23 ene 2017
1983- LA BELETTE – Didier Comes
Gerald y Anne son un matrimonio de urbanitas que acaban de trasladarse a Amercoeur, un pueblo de la región belga de las Ardenas, con su adolescente hijo autista, Pierre. Gerald es un productor televisivo sin escrúpulos, ambicioso y tiránico que ve a su esposa e hijo como cargas a los que meramente soporta. Anne, por su parte, está incómoda en su nuevo entorno. No le gusta el ambiente rural ni la casa que han elegido. Además, vive atormentada por el pensamiento de que la nueva criatura de la que está embarazada sufra el mismo mal que Pierre, un hijo no deseado y de cuyo mal se siente responsable.
Los primeros contactos con sus vecinos oscilan entre lo surrealista y lo desasosegante. Jules Renard es un tipo hosco y extraño cuyo hijo, Bebert, es un degenerado individuo que mantiene en su habitación un auténtico museo de los horrores en el que colecciona fotos de mujeres desnudas y animales muertos, víctimas de su irreprimible instinto sádico. El siguiente en presentarse es Albert Schonbroodt, el párroco local, que trata de atraerlos a su campo denunciando a la televisión como la nueva religión pagana, un culto dañino al que culpa de la merma en las filas de su congregación y de los males del mundo en general. Y, por último, una extraña y joven mujer que se llama a sí misma La Belette (“Comadreja” en francés), representante de un antiguo culto a los dioses primigenios de la Tierra. Mitad bruja, mitad curandera, parece poseer sorprendentes poderes conectados con la Naturaleza y conocer bien la vida y pasado de los lugareños, vidas y pasados sobre los que planean no pocas sombras y rencillas.
Poco a poco, la tensión va en aumento cuando Gerald, que en el fondo desprecia a todos los que le rodean, revela su intención de hacer un documental sobre la pervivencia en el lugar de la brujería y los cultos paganos, un tema que molesta e inquieta a los lugareños. A partir de ese momento, empiezan a producirse, primero, sucesos extraños cada vez más grotescos: animales muertos, sueños desasosegantes, el despertar de un misterioso poder en Pierre; y luego una cadena de muertes conforme antiguos odios hasta entonces contenidos salen a la superficie. En el centro involuntario de todo ello está el embarazo de Ann, alrededor del cual se libra una batalla ideológica y religiosa entre las dos facciones que se disputan el corazón del pueblo. El sacerdote la ve como portadora de una nueva esperanza para la congregación cristiana que lidera; la Belette, en cambio, trata de atraerla, sirviéndose de su hijo Pierre, hacia el culto a Deméter.
Comés no pierde el tiempo a la hora de presentar al lector la situación y los personajes de este thriller mágico-psicológico. Tras un mudo pero muy intrigante prólogo de dos páginas, la trama arranca inmediatamente mostrando una pareja en proceso de descomposición. En sólo una plancha, el autor deja bien establecida la posición y carácter de ambos cónyuges antes de iniciar el desfile del resto del reparto, una serie de individuos que se entrometen en la vida y el hogar de Gerald, Anne y Pierre. Así, en pocas páginas, queda presentado el pequeño círculo de personajes en cuyas interacciones se apoyará el resto de la historia. A partir de ahí, Comés va introduciendo paulatinamente diversos elementos que transforman la narración en un cuento fantástico teñido de ansiedad.
El centro de la historia es Anne, una mujer que se siente culpable, fuera de su ambiente, abandonada por su marido en una atmósfera hostil. Es ella el único personaje “normal” –Gerald es un tipo mayormente despreciable con el que resulta imposible empatizar- que verbaliza con frecuencia su ansiedad, ya sea en conversaciones con su marido o a solas en una casa en la que está a disgusto. Es a través de sus ojos que los misterios de Amercoeur van tomando forma. ¿Son todos esos extraños sucesos una mera conspiración contra los nuevos vecinos? ¿O bien hay verdaderamente un componente sobrenatural tras ellos? ¿Realidad o Fantasía? ¿Quizá ambas cosas?
Como sucedía con Beausonge, el pueblo en el que transcurría la primera gran obra de Comés, “Silencio” (1979), Amercoeur es campo abonado para el rencor y las viejas rivalidades. El autor utiliza ese escenario y los personajes que en él viven para explorar temas como la intolerancia, las secuelas emocionales de la guerra, la supervivencia de las viejas creencias, el fanatismo, el papel de la religión y el temor a lo desconocido, ya sea esto algo tan abstracto como una forma diferente de ver el mundo o tan concreto como un forastero recién llegado. Todo el mundo en el pueblo tiene su propia agenda, más o menos pública, y actúa dirigido por el egoísmo, la intolerancia y el secretismo para defender sus intereses. Pero, al final, serán los personajes inicialmente débiles a causa de la ausencia de amor y la culpa los que emerjan de la tragedia como ganadores de esta historia abundante en seres marginados, egoístas y detestables. Al adoptar nuevas creencias y dejar atrás sus antiguas vidas, Anne y Pierre encontrarán una fuente purificadora del miedo, la violencia y la muerte que les han rodeado en Amercoeur, encontrando la comunicación y comprensión mutuas que tanto ansiaban.
Poco a poco, Comés va reuniendo las piezas aparentemente dispersas al principio de la historia para componer, tras 140 páginas, una imagen completa y coherente que debe mucho a su propia visión del mundo y a la forma y el lugar en los que transcurrió su infancia. Comés nació en un pueblo de las Ardenas muy próximo a la frontera alemana, una de esas regiones en las que se mezclan tradiciones y creencias provenientes de culturas no sólo diferentes, sino a veces incluso opuestas. Su madre hablaba francés, su padre alemán y en su educación de la posguerra europea se dieron cita tanto el catolicismo de raíz francesa como el amor por lo fantástico del mundo germano. Comés entiende que el mundo rural, alejado de las rápidas, caprichosas y cambiantes fusiones culturales que se producen en las grandes urbes, es el entorno en el que durante mayor tiempo perviven los mitos, las leyendas y las costumbres del pasado, incluidas las supersticiones y las formas desviadas o, al menos, poco ortodoxas, de las religiones mayoritarias. “La Belette” es, en el fondo, una lucha, un enfrentamiento entre el catolicismo cerril y pueblerino y el panteísmo de raíces precristianas; entre la religión patriarcal y la matriarcal, el monoteísmo y el animismo; entre la sensibilidad del ciudadano del mundo urbano y el habitante del rural; y entre la sencilla y directa apreciación de la Naturaleza y la realidad procesada ofrecida por la televisión (encarnada ésta por Gerald).
Eso sí, Comés no es neutral en ese conflicto y, en este sentido y como director de orquesta que es, hace trampas desde el principio. Así, los líderes de ambas facciones son retratados de manera no sólo diferente, sino opuesta, tanto en sus personalidades como en su aspecto físico. El cura es un individuo ya entrado en años, rechoncho, de rostro porcino con un toque de batracio, con unas verrugas que acentúan la repulsión que provoca. Su discurso está claramente orientado al proselitismo y teñido de resentimiento e intolerancia. Es el representante del clero cerril y rancio, estrecho de miras y paternalista, que se erige a sí mismo como faro moral de su comunidad, quiera ésta o no que asuma ese papel.
La Belette, en cambio, es una mujer joven, alta, delgada y –si el estilo de Comés fuera algo diferente- atractiva. Su actitud es de tolerancia, de hacer y dejar hacer. El muy minoritario culto que dirige se mueve en el secreto, pero no porque tenga intenciones malévolas sino por simple prudencia y discreción en un entorno claramente hostil a ideas diferentes. Si la Belette atrae hacia ella a Anne no es mediante la demagogia o el discurso cargado de amargura, sino porque demuestra ser capaz de llegar al interior de Pierre, inaccesible hasta ese momento para su madre, y despertar su interés y capacidades. La Belette y su padre son los únicos que están fuera del opresivo ambiente rural descrito en el álbum. En este sentido, como decía antes, Comés plantea una lucha, sí, pero también toma partido y dirige –o manipula- al lector para que se ponga de su parte modelando sus personajes con ayuda de ciertos estereotipos (el catolicismo reaccionario y beligerante versus el pacífico paganismo matriarcal).
En cualquier caso, resulta llamativa la valentía e independencia de Comés respecto a modas y tendencias. En unos años, principios de los ochenta, en los que la estética y “filosofía” punk dominaban la profesión, cuando los reyes del comic europeo eran los Ran Xerox, el Incal, Makoki, Slaine, D.R.& Quinch o Peter Pank, el autor belga optaba por un relato contenido que versaba sobre el mundo rural y el paganismo, una sensibilidad más acorde con el ideario de la izquierda nacida de mayo del 68.
“La Belette” es un comic de ritmo pausado que alterna largos pasajes dominados por personajes hablando con otros igualmente largos en los que impera el silencio. Estos últimos son importantes por cuanto sirven para que las últimas palabras pronunciadas calen con fuerza en el lector, o bien para que éste se sumerja exclusivamente en las imágenes, dejándose llevar por su atmósfera de misterio y, en ocasiones, de inminente amenaza. Comés es un autor inteligente que presume igual condición en sus lectores. En lugar de llenar sus páginas de cuadros de texto explicativos que den toda la información masticada y digerida al lector, quiere que éste se implique, que preste atención y reflexione sobre lo que ve en el dibujo y lee en los diálogos. De hecho, no hay ni un solo cartel que sitúe temporal y espacialmente cada escena (“A la mañana siguiente”, “Mientras tanto, en el bosque”…) como tampoco aquellos que nos abran la mente de los personajes. Ann –y en menor medida otros personajes- habla consigo misma o tiene rápidos pensamientos, pero no hay un narrador omnisciente que nos facilite las cosas. Un juego de miradas, un silencio, puede decir mucho si nos detenemos un momento a pensar en ello, a tratar de meternos en la mente de los personajes.
El estilo gráfico de Comés es reminiscente del de Hugo Pratt y Jacques Tardi. El saturado blanco y negro con el que trabaja ayuda a apuntalar la sensación de división, de frontera. Su pincel juega con los volúmenes de negro –especialmente en sus potentes escenas nocturnas- mientras su pluma define con un trazo preciso, elegante y minimalista las figuras. Muchos de sus personajes exhiben una fisonomía andrógina, con caras y cuerpos imposiblemente estirados y ojos almendrados. Al mismo tiempo, Comés es partidario de dejar que el cuerpo revele las miserias del espíritu y así, los habitantes más corruptos del pueblo tienen rostros retorcidos y miradas amenazantes. En este sentido, el autor tiene éxito, pero no tanto a la hora de insuflar verdadera expresividad a los personajes que, casi siempre, parecen congelados. Tampoco ayuda su monótona preferencia por dibujar las figuras mediante planos que las cortan por el busto y las colocan en una posición semifrontal de tres cuartos.
Comés presta una atención muy especial al entorno natural, que retrata de forma casi onírica como parajes desolados y barridos por un viento perpetuo: campos, cuevas, colinas o bosques en los que la única señal de presencia humana queda sugerida por aisladas granjas que parecen más intrusos en el paisaje que elementos del mismo. Esa geografía primigenia, en la que se introducen elementos atípicos como círculos de menhires en los que se realizan rituales ancestrales o pinturas rupestres, reafirman la sensación de amenaza cierta pero difusa, de que algo sobrenatural acecha tras la realidad que se presenta ante nuestros ojos. En cualquier caso, son todas ellas viñetas y pasajes que le sirven al autor para modular el ritmo y para refrescar periódicamente la atmósfera de misterio y aislamiento que permea toda la historia.
“La Belette” es un comic extraño y al tiempo fascinante que bien podría incluirse dentro de lo que habitualmente se conoce como realismo mágico, ese subgénero que inserta lo fantástico en un entorno cotidiano. Más de treinta años después de su publicación original, sigue siendo una obra tan personal como difícil de olvidar. Ahora bien, tampoco se trata de un tebeo fácil ni recomendable para todo el mundo. Requiere del lector su incondicional aceptación de los peculiares parámetros en los que se mueve el cerrado universo rural que propone el autor, dejarse llevar por sus sugerentes imágenes y arrinconar durante su lectura las fáciles muletas conceptuales y narrativas de las que se sirve el comic mainstream.
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