19 may 2016
1929- TINTÍN - Hergé (7)
(Viene de la entrada anterior)
1958-STOCK DE COQUE
En la decimonovena aventura de Tintín, el encuentro con su viejo conocido el General Alcázar lo pone sobre la pista de unos traficantes de armas y seres humanos que le llevará junto al capitán Haddock al Oriente Medio, donde sobrevivirán a un aterrizaje forzoso, un atentado terrorista, persecuciones por tierra y mar, naufragios y torpedos de un submarino… para acabar desbaratando toda la organización criminal en la que participaban algunos de los villanos que habían ido apareciendo en álbumes anteriores de la serie: Rastapopoulos, Müeller (“La Isla Negra”), Dawson (“El Loto Azul”), Allan (“Los Cigarros del Faraón”, “El Cangrejo de las Pinzas de Oro”).
De hecho, “Stock de Coque” es el álbum que más personajes de la serie recicla. Además de los villanos mencionados encontramos al emir Ben Kalish Ezab y su detestable hijo Abdallah, el comerciante Oliveira da Figueira, Serafín Latón, Néstor, la Castafiore, Tornasol o Hernández y Fernández. El único personaje nuevo que volveremos a encontrarnos posteriormente (en “Vuelo 714 para Sydney”) es Piotr Pst, el piloto estoniano de un solo ojo, un mercenario al que Tintín y Haddock salvan la vida.
Hergé se basó para construir la historia en las noticias fidedignas que apuntaban a que el tráfico de esclavos entre el continente africano y el oriente medio siguió explotándose hasta la segunda mitad del siglo XX. Los esclavistas árabes enviaban misioneros falsos a África para animar y ayudar a los musulmanes más devotos y pobres a realizar la peregrinación a la Meca. Éstos acababan metidos en una trampa que les convertía en esclavos y que Hergé retrata muy acertadamente en este álbum. En este sentido, el villano Rastapopoulos recoge algunas de las características de Aristóteles Onasis, el multimillonario armador griego cuyas actividades estuvieron a menudo rodeadas de polémica y al que gustaba invitar a personalidades de todo tipo a bordo de su yate (Castafiore sería aquí, por tanto, el equivalente a María Callas, la amante de Onassis).
En el apartado artístico poco nuevo se puede aportar respecto a lo dicho hasta ahora. Es otro álbum excelentemente dibujado en el que destaca por lo inusual su portada, que muestra una dramática escena en la que los protagonistas, náufragos, piden ayuda y a los que se ve desde un punto de vista subjetivo a través de un catalejo. El movimiento de las aguas verdes del océano contrasta con el negro que conforma el fondo de la ilustración.
1960- TINTÍN EN EL TÍBET
Mientras se encuentra disfrutando de unas vacaciones en una estación de montaña en compañía de Haddock y Tornasol, Tintín sufre una pesadilla en la que su antiguo amigo Tchang (“El Loto Azul”) le pide ayuda. Cuando a la mañana siguiente descubre en el periódico que el avión en el que viajaba Tchang de camino a Europa ha sufrido un accidente en el Himalaya y que no hay supervivientes, él se muestra convencido de que su amigo aún está vivo y decide ir a buscarle. Pese a las protestas y ruegos de Haddock, éste le acompaña.
Ya en la India, contratan al sherpa nepalí Tharkey y se internan en la montaña en la que tuvo lugar el accidente. Será el comienzo de una sucesión de aventuras en las que se enfrentarán a los peligros de la montaña –Yeti incluido- y, sobre todo, sus propias mentes.
A decir del propio Hergé, “Tintín en el Tíbet” fue producto de la crisis moral por la que estaba atravesando. Se había casado en 1932 con Germaine Kieckens, a la sazón secretaria del padre Wallez, editor del “Vingtieme Siecle”. Sin embargo, aquél había sido un matrimonio infeliz desde el principio, nacido de las presiones de Wallez, quien quería que todo su personal estuviera casado. Sin embargo, a finales de los cincuenta y en medio de una depresión, Hergé se enamora de una joven colorista de su estudio, Fanny Vlamynck. La relación extramarital que inició con ella chocó con su firme educación católica y el resultado fue un tormento psicológico que intentó resolver acudiendo a un psiquiatra discípulo de Jung y partidario de la interpretación de los sueños. Éstos, para Hergé, estaban dominados por el blanco y el consejo del doctor fue que abandonara su trabajo mientras trataba de matar el “demonio de la pureza” que le estaba consumiendo.
Pero ese consejo sí que entró en conflicto con el temperamento del artista, quien por encima de todo quería terminar lo empezado y, además, hacerlo bien. Y eso es lo que hizo: afrontar sus problemas espirituales trabajando en este álbum, dominado por el blanco (la nieve, el hielo) y con un dibujo simplificado como símbolo de su nostalgia por una pureza perdida; así, la búsqueda en la que se embarcan los protagonistas representa la persecución de un ideal. Fue una aventura que le costó mucho finalizar, pero debido precisamente a las difíciles circunstancias en las que se realizó, ha quedado sin duda como una de las más personales. (Por cierto, las tribulaciones sentimentales de Hergé terminaron con la separación de la pareja. Germaine no le concedió el divorcio hasta 1977 y poco después se casó con Fanny).
“Tintín en el Tíbet” fue también el inicio de una serie de álbumes a cada cual mejor, en los que Hergé subvertía algunos parámetros ya clásicos del comic de aventuras que él mismo había ayudado a dar forma. Por ejemplo, en esta entrega no existen villanos. El yeti no es más que una criatura de la Naturaleza, ni bueno ni malo e incluso digno de compasión. Los héroes se enfrentan sólo a la fuerza de los elementos, la dureza de la tierra y sus propias debilidades. De hecho, a diferencia de las anteriores aventuras en las que la motivación del viaje de Tintín respondía normalmente a la resolución de algún misterio o trama criminal (aunque había excepciones, como la investigación científica –“La Estrella Misteriosa”, los álbumes de la Luna-), en esta ocasión y por primera y única vez, lo que impulsa a Tintín a arriesgar su vida en un lugar lejano es el humanitarismo y la pura amistad.
Otro de los rasgos de este álbum que lo diferencian de los del resto de la serie es que, en aras de esa pureza que perseguía Hergé, decide prescindir de la habitual galería de secundarios que poblaban sus aventuras y en los que últimamente venía apoyándose cada vez más (“Stock de Coque”, “El asunto Tornasol”). En esta ocasión, a Tintín, Milú y Haddock sólo les acompaña el sherpa Tharkey (del que se prescindirá de una manera un tanto abrupta y sin explicar en la última parte) y, ya al final, el buscado Tchang.
Como ya era costumbre en él, Hergé abordó la elaboración del álbum reuniendo una meticulosa documentación que le permitiera reflejar con fidelidad el entorno en el que transcurría la aventura. Hasta tal punto se llevó a cabo esta etapa de la realización de este volumen en concreto, que algunos de los empleados de su estudio, cautivados por la cultura tibetana en la que tanto estaban profundizando, se convirtieron al budismo.
En contraste con el realismo con el que se retrató el Tíbet físico y humano, Hergé incluyó por alguna razón la figura del Yeti. Bien es cierto, no obstante, que incluso para esto se documentó abundantemente. Recurrió al científico que le había asesorado para sus álbumes de la Luna, Bernard Heuvelmans, quien además había creado una nueva “disciplina” científica, la criptozoología, que pretendía estudiar antiguas criaturas todavía vivas pero ocultas, como el Yeti o el Monstruo del Lago Ness. Hergé obtuvo además los testimonios de gente que decía haber visto al Yeti y con todo ello trató de crear un ser verosímil que evitara los estereotipos y leyendas. De hecho, su “Abominable Hombre de las Nieves” es más que una masa de pelo y músculos; se presenta como una criatura dotada de sentimientos que se siente sola, algo que transmite perfectamente la última viñeta de la historia.
Hay otros elementos en este álbum relacionados con lo, digamos, sobrenatural o espiritual, como los poderes de levitación y premonición de los monjes tibetanos que salvan a los protagonistas, o la inclusión de escenas oníricas como la que inspira a Tintín para ir a salvar a su amigo, o el que sufre un ebrio Haddock a mitad de caminata y para el que Hergé se inspiró en el mundo surrealista del pintor italiano Giorgio Di Chirico.
Para algunas escenas del álbum, el argumento general del mismo y varios elementos gráficos como la forma de las montañas, el hielo y las rocas esparcidas por doquier, Hergé se inspiró en una película que le dejó una profunda huella cuando se estrenó en 1956: “La Montaña Siniestra”, dirigida por Edward Dmytryk y protagonizada por Spencer Tracy y Robert Wagner, en la que dos montañeros tratan de acceder al lugar de un accidente aéreo para saquearlo. Por cierto y en relación al blanco, color predominante en el álbum, éste se halla ya muy presente desde la misma portada, cuyos únicos toques de color provienen de los personajes y el óvalo rojo que rodea al título.
Ya hablamos en “EL Loto Azul” de la importancia que el verdadero Tchang Tchong tuvo para Hergé, no sólo en el ámbito creativo, sino también por los fuertes lazos de amistad que surgieron entre ambos. Sin embargo, cuando Tchang regresó a China en 1937, la relación se interrumpió. Las guerras que azotarían al país, las turbulencias políticas y el aislamiento en que se sumió China durante décadas a partir de 1949, hizo imposible el contacto entre ambos. Ahora bien, Tchang se había convertido en director de la Academia de Bellas Artes de Shanghai y tenía un amigo cuyo hermano residía en Bruselas. En 1976, Hergé, que nunca había dejado de preguntar por su amigo, acaba encontrando el rastro y retoma, por el momento sólo por correspondencia, la vieja relación con su antiguo camarada.
Un periodista francés autor de un libro sobre Hergé, decide organizar un encuentro entre ambos y en 1981, cuarenta y tres años después de haberse separado, Hergé y Tchang se reúnen en Bruselas, un acontecimiento que alcanza resonancia nacional habida cuenta del estatus que había obtenido el autor (aquel mismo año recibió una estatuilla de “Mickey” entregada por la compañía Disney, un premio que no había sido otorgado a nadie desde la muerte del fundador en 1966). Aquel reencuentro fue sin duda uno de los últimos placeres de un Hergé ya muy enfermo que moriría tan sólo dos años después.
Por cierto, una vez más, la popularidad de Tintín hizo a su creador blanco de las más diversas y pintorescas polémicas. En la primera edición de “Tintín en el Tíbet”, el avión accidentado al comienzo de la historia pertenecía a la flota de Air India, compañía que inmediatamente protestó por la mala publicidad que ello le daba. El editor decidió entonces cambiar el nombre de la línea aérea por el de “Sair Airways”. Y mucho después, en 2001, la editorial encargada de publicar las aventuras de Tintín en China decidió cambiar el título de este álbum por el de “Tintín en el Tíbet Chino”, alteración que la familia de Hergé y la fundación que encabezan calificaron de inadmisible, amenazando con cortar la colaboración con esa compañía. Ésta, finalmente, rectificó y hoy esa tirada se ha convertido en objeto de búsqueda por parte de los coleccionistas.
(Finaliza en la siguiente entrada)
Hergé me encanta, sobre todo por su dibujo y su humor. Hoy resulta una lectura pesada, más si eres mayor, pero esta parte que empieza aquí, precisamente cuando la serie se hace más adulta, se salva. Durante muchos años Tintín en el Tíbet era el que más me gustaba, hoy no puedo decidirme entre Vuelo 714 y Tintín y los pícaros.
ResponderEliminarMis preferidos son Las Joyas de la Castafiore y el Asunto Tornasol. De los que comentas como tus favoritos, los comentare en la próxima entrada, si bien me parecen álbumes más bien crepusculares, sobre todo el último. Gracias por tu comentario!
ResponderEliminarNo tenemos gustos parecidos.
ResponderEliminarLas joyas nunca me ha gustado pero es por problemas personales. Cuando era peque yo quería leer aventuras exóticas no comedia doméstica. Pero es bueno. El asunto también mola pero yo desa etapa prefiero El cetro de Ottokar.
No me cuesta comentar. Y en pocos sitios puedo hablar sobre esta afición, especialmente de Tintín.