. Pero sobre todo, los autores mantenían los derechos sobre sus creaciones, lo que fomentaba los proyectos con sesgo más personal y un mayor esfuerzo creativo.
Además, se abrió el espectro temático a otros géneros diferentes del superheroico. Éste, por supuesto, seguía presente en títulos como “Dazzler”, “La Muerte del Capitán Marvel”, “Los Nuevos Mutantes” o “Hulka”. Pero también hubo espacio para la fantasía (“Elric”, “El Estandarte del Cuervo”, “Marada”, “Greenberg el Vampiro”), la aventura (“La Sombra”) y, especialmente, la ciencia ficción. En este último género se encuadra la octava entrega de la colección: “Super Boxers”.
En un futuro no muy lejano, las corporaciones industriales han asumido el control efectivo del gobierno en todo el planeta. El resultado ha sido un mayor enriquecimiento de los ya poderosos, mientras que buena parte de la sociedad ha quedado al margen de los derechos y privilegios de los nuevos aristócratas de los negocios, luchando por sobrevivir en los barrios más degradados que se esconden a la sombra de magníficos rascacielos.
Pero tampoco en las torres de marfil es oro todo lo que reluce. Si los pobres venden su libertad y dignidad por comida, en el mundo de los megaricos la supervivencia es también un arte. Las compañías sobreviven y medran devorándose unas a otras y todo está supeditado a un único objetivo: fabricar productos y generar entretenimiento para las masas. Las empresas se hallan en un perpetuo estado de Guerra Fría entre sí, aparentemente haciendo causa común frente a la clase más desfavorecida, pero siempre planeando una opa hostil contra el rival. Delcos es una de ellas. Su presidenta, Marilyn Hart, nunca ha sido aceptada por el resto de sus colegas y ahora éstos, sintiéndola débil, se preparan para apartarla del poder.
En los barrios pobres, Max Turner es una estrella. Trabaja como boxeador en peleas clandestinas, saliendo a la arena del ring con su armadura y sus guantes de potencia incrementada cibernéticamente no sólo para ofrecer un rato de evasión, sino –y esto no lo busca deliberadamente- servir de inspiración y esperanza a su numeroso público. Las Corporaciones también tienen su propia liga oficial de Super Boxers: individuos modificados genéticamente, criados entre algodones, rodeados de carísimo equipo de combate y guiados por los mejores adiestradores. Toda su vida está dirigida a dar el máximo en esos cortos pero explosivos momentos en los que desencadenan su poder en el ring para cubrir de dinero a sus sponsors; pero también, como Max, para servir de símbolo de las Corporaciones que los alimentan. El mejor de estos dioses del boxeo es el soberbio pero letal Roman Alexis.
Cuando un cazatalentos de Marilyn descubre a Max, el honesto gladiador de los pobres se convierte en el peón de un juego de poder entre corporaciones. Pero, en último término, los motivos de sus jefes no importan a Max o Román. Para ellos, es una cuestión de honor. No importa la tecnología, las recompensas o incluso la libertad… Ser el mejor es lo más importante.
Ron Wilson pertenece a esa categoría de eternos segundones, modestos profesionales en los que Marvel confió durante los setenta y ochenta para mantener en pie colecciones de “fondo de catálogo” y de los que solía echar mano para ayudar a algún otro editor a cumplir las fechas de entrega. No siendo el dibujante favorito de nadie, fue uno de los primeros en ser barrido por la ola de autores-estrella que marcó el panorama editorial de los noventa.
Nacido en Brooklyn, Wilson entró en Marvel como ayudante y entintador de John Romita y contribuyó, bajo las órdenes de éste, a barnizar los estilos de otros dibujantes para que encajaran en el “estilo Marvel” (básicamente el marcado años atrás por Kirby y Sinnott). Se ocupó principalmente de la colección protagonizada por la Cosa, “Marvel-Two-In-One” (1975-1978, 1980-1983), pero sus características figuras de rotundas formas pudieron verse en números de relleno de otros títulos como “Black Goliath”, “Hulk”, “Power Man”…
Wilson fue para La Cosa lo mismo que Herb Trimpe o Sal Buscema para Hulk y cuando “Marvel Two-In-One” fue cancelada en 1983 para ser sustituida por una colección titulada con el propio nombre del superhéroe y guionizada por John Byrne (que a la sazón se encargaba de Los Cuatro Fantásticos), Wilson permaneció en la misma como dibujante hasta su cancelación treinta y seis números después.
Pues bien, si Wilson no era precisamente un autor que atrajera de forma inmediata al lector potencial, ¿por qué se le concedió la oportunidad de dibujar una novela gráfica, formato supuestamente destinado a autores y/o personajes de más alto nivel? Al fin y al cabo, “Super Boxers” y Ron Wilson habían sido precedidos por el Capitán Marvel, los Nuevos Mutantes, X-Men o Elric y autores como Jim Starlin, Walter Simonson, Chris Claremont o P.Craig Russell.
Una primera explicación podrían ser los continuos problemas de calendario que aquejaron a la línea de Novelas Gráficas desde su primera concepción. A menudo la editorial se encontró con que los autores no iban a ser capaces de finalizar sus compromisos a tiempo para las fechas ya contratadas con las imprentas, obligando a reformular otros proyectos que inicialmente iban a tener un formato diferente, como la de los Nuevos Mutantes o Killraven. “Super Boxers” bien podría haber sido reconvertida en novela gráfica por este motivo.
Por otro lado, Ron Wilson mantenía una muy buena relación con el entonces Editor en Jefe, Jim Shooter, de quien afirmaba haber aprendido mucho y sin cuyos consejos no habría podido dar el salto de ayudante a dibujante de plantilla en Marvel. Ambos compartían, además, la pasión por los deportes de contacto juntándose a menudo para ver los combates. De hecho, durante un tiempo en sus respectivas juventudes, los dos habían jugueteado con la idea de convertirse en boxeadores profesionales.
Y aquí llegamos al origen de este proyecto. Según declaró el propio Wilson, tras asistir una noche a una proyección de “Star Wars” en compañía de algunos amigos boxeadores, tuvo la idea de hacer una historia que mezclara su amor por el boxeo con la ciencia ficción. Tras realizar un tratamiento preliminar del guión, se lo presentó a Tom DeFalco y Jim Shooter, quienes dieron el visto bueno.
Siendo consciente de sus limitaciones como guionista, pide ayuda a John Byrne (con quien se hallaba ya preparando “La Cosa”) y éste asume encantado la labor de convertir en texto y diálogos el argumento preparado por Wilson. Esto, además, supone un atractivo extra de cara a la editorial, puesto que el nombre de Byrne ya gozaba de un gran tirón comercial para muchos lectores. El tercero en el equipo creativo sería el entintador habitual de Wilson a quién él mismo había formado: el dominicano Armando Gil.
“Super Boxers” es una historia bastante tópica sobre el “noble héroe proletario” a punto de ser seducido, engullido y corrompido irremediablemente por el diabólico sistema, muy al estilo de conocidas películas de boxeadores como “Kid Galahad” (1937) o la saga de Rocky, que para entonces iba por su tercera entrega. El mensaje último era la invocación de los valores tradicionales del boxeo como defensa ante el circo mediático que organizaban promotores como Don King (en cuyas peleas combatieron Muhammad Ali, Joe Frazier, George Foreman, Mike Tyson o Evander Holyfield). A ello hay que añadir un toque de “Espartaco” en lo que se refiere a la figura del deportista-luchador que actúa como liberador de los oprimidos y un futuro con claras referencias a películas de ciencia ficción de la época como “Rollerball”.
En su favor podemos decir que aunque las líneas generales resultan demasiado trilladas, hay que reconocerle a “Super Boxers” el mérito de haber integrado en el argumento un comentario socio-político que resultaba relativamente poco habitual en la Marvel de entonces y que estaba más en consonancia con revistas europeas como “2000 AD” o “Metal Hurlant”. Y aunque el futuro distópico que se refleja aquí es excesivamente común en el comic de ciencia ficción y ha sido explotado hasta la saciedad, cabe decir que entonces no era algo tan sobado. De hecho, Wilson y Byrne describieron algo que se ajustaba muy bien a lo que ahora conocemos como Cyberpunk pero que en 1983 no existía como tal. El degradado mundo underground en contraste con los lujosos estratos sociales dominados por corporaciones industriales o la tecnología cibernética de la que hacen uso los deportistas, son dos elementos sobre los que se apoya un subgénero que vería su “nacimiento oficial” un año después con la novela “Neuromante”, de William Gibson.
En cuanto a los personajes y giros del argumento, adolecen del mismo clasicismo en su vertiente más simplona: los buenos son nobles y valientes, los malos son codiciosos y traicioneros y la trama es previsible en su desarrollo y conclusión ya desde las primeras páginas.
Pero, y esto es una apreciación personal, quizá lo más molesto del comic sean sus cuadros de texto “hablando al lector”, algo a lo que solía recurrir bastante Chris Claremont en los setenta y ochenta y que John Byrne adoptó ocasionalmente en algunas de sus obras. Se trata de introducir al lector en la narración interpelándolo con frases cortas y rimbombantes: “Mírale. Mira cómo se mueve. Mira cómo ningún movimiento, ningún ademán está de más”. “No te preocupes de la ley. Todavía. Mientras estás cerca de Max, estás a salvo. Sólo síguele. Síguele a los Niveles Inferiores”. Al margen de que su abuso puede hacer caer en la pretenciosidad o el ridículo, es una herramienta narrativa que tiene sentido si en algún momento de la historia conocemos a quien ejerce de narrador. Aunque parece que es así y que el personaje que cumple ese papel muere al final de la trama, si se revisa el comic se hace patente que es imposible que él pudiera conocer todos los detalles que nos ha contado.
Al final, sin embargo, nos encontramos con una lectura rápida en la que, a pesar de la evidente falta de inventiva y la obviedad de sus referencias, se van pasando las páginas con ligereza hasta su agridulce final.
El estilo gráfico de Wilson, que ha quedado algo anticuado, tiende bastante al feísmo, pero desde luego resulta adecuado para reflejar el poderío físico de los boxeadores, y la velocidad y energía brutal de los combates. De hecho, el enfrentamiento final entre Max y Roman transmite una violencia nada disimulada que por entonces resultaba imposible de encontrar en las colecciones de superhéroes.
Hay algunas composiciones de página interesantes y su técnica narrativa es clara, eficaz y clásica –típica de la era Shooter-; pero las evidentes limitaciones técnicas de Wilson lastran el resultado gráfico final. Por ejemplo, a la hora de imaginar el futuro. Dejando aparte el equipo de boxeador y los policías robóticos, la historia bien podría haber transcurrido en los años treinta, no sólo por la temática, sino porque la moda, la arquitectura y hasta el lenguaje están deliberadamente basados en los de esa época, anulando la supuesta ambientación futurista. Esa atmósfera retro se refleja incluso en el diseño del protagonista, modelado a partir del Marlon Brando de “El Salvaje”, mientras que otros elementos, como los coches, las tabernas o los trajes de las mujeres se dirían sacados de viejos comics como el “Flash Gordon” de Alex Raymond o el “Magnus Robot Fighter” de Russ Manning. Las mujeres, por su parte, también remiten a autores clásicos como Burne Hogarth o los pin-ups de Joe Shuster.
Por otro lado y a pesar de que las escenas de combate están bien resueltas, demasiadas viñetas ponen de manifiesto la torpeza de Wilson a la hora de plasmar la figura humana. Por poner sólo un ejemplo: el personaje de Rolf, dibujado con la misma pose en todas sus intervenciones: siempre de frente, mirando al lector, con los ojos semiabiertos y la boca cerrada, como si estuviera copiando una y otra vez la misma referencia fotográfica (puede que del mismo John Byrne, con quien ese personaje guarda un quizá nada casual parecido).
El entintado de Armando Gil destaca sobre todo a la hora de construir la atmósfera oscura y clandestina de los barrios marginales. El apartado del color, que siempre fue de especial importancia en las novelas gráficas habida cuenta de la mejor calidad de reproducción, resulta aquí incoherente, irregular y errático con una excesiva tendencia a unos tonos pastel que en nada casaban con la historia. En ello probablemente algo tuvo que ver la intervención de demasiadas personas (Bob Sharen, Steve Oliff, John Tartaglione, Joe D’Esposito y Mark Bright) y que debido a la precipitación no se consultaran unos a otros sobre la paleta de colores a utilizar.
A pesar de todos los defectos indicados, “Super Boxers” disfrutó de un éxito moderado, o al menos eso debemos suponer dado que Disney pagó a Wilson por una opción para la adaptación al cine de la historia. El proyecto, eso sí, acabaría como tantos otros perdido en el limbo. Ciertas ideas producto de la colaboración entre Wilson y Byrne hallaron asimismo cierta continuidad en la propia colección de La Cosa, quien acabaría metiéndose en el mundo de la lucha libre para superhumanos.
“Super Boxers” no es un gran cómic, admitámoslo, pero más de treinta años después de su publicación sigue siendo una lectura ligera, rápida y entretenida, ideal para una tarde ociosa. Además, merece la pena destacarlo por ser uno de esos raros ejemplos en los que la ciencia ficción toca el tema del deporte –aunque éste sea contemplado como una lucha por la hegemonía económica y social-.
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